Quizá la etiqueta más desafortunada producida por la teoría del arte en el siglo XX fue la de “arte conceptual”. Aunque todos nos hacemos una idea de a qué se refiere, la expresión parece dar por sentado que lo que queda fuera de ese calificativo es una combinación puramente sentimental de formas, líneas, colores, volúmenes, etcétera. La distinción, por supuesto, es mentira: toda obra de arte que aspire a ser más que un garabato es un concentrado de significados (de conceptos) y debe entrarle a uno por los ojos (tener valores estéticos). En realidad, esto lo sabe todo el mundo pero, como en tantos otros mercados, lo importante no es que los productos sean novedosos, sino que lo parezcan.
Aunque el adjetivo “conceptual” nos dice poco sobre una creación artística, es cierto que la historia del arte, en tanto que narración, se puede ver como una pugna continuada entre quienes han puesto un mayor énfasis en la parte mental de la obra y los que se han recreado más en sus valores plásticos. Uno no reacciona igual ante una meditada composición de Poussin que ante uno de los nerviosos Retratos de Antonio Saura, aunque, de nuevo, habría que matizar mucho: parece difícil pensar que Poussin se tomara la molestia de pintar sus grandes paisajes alegóricos si el mundo clásico que tanto admiraba no le despertara emociones, del mismo modo que nadie que conozca mínimamente la figura de Saura podría decir que era un pintor que no pensaba.
Entre esos dos laxos extremos, Cristina Almodóvar estaría más cerca del primero. Al igual que Poussin, en su obra prima la claridad de exposición. Sus esculturas, resultado del ensamblaje de distintos elementos, generalmente de metal, están pensados para una mirada frontal y no buscan abrumar al espectador. Forman composiciones despejadas, de una liviandad que las aleja de la severidad de otros artistas “de ideas”. Son sugerencias, no sentencias.
En arte, forma y contenido son la misma cosa, y la sutileza plástica de las obras de Cristina Almodóvar se ajusta a su tono reflexivo. Se trata de una estética especialmente propicia cuando lo que se quiere es evocar más que mostrar, caso de buena parte de las obras que se exponen actualmente en la galería Fernández-Braso. Almodóvar es consciente de que, en ocasiones, la mirada oblicua puede ser más reveladora que la frontal. Es algo a lo que recurre a menudo el cine, donde resulta más aterrador un grito fuera de cámara que la visión de la puñalada que lo ha provocado. En algunos casos, esta forma indirecta de representación no es solo una elección estética o narrativa, sino la única forma de presentar las cosas. Ahí está el ejemplo de las impresionantes Cajas vacías de Jorge Oteiza, acaso lo más cerca que nadie ha estado nunca de representar visualmente el vacío.
Algo no muy distinto al escultor vasco hace Cristina Almodóvar cuando moldea una rama en hierro, le aplica una pátina negra, pinta la parte superior de blanco y la coloca sobre una pared igualmente blanca. Vista de frente, la rama da la impresión de haber sido cercenada con unas tijeras de podar, un corte limpio, quirúrgico. Sin embargo, la pieza se curva y sobresale varios centímetros de la pared, lo que permite a un foco estratégicamente colocado arrojar sobre el muro la sombra de la rama (toda la rama), revelando que el cercenamiento no era tal, sino un ejercicio de camuflaje: la representación como alusión. Esta combinación de hierro lacado, pintura blanca y sombra le sirve también a Almodóvar para crear una bellísima representación simultánea de la parte emergida y sumergida de un iceberg. En estos juegos chinescos, la escultora se revela como una gran escenógrafa.
La obra de Almodóvar parte siempre del mundo natural. Abundan las ramas, las hojas, las rocas, y en algunas de sus piezas más recientes su paisaje de referencia se ha ampliado hasta abarcar el espacio exterior. Hay en todo ello una continuidad: sus obras alusivas al big bang, realizadas este mismo año, parecen versiones galácticas de unos dibujos de semillas a gran escala producidos a comienzos de su carrera. Las posibles comparaciones con Poussin acaban aquí. En sus cuadros, el pintor francés, hijo de su tiempo, se proponía domesticar un mundo natural que aún era temible; nosotros, en cambio, llevamos desde el romanticismo exaltando precisamente los rasgos más irreductibles de eso que llamamos naturaleza.
