Déjame entrar, un ruidoso reloj de pulsera

Una adaptación siempre es un asunto peligroso. La que ha hecho Jack Thorne de la novela del sueco John Ajvide Lindqvist sucumbe ante ese peligro.
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Sobre el escenario del Foro Shakespeare hay una hilera de espejos que permiten ver qué espectador tiene el rostro iluminado por su teléfono inteligente. Suena, durante la entrada de la audiencia y casi toda la función, música lúgubre que retumba en los estómagos. Las luces se apagan un momento, luego vuelven para mostrarnos dos filas de actores que nos miran. Algunos están detrás de los espejos translúcidos, otros al frente. Todos con los pies sobre una alfombra de algodón sucio que aparenta ser nieve.

Déjame entrar es una adaptación para teatro de Jack Thorne, basada tanto en la novela como en la película del sueco John Ajvide Lindqvist. Quien protagoniza la historia es Óscar, un niño de doce años que sufre fuertes y constantes agresiones por parte de sus compañeros de la escuela. Todo cambia para él cuando conoce a Eli, quien acaba de mudarse a su edificio. Lo curioso es que la llegada de esta pálida chica, coincide con una serie de extraños asesinatos. La obra es dirigida y producida por Hugo Arrevillaga, quien ha destacado en el entorno teatral por levantar obras contemporáneas de gran poder emocional, tales como Incendios y Camino para recuperar mi rostro, ambas del libanés Wajdi Mouawad.

El montaje pretende ser un riguroso reloj de pulsera (que de algún modo reviste a todas las muñecas involucradas). El gran defecto de este mecanismo radica en que el público puede escuchar el crujir de los engranes todo el tiempo. La obra comienza, y no pasan ni dos minutos cuando ya se ejecutaron uno, dos, tres, cuatro cambios de escenografía. El proscenio está hecho de bancos de metal desmontables que los actores y técnicos acomodan a modo de casillero, de cama, de plataforma, de aparador de tienda y de juegos infantiles. Suena espectacular (y podría serlo), pero resulta aparatoso: algunos de estos cambios toman veinte dolorosos segundos, y la escena para la cual trabajan solamente diez o quince. Esto resulta tan ridículo como ajustar la altura del piano para el solista, en vez de acomodar el banquillo.

El frenesí que esto provoca hace eco en el desempeño de los actores, que en vez de seguir el ritmo interno de sus personajes, menean tanto las piernas como la lengua al tempo que impone el segundero. Relaciones que podrían concretarse con una mirada o un silencio lastimero nos son explicadas con peras y manzanas. El engranaje impide que los personajes conecten: no deja que se hablen con franqueza, que se impresionen el uno con el otro, que se detesten o que se enamoren de verdad. Hay momentos incómodos en los que los actores solamente se lanzan diálogos memorizados: se escuchan los puntos suspensivos cayendo como canicas al final de una frase bien aprendida, pero mal asimilada. También hay escenas en las que algún actor se sale totalmente de tono, y comienza a flotar a gritos y gesticulaciones, por encima de sus compañeros de foro.

Hay solamente una escena en la que la conexión emocional se concreta: Eli (Saraswati Valladares) le pide a Óscar (Diego Velázquez) que la huela. Que la huela más de cerca. El olfateo se da y los personajes se sonríen con honestidad. Escucho entre el público un par de suspiros: el efecto se ha logrado. Lo que redondea este instante es el hecho de que los protagonistas fueron elegidos con pertinencia. Los dos parecen niños, tienen todavía las mejillas coloradas, sus ojos brillan. Cabe mencionar el increíble parecido entre Valladares y Lina Leandersson, quien interpretó al andrógino vampiro en el filme sueco; Hugo Arrevillaga opta por resaltar esta similitud, lo cual es una salida fácil para que un arte sirva al otro. Sin embargo el resultado es positivo.

La novela de John Ajvide Lindqvist es oscura. En ella se deja ver la parte sombría del personaje de Óscar en todo momento: las secuelas del trauma salpimentadas con la ingenuidad de lo infantil. Lo mismo sucede en la película, en menor medida, puesto que el libro fue destilado en favor del séptimo arte. La dramaturgia de esta adaptación, por otro lado, es pobre: deja de lado cualquier indicio de que Óscar alberga ciertos pensamientos lúgubres. Por el contrario: está retratado como un niño asustadizo y sin personalidad. La anécdota cobraba sentido en manos de Lindqvist, puesto que Óscar y Eli se complementan armónicamente a nivel de carácter: él necesita a alguien por quién sacrificarse y una válvula de escape para su rabia reprimida; ella necesita a alguien que esté dispuesto a abandonar su cotidianidad para entretenerla y alimentarla. La obra de Jack Thorne apenas y rasca con una uña esta circunstancia, y por desgracia la dirección de Arrevillaga no ayuda. Una adaptación siempre es un asunto peligroso, sobre todo si ya pasó por dos o tres filtros antes de ejecutarse. Pareciera que el trabajo de Lindqvist fue recortado por unas tijeras mal afiladas, y colgados sus retazos de un árbol falso: Låt den rätte komma in se desangró y dio lugar a Déjame entrar, cáscara seca.

A pesar de todo, la obra no peca de aburrida. Hay acción, hay momentos de terror bien logrados, sangre que no luce para nada como una salpicadura de catsup, arrebatos de violencia que enderezan espaldas, que estiran los tendones de los brazos. Hay pocas obras de teatro en México que optan por darle un lugar digno al género del terror, y Déjame entrar hace un buen intento.

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Déjame entrar se presenta en el Foro Shakespeare de la Ciudad de México hasta el 19 de noviembre. Información sobre funciones y compra de boletos aquí.

 

 

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(San Petersburgo, 1991) es dramaturga y crítica egresada de la carrera de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM y violinista en la Orquesta Mexicana de Tango.


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