Con mucha frecuencia, los descubrimientos estéticos que se producen por casualidad son los que más duran en la memoria. Preveo que algo así pasará con la inauguración de un ciclo de Filmoteca Española a la que asistí a principios de abril sin haberlo previsto. El ciclo estaba dedicado al cineasta polaco Wojciech Has y ese día se proyectaba su película más famosa, Manuscrito encontrado en Zaragoza, una de esas obras de culto que uno confiesa ignorar con algo de vergüenza. Eso sí, existe un placer muy concreto en descubrir una gran obra de arte que ni siquiera teníamos ubicada en esos panteones de segunda mano que a veces nos formamos.
Manuscrito encontrado en Zaragoza es, efectivamente, una cosa fascinante. Inspirada libremente en la novela homónima de Jan Potocki, narra el viaje de un oficial de la Guardia Valona que viaja a Madrid para ponerse al servicio del rey de España a principios del siglo XVIII. Su viaje queda interrumpido cuando, al atravesar Sierra Morena, se encuentra con una serie de misteriosos personajes que hacen que la trama se vaya enrevesando más y más (y más) a lo largo de las tres horas y media de metraje. La historia principal contiene historias dentro de otras historias que se van acumulando hasta la alucinación. En una de las últimas escenas, desde no se sabe muy bien qué lado del umbral de la locura, el protagonista tiene una visión de sí mismo adentrándose en una última trama que ni él ni nosotros sabremos ya cómo acaba.
Pensé en esta idea de espacios y tiempos desdoblados mientras miraba un cuadro en la Academia de San Fernando. No es una de las obras más accesibles. Para verla hay que recorrer las tres primeras salas hasta llegar a una galería que conecta las dos alas de la primera planta del museo. Es la sala de los penitentes y torturados de Ribera, y al fondo se abre una puerta a través de la cual casi pueden vislumbrarse las pelucas y las casacas del dieciocho, animándolo a uno a dejar atrás tanto castigo ascético, parduzco, y avanzar hacia las Luces con ele mayúscula.
A lo largo de la pared izquierda de la galería se abren tres estancias pequeñas con obras más o menos menores. La sala de en medio en realidad no es una sala, sino una antigua capilla presidida por un Crucificado imponente de Pompeo Leoni. Se ha debatido si podría ser obra de un colaborador, Antón de Morales, pero a efectos de calidad (grande) da un poco lo mismo. Es uno de esos Cristos sobrios y amoratados como los de Gregorio Fernández, y me pregunto si el altar que tiene a sus pies incitará a algunos visitantes a santiguarse, aunque tenga que ser detrás de una cuerda que impide la entrada al espacio. Con sus más de dos metros de altura (tres, si contamos la cruz), es difícil fijarse en otra cosa. Pero la capilla contiene además otra escultura y cuatro pinturas. Lo mejor de todo ello, de lejos, es una obra maestra de Alonso Cano.
Se trata de un lienzo prácticamente cuadrado (142 x 138 cm) que representa la muerte de san Francisco de Asís. La composición es sencilla: el santo, que aparece recostado y con las manos entrelazadas, comparte el primer plano con dos frailes que lo acompañan en sus últimos momentos; al fondo se abre un arco de medio punto, bajo el cual vemos a otros dos religiosos conversando; sobre las cabezas de todos ellos, envuelto entre nubes doradas y rojizas y tirado por dos poderosos caballos blancos, aparece un carro ocupado por una figura orante que representa el alma de san Francisco ascendiendo al cielo.
El detalle de calidad que me hizo fijarme en el cuadro fue el fraile de medio cuerpo que se muestra a la derecha: la forma en que aparece ligeramente girado, en un perfil de tres cuartos, mostrándonos casi la totalidad de su brillante tonsura, requiere una habilidad extraordinaria. Casi todos los cuadros buenos tienen esta clase de anzuelos, reclamos que invitan a fijarse después en el resto de la composición. La mirada del fraile —que Cano ni siquiera tuvo que pintar para que la apreciáramos— se dirige a una lucecita que flota sobre la cabeza de san Francisco. Esa alma en forma de chispa es la conexión entre este mundo y el de las nubes y el carro.
¿Cómo pinta uno un cuadro que contenga dos escenas que suceden simultáneamente en dos lugares distintos? (En este caso, ni siquiera se trata de dos lugares, sino de dos planos de la existencia.) Por supuesto, Alonso Cano no era el primer pintor al que se le pedía algo así. De hecho, antes de llegar a la capilla donde está colgado su San Francisco, uno ha tenido que pasar por delante un Zurbarán que debió de pintarse no mucho antes. Se trata de otra imagen de mundos simultáneos. En ella, un beato jesuita observa extasiado, de rodillas, la aparición de Cristo, la Virgen y un coro de ángeles músicos sobre unas nubes. La composición no resulta muy convincente. Las nubes, de un color cobrizo, parecen plataformas de piedra que amenazan con aplastar al beato que ocupa la mitad inferior del cuadro; más que servir de entrada a una realidad mística, parecen una barrera infranqueable. No respiran el mismo aire. Alonso Cano, en cambio, utiliza el color y el dibujo para suavizar la transición entre ambos mundos. Por un lado, los tonos austeros del ámbito terrenal adquieren en la zona del arco un velo blanquecino que se va disolviendo y fundiendo con la luz refulgente de la escena celestial. Por otro, de la sólida corporeidad de san Francisco y sus dos acompañantes del primer plano se pasa a la práctica disolución de la figura del santo sobre el carro, con los frailes que conversan bajo el arco actuando de estadio intermedio entre el aquí y el allí.
El problema con el cuadro de Zurbarán es que uno no se lo acaba de creer. ¿Importa tanto eso? Importaba si eras un pintor de esa época. Cuando me preguntaba cómo empieza un pintor a componer cuadros como estos, tendría que haber añadido algo: ¿Cómo pinta uno un cuadro que contenga dos escenas que suceden simultáneamente en dos lugares distintos de modo que parezca verosímil? Esa era la dificultad a la que se enfrentaba un pintor europeo del siglo XVII. El arte que se impone a partir del Renacimiento y alcanza su máximo desarrollo en obras como la de Alonso Cano exige una combinación casi imposible de simbolismo y naturalismo. Es un equilibrio delicado que asombra cuando se hace bien: la ilusión de lo real como puerta de entrada a lo que está más allá de lo real.
Esto antes no era así. Inmerso en un pensamiento mucho más simbólico, el creador de imágenes medieval no estaba constreñido por la verosimilitud. Empleaba recursos plásticos que pocos siglos más tarde serían señal de torpeza o incapacidad: proporción jerárquica de los personajes, fondos de oro, deformación de figuras para adaptarlas a un marco. ¿No hay algo de esto en el arte moderno? Aunque partan de cosmovisiones muy distintas, ¿no comparten el tallador de capiteles románicos y el hacedor de collages cubistas una desconfianza hacia las capacidades limitadas del ojo humano?
Mirando el cuadro de Alonso Cano desde el umbral de la antigua capilla, se me ocurre que sería interesante subir a la tercera planta para seguir meditando sobre este asunto delante de un estupendo bodegón de Juan Gris. Pero entonces aparece un vigilante de sala y me señala amablemente la salida.