Cristina Almodóvar es una artista plenamente moderna en este sentido, aunque no emplee el tono declamatorio de los románticos decimonónicos y actuales. La primera obra suya que vi consistía en un paralelepípedo de madera colocado sobre el suelo y de cuyo interior surgían unas grandes briznas de hierba hechas de hierro, un impresionante aforismo o haiku que seguramente habría aterrado a Poussin: la representación de la fuerza lenta pero tenaz del mundo vegetal, desde el humilde hierbajo que se cuela por una grieta en el asfalto hasta la invasión inmisericorde del templo camboyano de Ta Prohm.
Quizá la idea que sobrevuele toda la obra de Cristina Almodóvar sea ese carácter incontenible del mundo vegetal, de esos extraños entes orgánicos que actúan de espaldas a nosotros, ciegos y sin conciencia, ocupando cada hueco que no tengamos la precaución de vigilar. Las obras que conforman la serie que da título a la exposición actual parecen alusiones, de nuevo indirectas, a cómo las hojas que le podamos a un arbusto para crear un jardín francés son siempre una premonición: el arbusto, que ahora se llama seto, aunque él no lo sepa, volverá a echar hojas idénticas a esas que hoy descartamos.
Hay algo de melancólico en la constatación de hechos como este, no porque nuestros empeños por encauzar la naturaleza sean inútiles (es evidente que no), sino por el tremendo esfuerzo que hay que emplear para que no lo sean. Hay una serie de obras anteriores de Almodóvar, protagonizadas por páginas de libros devoradas por polillas, que parecen apuntar en esa dirección: la conservación de las grandes obras de la cultura o de la ingeniería, de todo lo que consideramos valioso, exige un trabajo enorme y continuado que en ocasiones roza lo irracional.
En cualquier caso, es improbable que las vanitas de esta artista estén guiadas por ningún tipo de pesimismo catastrofista. La sutileza de su lenguaje plástico lo desmiente. Si acaso, su obra surge de la asunción serena de nuestras limitaciones. El asombro que le provoca el mundo vegetal y que plasma en sus esculturas es una invitación a salir de nosotros mismos, a fijarnos en cosas sobre las que nuestro control, si no imposible, es siempre pasajero. Nos recuerda que hay un grado de impotencia con el que no queda más remedio que convivir.
Entre esas limitaciones está nuestra incapacidad de producir imágenes que le sean enteramente fieles al mundo. Una de las obras incluidas en la exposición, titulada Representación, lo refleja de forma muy elocuente. Consiste en una vitrina de metacrilato de 40 x 40 centímetros en cuyo interior vemos el fragmento de una rama seca. Su visión, sin embargo, se ve entorpecida por una hoja de papel en la que la artista ha dibujado la parte de la rama que falta con una precisión casi fotográfica, haciendo coincidir exactamente los bordes del dibujo con los de la rama tridimensional que oculta. La belleza de la reproducción, sin embargo, no oculta el hecho de que este dibujo —cualquier dibujo— no puede ser más que una visión parcial. Figurativo o abstracto, conceptual o sensual, todo artista tiene que lidiar con esta verdad; verdad incómoda, quizá, pero en ningún caso paralizante, a juzgar por las colecciones que abarrotan las salas y los almacenes de los museos.
Las obras de Cristina Almodóvar parten de la naturaleza e invitan a contemplarla, a contemplarla sin más. Lo plantea como un ejercicio de humildad y de aprendizaje profundo. Asomarnos a algo que vive a pesar de nosotros, incluso a pesar de sí mismo, nos permite ser conscientes de nuestras propias limitaciones y librarnos, con suerte, de algunas de nuestras frustraciones. Precisamente porque nosotros sí tenemos conciencia merece la pena revestir de belleza nuestras dudas y nuestros asombros. Sirva de ejemplo la propia Cristina Almodóvar.
La exposición de Cristina Almodóvar Plenitud y vacío puede verse en la Galería Fernández-Braso de Madrid hasta el 28 de octubre.
Es traductor y crítico de arte.