En 1961, una mujer judía abrió una galería en la calle de Moliere, en Polanco. En apenas diez años, el espacio se había convertido en un referente cultural; en la Galería Mer-Kup se organizaron exhibiciones individuales y colectivas de grandes figuras del arte mexicano: Feliciano Bejar, Pedro Friedeberg, Sebastián, Mathias Goeritz y el recién fallecido José Luis Cuevas tuvieron sus primeras exposiciones ahí.
Merl Kuper, inmigrante de Polonia a México, fue mi bisabuela. Su hija, mi abuela Alinka, trabajó en el galería, también. Después de que ambas murieron, nuestra casa se convirtió en un receptáculo de archivos: cuartos llenos de posters, catálogos, invitaciones, libros y obras de arte. Nadie se ha tomado el tiempo para contar la historia de esta institución, y los que la conocieron, amigos íntimos de Merl como el artista Felipe Ehrenberg, se están muriendo.
Me reuní con Emilio Hernandez, que trabajó en la galería durante veinte años, enfrente del estudio de mi madre. Peinado de lado y vestido con un elegante pantalón azul, Emilio me guio hacia un cuarto remoto donde reposaban más de veinte cajas de cartón con los archivos de la galería. A la mitad del cuarto estaba el escritorio curvo utilizado por mi bisabuela. Detrás de este, un librero con gruesos tomos como de una enciclopedia vieja, cada uno correspondiente a un año.
Emilio tomó uno de estos catálogos y lo abrió delicadamente. Adentró había invitaciones, fotografías, recortes de periódicos preservados y categorizados según el mes. Después abrió una revista que conmemoraba los veinticinco años de la galería. “Aquí está José Luis Cuevas”, dijo señalando las fotos; “y aquí está Tamayo, junto a tu abuela. Éste es Siqueiros. Éste tu abuelo. Y ésta, tu mamá”. ¿Y la mujer con el pelo peinado al estilo de los cincuenta, que aparece en el fondo en todas las fotos viendo curiosamente a su alrededor? “Esa” me dijo, ”es tu bisabuela.”
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Nacida en 1915 en Yanov, Pinsk, en una familia de cinco hermanos, Merl escapó del antisemitismo y la pobreza en 1935, junto con su esposo Wolf y la recién nacida Alinka.
La familia tenía como destino original los Estados Unidos, pero en aquel momento la cuota de inmigrantes se había llenado. Después de pasar por el puerto de Veracruz (el “Ellis Island de México”, como lo llama la estudiosa de la inmigración judía, Monica Unikel) se asentaron en Puebla, donde Wolf encontró un trabajó vendiendo prendas a plazos. La comunidad judía era pequeña y la ciudad católica; por eso, antes de que naciera el segundo hijo, Jacobo, se mudaron a la ciudad de México, a la colonia Condesa y luego a Polanco.
En la capital, Wolf compró una pequeña sastrería cerca del Zócalo llamada La Nueva Picadilly. A pesar de su ubicación privilegiada el negocio nunca despegó, pero daba suficientes ingresos para que Merl persiguiera sus intereses por el arte. Empezó a vender cuadros de sus amigos artistas en el Centro Deportivo Israelita sin recibir comisión y, eventualmente, al ganarse su confianza, en la sala de su casa.
Después de tres años, Merl decidió abrir una galería. En la planta del edificio había un lote de 300 metros, justo al lado del Cine Polanco. El espacio estaba en terribles condiciones: la pintura de la pared se caía a pedazos, y el techo se estaba deshaciendo; el arquitecto Abraham Zabludovsky, yerno de Merl, se dio a la tarea de renovar el espacio: instaló luces para las paredes y diseñó una sección con piso de mármol para exhibir las esculturas. El 11 de abril de 1961, la galería Mer-Kup se inauguró.
