Cuando uno visita una exposición de arte antiguo, la mirada se desdobla. De manera paralela, aunque no exactamente simultánea, conviven la mirada discursiva –la que atiende al contexto en que las obras fueron creadas, a los datos biográficos del autor– y la mirada sensible, poética. Ambas se complementan y se solapan. Se turnan e imponen su filtro particular. La segunda se nutre de la primera y, si hay suerte, llega un momento en que se emancipa de ella. Al fin y al cabo, uno no visita exposiciones para leer cartelas.
La exposición Pasiones mitológicas del Museo del Prado es un ejemplo perfecto de esa mirada desdoblada que exige la lectura del arte antiguo, y visitarla “con lo puesto (intelectualmente hablando)”, por emplear la expresión de José María Parreño, es renunciar a buena parte de su disfrute. Todo dato que ayuda a dar contexto a una obra la enriquece, aunque no todos son igual de imprescindibles. Saber que Tiziano pintó la serie de cuadros mitológicos que se exhiben aquí por encargo de Felipe II, y que es la primera vez en más de cuatrocientos años que cuelgan juntos, sin duda alterará para bien nuestra mirada. Ignorar estos hechos, sin embargo, no impedirá su lectura como obras de arte. A lo que uno no puede renunciar es a conocer los relatos mitológicos en los que se inspiran. No se requieren arduas horas de estudio, ni siquiera leerse enteras las Metamorfosis de Ovidio, fuente principal a la que recurrían los pintores del Renacimiento y el Barroco para crear este tipo de obras. Basta con acudir al índice de una de las muchas ediciones modernas que existen para localizar el (generalmente breve) relato en cuestión.
Leer la cartela de una obra –o, mejor, el pasaje de Ovidio al que esta hace referencia– es el pequeño empujón que nos permite abandonar el mundo de la literalidad y entrar en un “espacio de sentimiento”, en palabras de Alejandro Vergara, co-comisario de la exposición del Prado. Nos permite descifrar, por ejemplo, el catálogo de emociones que recoge una obra como Diana y Calisto: pasamos la mirada de un rostro a otro, de un gesto a otro, y hacemos nuestras la vergüenza y el terror de la ninfa Calisto. Inmovilizada, sus ojos enrojecidos observan cómo una de las esbirras de Diana desvela triunfalmente su vientre hinchado. El descubrimiento de su embarazo le costará su expulsión de la corte de la diosa, que aparece sentada sobre un trono improvisado mientras dicta su sentencia. A la derecha de esta aparece otra ninfa, agachada, que dirige a su señora la mirada fascinada y temerosa reservada a los tiranos. Poco importa que el embarazo prohibido de Calisto sea fruto de una violación, y quizá lo más sobrecogedor de la escena sea la manera desapasionada y algo burocrática con que la diosa pronuncia el castigo. Y, sin embargo, se trata de una imagen extremadamente bella: el crepúsculo rosáceo y lechoso del cielo, los perfiles difuminados, la morbidez de la carne. Buena parte de la fascinación que produce el cuadro reside en este hiriente contraste entre la sensualidad extremada de las formas y la crueldad de los actos.
En el siglo XVI, la mitología clásica representaba un campo de libertad artística. Libres de las obligaciones didácticas, moralizantes o propagandísticas de la pintura religiosa e histórica, los pintores empleaban las fábulas de Ovidio y otros poetas antiguos para mostrar su destreza e inventiva. Coleccionistas como Isabella d’Este fomentaron estas muestras de originalidad, encargando cuadros mitológicos a los pintores más famosos del momento. Todo ello formaba parte del proceso de emancipación del artista moderno. No es casual que por esos mismos años empezara a generalizarse en Italia el término poesia para referirse a pinturas cuyo objetivo era el disfrute de los sentidos, especialmente las de temática mitológica. El empleo de la palabra “poesía” no era inocente: los pintores reivindicaban así que el suyo era un oficio tan intelectual (y tan poco mecánico) como el de los poetas.
