Un espectador irrumpió en el escenario del Teatro Julio Castillo a mitad de la penúltima función de Enemigo del pueblo, en noviembre pasado, para manifestar su rechazo por la adaptación que hizo el director David Gaitán de la obra de Henrik Ibsen. Tras el incidente, al final de la función, el dramaturgo y director se paró sobre las tablas y dijo lo siguiente:
“En un momento en donde la lucha contra la violencia es tan urgente para quienes nos dedicamos al teatro, es fundamental encontrar en la ficción la posibilidad de activar pensamientos que inviten al espectador a mejorar la realidad. Uno de los modos en que el teatro lo hace es organizando rituales de violencia. Las provocaciones artísticas no son posturas personales. Las provocaciones artísticas no son posturas personales. Las provocaciones artísticas no son posturas personales. Los personajes actúan motivados por la ficción, la ficción es el opuesto de la realidad y es también uno de los espacios por excelencia para, simulando la violencia, encontrar la belleza. Que un espectador interpele desde la realidad a quien se relaciona con una historia desde la ficción rompe cualquier posibilidad de comunicación, y es también síntoma de que la narrativa está funcionando. La labor del teatro no es agradar sino estimular; si además ocurre lo primero, es una feliz consecuencia. Queremos relacionarnos con el presente. Mi reconocimiento a estos actores y a estos espectadores por privilegiar el acuerdo que nos convocó, aun frente a la confusión general.”
Tanto en el texto de Ibsen como en el de Gaitán, la trama gira alrededor del doctor Stockmann, quien descubre que las aguas del balneario del pueblo donde vive son tóxicas. Su intención es cerrar el lugar y reparar los daños, pero su hermano, el alcalde , se lo impide, con el apoyo de la prensa local. La puesta de David Gaitán, además de modificar con pertinencia el carácter de los personajes y de encaminar hacia lo contemporáneo al popular monólogo final de Stockmann, propone la participación de los espectadores, quienes pueden disparar burbujas de jabón desde sus butacas cada vez que el protagonista haga algo que consideren reprobable. La búsqueda de una reacción en el público es algo que se sobreentiende en cualquier manifestación artística; otorgar una voz específica al espectador y proporcionarle una herramienta para hacerlo de modo notorio, tanto para el resto de la audiencia como para los actores, define y reafirma este acuerdo. La participación activa de la audiencia es una fantasía muy atrayente para la mayoría de los artistas escénicos, pero cuando este fenómeno se sale de control y rompe ciertas normas del acuerdo entre intérprete y receptor, las consecuencias pueden llegar a ser, si no trágicas, insólitas.
Si bien en este caso la intervención del espectador no tuvo consecuencias graves, sí estremeció a los actores de la Compañía Nacional de Teatro, al resto de la audiencia y al mismo Gaitán, quien accedió a hablar sobre el incidente y sobre la adaptación del texto que Ibsen escribió en 1883.
Ibsen siempre ha generado polémica: desde el siglo XIX en el contexto nórdico, hasta nuestros días, alrededor del mundo. ¿Por qué trabajar a Ibsen ahora?
Luis Rábago, el actor que interpretó al doctor Stockmann, fue quien puso este proyecto sobre la mesa hace como tres años. Decidí entrarle porque yo veía en Un enemigo del pueblo una liga muy poderosa con el presente. Por lo general se asocia la idea de la transgresión con lo contemporáneo, pero en realidad hay muchas posturas transgresoras en el siglo XIX. En el texto original hay una reflexión profundamente seductora sobre la democracia. En el momento en que el proyecto iba a concretarse se llevaba a cabo la campaña de Trump por la presidencia, así que si de facto tenía que ponerme a escribir, la conversación natural era con el fenómeno de Trump. La adaptación la terminé una semana antes de empezar a ensayar. Si bien el tema de Trump no ha caducado, el fenómeno de los linchamientos contemporáneos en las redes sociales fue lo que terminó por convencerme de hacer esta versión.
En tu versión, el adorable doctor Stockmann es transformado en un hombre agresivo y retador. ¿Por qué hacer este cambio?
Primero vino la fantasía de la participación del público y luego la escritura. Para hablar de los linchamientos cibernéticos, de las manifestaciones masivas y demás, me interesaba romper un poco la cualidad del espectador, para que tuviera una participación un poco más activa. El hecho de que la obra iba a estar aderezada por esa interacción daba pie a que el personaje de Stockmann activara el mecanismo. Se trataba de una invitación casi infantil al público; no hay cosa más divertida que ver, que escribir, actuar o dirigir a un personaje violento, a un dictador. Sin el mecanismo de la participación, definitivamente la adaptación sería otra. No sé si esta cualidad hiperviolenta del personaje me habría hecho sentido sin ello. Él nos dio la oportunidad de jalar muchísimo la liga de la violencia, de la misoginia, de la homofobia, si la obra lo hubiera permitido; esta no es una opinión que se manifieste, pero hubiera sido perfecto para el personaje.