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Al revisar hoy los casi treinta catálogos, no deja de sorprenderme la tremenda energía que definió a la galería desde su primera década. Merl ponía una nueva exhibición cada mes, además de organizar lecturas de poemas, talleres artísticos y pláticas. No hay nada amateur en la selección de artistas: Luis Filcer, Feliciano Bejar y José Luis Cuevas expusieron individualmente durante los primeros años. Dos tomos están dedicados al 68, año en que la galería formó parte del circuito cultural de las Olimpiadas. El año siguiente organizaron exposiciones individuales de Diego Rivera y Picasso.
“Era un lugar muy importante”, me dice por teléfono la crítica de arte Berta Taracena. Berta, que ha publicado docenas de libros sobre arte en México y que actualmente escribe uno sobre Rivera. Fue una buena amiga de Merl, y visitaba la galería junto con la escultora Loraine Pinto.
En aquel momento, me comentó, había aproximadamente veinte galerías en toda la ciudad, pero la Mer-Kup destacaba por su alcance internacional. Merl –que hablaba hebreo, yiddish, ruso, polaco, español e inglés– tenía conexiones con galerías y museos en los Estados Unidos y Europa. De particular relevancia para ella fue establecer vínculos entre Israel y México. Una presencia constante en la galería era el artista israelí Moshe Gat, que vino a estudiar con Siqueiros. Se había quedado sin fondos, y dependía de sus exposiciones en la galería para sobrevivir.
No fue el único artista al que Merl ayudó: Emilio todavía conserva una carta de Rodolfo Nieto a Merl, escrita en los sesenta desde Francia, pidiéndole dinero; Merl, que muchas veces asumía un rol maternal con sus artistas, les prestaba constantemente. Ellos le pagaban en especie.
Emilio no estuvo presente durante la primera década de la galería, pero no estaba lejos. Su padre era el encargado del estacionamiento del edificio, Emilio vivía ahí con toda la familia y jugaba futbol en el garage. Merl había perdido a su asistente en 1973, y se le acercó al niño para preguntarle si se quería ganar un dinerito trabajando dos horas al día. Desde entonces Emilio fue una presencia constante, limpiando el piso, diseñando y mandando invitaciones y vaciando una concha de mar que Merl, fumadora de una cajetilla diaria, utilizaba como cenicero.
Al pasar las décadas la influencia de la galería se solidificó. Merl firmó exclusividad con Mathias Goeritz e inauguró shows del escultor suizo Wili Gutman, de Salvador Dalí y de Alexander Calder.
En 1985, Merl se cayó y se rompió el coxis. A partir de entonces Emilio subía a su apartamento y la bajaba a la galería en su silla de ruedas. Ella tomaba pastillas para el dolor y medicinas para tratar un tumor benigno que tenía detrás de la oreja. Al final, tantos químicos le formaron un hoyo en los intestinos. Murió en 1990.
Después de su fallecimiento la galería cerró. Emilio hizo un inventario de más de quinientas obras. Le llevó un año y medio devolverlas todas a sus creadores. Alinka, por su parte, se resistió a vender la lista de clientes de la galería que, después de treinta años, se había vuelto muy cotizada: en vez de esto se la dio a Emilio. Ahora Emilio va de un lado a otro de la ciudad con obras de arte en su cajuela, vendiéndosela a los hijos y nietos de los clientes de la Mer-Kup.
Hace poco decidí visitar el lugar donde estuvo la galería. El edificio es ahora un corporativo de oficinas con helipuerto. El cine Polanco, ahora el Gran Teatro Moliere, anunciaba el musical de Peter Pan. En una cantina al lado sonaba una cumbia, mientras unos oficinistas fumaban cigarros en la acera. Junto a la cantina, ahora hay un banco. En el garage del edificio hablé con un hombre que se llamaba Hugo. No tenía ni idea de que una familia entera había vivido en aquel estacionamiento. En cuanto al banco, no sabía lo que había sido antes.
Todas las imágenes provienen del catálogo conmemorativo de los 25 años de la galería Mer-Kup, publicado en 1986.
Ensayista y cronista. Director de la agencia de narrativas INTERsección.