Que los seis cuadros mitológicos que Tiziano pintó para Felipe II se conozcan con el nombre de “poesías” se debe a que es así como el propio pintor se refirió a ellos en las cartas donde informaba al rey de sus progresos. Como afirma Miguel Falomir, el otro comisario de Pasiones mitológicas, con este autonombramiento como poeta Tiziano “proclamaba su libertad no solo para interpretar los textos que visualizaba, sino también para suplirlos con la imaginación cuando así lo demandaba la lógica dramática”. El caso paradigmático es su Venus y Adonis, donde se inventa un episodio que no aparece en los textos clásicos.
Escenas como esta podían convertirse, además, en auténticos foros de debate artístico. Venus y Adonis es, de hecho, todo un manifiesto en el que Tiziano tercia en las disputas teóricas que dominaban su época: al mostrar a una figura de frente y otra de espaldas, reivindicaba la capacidad de la pintura para representar las tres dimensiones, logro que los escultores se atribuían en exclusiva; con la riqueza de su paleta, trataba de demostrarles a los seguidores de Miguel Ángel que el color primaba sobre el dibujo a la hora de representar la naturaleza; al incluir un Cupido en un forzado escorzo quiso mostrar que, si se lo proponía, podía dibujar igual de bien que cualquiera. Además, la figura de Venus, con sus extraordinarias carnaciones y su actitud activa, dota a la escena de una calculada carga erótica. Para muchos contemporáneos, era precisamente esta capacidad de despertar deseo en el espectador la que definía la calidad de las obras de Tiziano.
La utilización libérrima que hicieron los artistas del Renacimiento de la mitología clásica revela un cambio de actitud hacia el mundo antiguo. A diferencia de lo que sucedía en la Baja Edad Media, ya no era necesario aplicar una pátina cristiana a los comportamientos escandalosos de los dioses antiguos, tal y como sucedía en los populares “Ovidios moralizados”. La fascinación que artistas como Tiziano mostraron hacia el mundo de los mitos fue una fascinación erudita y emocional, libre de juicio moral. Recuperaron sus formas y una vaga idea de vida muelle que les permitió justificar la inclusión de cuerpos desnudos, algunos con abiertas connotaciones lujuriosas. A este erotismo, imposible de trasladar a otros géneros pictóricos, se le sumaban otras inquietudes innovadoras: en uno de los cuadros de Poussin presentes en la exposición del Prado, el tema mitológico es una mera excusa para representar un paisaje, auténtico protagonista de la obra. A la hora de enfrentarse a los mitos clásicos, a los artistas del Renacimiento y el Barroco les interesó relativamente poco el contenido o, mejor, les interesó en función de su potencial poético; una mitología no vivida, sino prestada. A esto lo llamaríamos hoy apropiación cultural.
La exposición del Museo del Prado es una riquísima reunión de apropiaciones, que es la mejor forma de homenaje. Quizá no exista mejor ejemplo que Las hilanderas de Velázquez, que los comisarios han colgado inteligentemente junto al Rapto de Europa de Tiziano. Entre ambos cuadros media un siglo, durante el cual las imágenes del italiano se convirtieron en una fuente de inspiración para los artistas tan relevante como los textos antiguos en los que se inspiraban. Al formar parte de las colecciones reales, Velázquez pudo estudiar el cuadro de Tiziano, y en Las hilanderas lo colocó como tema del tapiz que Aracne teje en su concurso con la diosa Minerva. Con esta aberración cronológica, sitúa al pintor veneciano no como receptor e intérprete de los mitos clásicos, sino como su inspirador. Al situar en primer plano, además, unas figuras ajenas a la escena mítica, pintadas con enorme solvencia técnica, Velázquez se proclama orgulloso sucesor (y superador) de Tiziano. Las hilanderas es un nuevo manifiesto en favor de la consideración intelectual de la pintura: el pintor no solo copia la realidad, sino que es capaz de crear una realidad paralela, regida por una lógica y unos códigos propios.
Frente a un cuadro, el paso de la mirada racional a la mirada poética exige la misma suspensión de la incredulidad que adoptamos cuando leemos una novela o vemos una película. La mirada discursiva, literal, es un recurso imprescindible para entender una pintura como objeto histórico, pero es paupérrima a la hora de juzgarla como creación artística. Una exposición como Pasiones mitológicas está llena de referencias históricas, literarias y metaartísticas, es cierto, pero son pocas las verdaderamente imprescindibles. En última instancia, lo único que nos exige el arte es que nos dejemos engañar.
Es traductor y crítico de arte.