En la versión original, rompen los vidrios de la casa de Stockmann a pedradas; él recoge una piedra del piso y dice: esta va a ser la herencia de mis hijos. De este modo convierte la agresión externa en una suerte de fortaleza. Mi lectura del montaje fue que las burbujas llegaron para sustituir a las piedras. ¿Es igual de violenta una piedra que una burbuja?
Jugando a favor de lo que queremos decir sobre la actualidad, lo es. La burbuja se parece un poco más a las redes sociales en el sentido lúdico. Queríamos que la interacción fuera muy divertida, que se la pasaran a toda madre disparando. Queríamos además que fuera bello, y que detrás de esta belleza hubiera algo profundamente agresivo, ya que el receptor de la violencia era un solo personaje. Hay una parte en el monólogo final en la que Stockmann dice justo eso: al pueblo le han maquillado la violencia con belleza. Por otro lado, en una asociación mucho más inmediata pero que su peso tiene, está la idea de que Stockmann se ahogue en las burbujas y el agua tóxica de los balnearios.
¿Qué hay de la reacción del público? ¿Notaste alguna constante en los momentos que elegían para disparar?
Pasaba algo interesante: conforme la anécdota ponía sobre la mesa el hecho de que Stockmann estaba peleando por una causa justa, el público (esto variaba de función a función), empezaba a romper la norma y a dispararle a los otros personajes. Otros miembros del público les llamaban la atención, porque ahí no se debía de disparar. Se desató otra clase de controversia entre ellos, era como una trama paralela a lo que pasaba en escena, y afortunadamente no secuestraba la experiencia. Era como si el público tuviera una nueva extremidad y para los actores era todo un viaje de conciencia. Esto se daba sobre todo durante la escena de la Asamblea, en donde se planteó la convención de que el público era el pueblo. Antonio Rojas, quien interpreta al alcalde, me decía: “Si me empiezan a disparar ¿qué hago? ¿lo asumo? ¿reacciono?”.
Esta es la parte peligrosa del montaje. Al público se le otorga una voz, e instrucciones específicas para manifestarla, pero existe un riesgo: no se sabe cuándo van a disparar, o si van a reaccionar de otra forma. ¿Qué pasó exactamente con el espectador que subió?
Fue en la penúltima función en la temporada del Julio Castillo, una función concurrida, había unas 500 personas. Todo iba muy bien, los espectadores estaban particularmente involucrados: disparaban mucho, celebraban todo. Yo estaba sentado en la parte de atrás con mi asistente.
Hacia el final del segundo acto, en el que Stockmann agrede a su esposa con comentarios muy misóginos, se levantó un espectador que estaba cerca del proscenio. Pasa cada tanto que los espectadores se paran para ir al baño o para salir del teatro, y naturalmente lo volteamos a ver. Pero en lugar de ir hacia la salida, caminó hacia el escenario. Nos tensamos. Subió al escenario e hizo un gesto con las manos para frenar al público, a Luis Rábago y Amanda Shmelz, que repararon en él y se quedaron quietos, en silencio. El hombre se acercó primero a Rábago y le preguntó, agresivo: “¿Dónde está tu ética?” Luis no respondió nada, solo lo miró. “¿Y ustedes de qué se ríen?”, dijo dirigiéndose al público. “¿No escuchan lo que está diciendo? ¿No tienen ética? ¡No puede ser que se estén riendo de lo que dice!” Mientras pasaba esto, yo me encaminé hacia el escenario. El público estaba callado, tal vez pensando que todo era parte de la obra, tal vez diciéndose: “Qué giro tan raro.” El espectador preguntó: “¿Quién de aquí ha leído la obra original de Ibsen?” Muchas personas levantaron la mano. “¡Es que esto no es Ibsen! ¡Están destruyendo a Ibsen!” Ese era el corazón de su reclamo.
Subí al escenario y me acerqué a él con la mano extendida, como en son de paz. A él le dio la impresión de que me estaba sumando a su causa, pues me recibió con un gesto de bienvenida. Le dije: “Hola, soy David Gaitán, el autor y director.” Esto hizo que cambiara de actitud: “¿Autor de qué? Esto no es Ibsen”, dijo, “además estos actores son malísimos. No saben actuar, son una mierda. Deberían estar haciendo telenovelas”. Allí, unas 10 o 15 personas comenzaron a gritarle que se bajara, que saliera, que era un exhibicionista. Yo le dije que si no le agradaba, podía salirse, pero se negó. Los actores que estaban fuera de escena comenzaron a asomarse, salieron algunos técnicos, se empezó a poblar un poco el escenario. Entonces el tipo empezó a deambular por el espacio como un espontáneo en un estadio de futbol; creo que intentaba esquivar a quien intentara atraparlo (aunque no había nadie persiguiéndolo). “¡No me voy a salir, yo pagué mi boleto!” “No es nuestra obligación agradarte”, le dije. Empezó a subir la tensión y el tono de lo que decía el público, le gritaban: “¡lárgate! ¡eres un pendejo!” De pronto el sujeto dejó de moverse y se acostó sobre la escenografía, junto a Luis Rábago, que me miraba como diciéndome: “No te enganches, no le entres.”
Después de un rato llegó la seguridad del CCB. Cuando el sujeto se negó a salirse una vez más, lo agarraron de los brazos para levantarlo, pero yo les pedí que lo dejaran. Era algo muy raro, porque era como si yo tuviera la autoridad ahí. Era el director, pero este era un tema que competía a las autoridades del lugar; yo estaba parado ahí, como esperando que el problema se resolviera solo… y ocurrió: supongo que el tipo se asustó con los gritos del público y demás; sintió cómo el asunto se desbordaba. Se levantó y dijo (sin conceder, y sin dejar de lado su tono violento): “Me puedo salir solo”. Se fue aplaudiéndole al público: “Síganse riendo, síganse riendo…”
Yo hice una especie de team back con los actores, les dije que continuaríamos con la función, que se iba a enrarecer todo pero que se concentraran en la obra. El público aplaudió el hecho de que fuéramos a continuar, pero en efecto, todo se volvió extraño: totalmente silencioso. El público no disparaba, no celebraba, no se reía, no opinaba. Más tarde los actores me dijeron que era como actuar en la cocina, solos. Al final subí junto con todo el equipo a los aplausos, y aclaré que lo que había pasado no era parte de la obra. Aun así, el grueso del público se quedó totalmente desconcertado con lo que pasó, incluso hubo gente que me comentó que aun cuando yo lo aclaré al final de la función, seguían pensando que todo era parte de la obra. Que incluso que yo subiera y hablara era parte de la obra.
¿Tuviste algún otro contacto con el espectador?
Sí, nos escribió mensajes muy violentos a mí y a todos los que encontró de la Compañía en Facebook. Al día siguiente teníamos otra función y no sabíamos si iba a volver, o si su intervención habría activado a otras personas. Se hizo una junta con el coordinador nacional de teatros para hablar de lo que había pasado. Básicamente nos dijeron: si hoy se vuelve a subir alguien, todos los actores se retiran a los camerinos y tú subes al escenario a ver si se puede resolver; si se resuelve, continúa la función, y si no, se baja el telón y acabamos.
Tener esa conversación fue muy desconcertante, porque se tomó en cuenta un antecedente relativamente reciente: en 1981, la Organización Teatral de la Universidad Veracruzana presentó Cúcara y Mácara de Óscar Liera, en el Teatro Juan Ruíz de Alarcón. Como la obra era muy controversial porque atacaba a la iglesia, se subieron como 50 personas con varillas y palos a madrearse a los actores: les tiraron los dientes y demás, terminaron en el hospital y no mataron a nadie de milagro. Han pasado más de 30 años, pero todos en la comunidad teatral recuerdan este evento y se dicen: “esto no puede volver a pasar”.
Nuestra última función se dio sin contratiempos, pero desde el inicio estuvimos pendientes por si pasaba algo raro. Había gente de seguridad sentada en primera fila, una serie de medidas que se sentían como una derrota para con la convivencia que implica hacer teatro. Se hizo todo esto para que hubiera tranquilidad, pero a nosotros más bien nos angustiaba.
A pesar de todo, el lograr un estímulo así es gratificante ¿cierto?
Es muy estimulante, es gratificante, pero no es una medalla para la obra, porque si esta medalla se otorga a costa del riesgo de que haya un acto de violencia en la realidad, no me parece una insignia digna de presumirse. La obra abre una puerta inusual en términos de interacción, pero pensar que eso da permiso de que un espectador interrumpa la obra y secuestre la experiencia para las 500 personas restantes, en este caso se traduce en un gesto de censura. Pensar que cuando se abre una puerta uno puede entrar y romper todo lo que hay detrás de ella, habla de una sintomatología que no me siento calificado para desarrollar. Habla más de la sociedad que de la obra.
En tu discurso repetiste tres veces que “las provocaciones artísticas no son posturas personales”, ¿qué quisiste decir con eso?
Quería atacar un poco la tendencia a leer lo que se dice en una obra como el reflejo de la postura del artista detrás de ella, sin dejar otra posibilidad de interlocución. Es una discusión amplísima, pero lo que combato es la lectura de un trabajo artístico de manera literal. En estos últimos tiempos, la ficción y la realidad están mezclados de tal modo que pueden llevarnos a lecturas equivocadas. Una malinterpretación hoy tiene consecuencias muy altas, y en la búsqueda por evitarlas se navega en zonas muy seguras: esto contradice los principios básicos del artista, y sucede en todas las artes, no solo en el teatro. Tiene que ver con que la ficción es casi un sinónimo de arte.
Un agradecimiento especial a David Schmitter, quien asistió a la desconcertante función.
Si desean ver la puesta en escena de Enemigo del pueblo, pueden darle click a este enlace.
(San Petersburgo, 1991) es dramaturga y crítica egresada de la carrera de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM y violinista en la Orquesta Mexicana de Tango.