FotografĆ­a: Ricardo Velasquez

Modesta celebraciĆ³n de Mario Lavista

Mario Lavista cumple setenta aƱos.Ā 
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Durante una Ć©poca yo y Mario Lavista jugĆ”bamos billar, ese juego elegante y fino ā€“como el baile del pingĆ¼inoā€“ que exige cerebro de astrofĆ­sico, precisiĆ³n de relojero y largos brazos de chimpancĆ©. Yo, que carezco del tercer atributo, invariablemente cantĆ© derrota ante la abundancia del de Mario. Bueno, pues siempre adelante en el rosario de las carambolas, tambiĆ©n va invicto en el de los cumpleaƱos: acaba de cumplir setenta. Me alegro: en algo tenĆ­a que perder.

Ha tenido el gusto, Mario, de ufanarse de mi amistad ante personas excelentes que deseaba impresionar, como Gerhart Muench ā€“que tocĆ³ para mĆ­ la ā€œBarcarolaā€ de Chopinā€“ y, alrededor de su cĆ”lida Sandramesa, a amigos como la etĆ©rea Joy Laville, el extraƱado JoaquĆ­n GutiĆ©rrez Heras, Juan Arturo Brennan, el pianista Alberto Cruzprieto o la feliz arpista Mercedez GĆ³mez Benet.    

En nuestras cuatro dĆ©cadas de amistad, ademĆ”s, hemos trabajado juntos en cualquier cantidad de iniciativas. Por ejemplo, en algunos escritos mĆ­os sobre los huicholes o los tarahumaras, los saunas de lodo del NiƱo Fidencio o las tribulaciones de Cabeza de Vaca, que NicolĆ”s EchevarrĆ­a admirĆ³ a tal grado que los convirtiĆ³ en pelĆ­culas, siempre con la mĆŗsica de Mario que, felizmente, lo mismo que la cinematografĆ­a de NicolĆ”s, no distrae demasiado de mis textos. 

O cuando hace treinta aƱos fundamos Pauta. Cuadernos de teorĆ­a y crĆ­tica musical ā€“que continĆŗa apareciendoā€“ y yo tomĆ© dos acertadas decisiones: poner como su director a Mario y, luego, aceptar su desesperada demanda de fungir como su jefe de redacciĆ³n, cargo en el que despuĆ©s hicieron lo posible por estar a mi altura Juan Villoro, Luis Ignacio Helguera y, hasta la fecha, Luigi Amara.     

En el terreno de la creaciĆ³n musical Mario tambiĆ©n ha colaborado conmigo. Recuerdo su asombro cuando me escuchĆ³ tocar una melodĆ­a (de mi propia inspiraciĆ³n) en una copa de cristal, frotando sus bordes hĆŗmedos con gran pericia, y con un dedo. Poco tiempo despuĆ©s ya habĆ­a compuesto para mĆ­ Marsias, para oboe y ocho copas de cristal, en cuyo estreno participĆ© gloriosamente (a pesar de las desafinaciones de Arnaldo Coen en la copa vecina).

Hace unos diez aƱos tambiĆ©n compuso para mĆ­ GargantĆŗa

preciosa obra para narrador (yo), orquesta sinfĆ³nica y coro infantil, inspirada en algunas escenas de la inmortal novela de FranƧois Rabelais, que estrenamos en la Sala Netzahualcoyotl con la OFUNAM, bajo la direcciĆ³n de Edmond Colomer, y fui muy ovacionado y, al parecer, Mario tambiĆ©n.  

El Ćŗnico reproche que le tengo a Mario es que nunca haya prestado atenciĆ³n a mis proyectos de composiciĆ³n musical. GastĆ© aƱos convenciĆ©ndolo de ayudarme a realizar una idea genial: ā€œEl principioā€ es una obra para orquesta en un solo descarnado movimiento, muy agitato y bastante crescendo, que es un pastiche de los compases finales mĆ”s estrepitosos del repertorio sinfĆ³nico ā€“Rossinis, la 6a de Mahler, la 7a de Shostakovich, la ConsagraciĆ³n de Stravinsky, la 2a de Sibelius, los ā€œCuadrosā€ de Mussogorsky/Ravel, etc. Puros finales, uno tras otro, bien ensamblados, como en un inacabable post-coitum, hasta llegar al ā€œHuapangoā€, cuyos Ćŗltimos compases se repiten dos minutos seguidos hasta poner al respetable en un total estado de histeria y pidiendo a gritos un principio.   

TambiĆ©n desdeĆ±Ć³ escribir al alimĆ³n conmigo mi famoso concierto nĆŗmero uno para orquesta y carro de camotes, que ya describĆ­ alguna vez. En el intermedio, los tramoyistas meten solemnemente el carro de camotes al escenario, con su horno ya encendido y llenando la sala con su aroma a fogata. Entran el director y el virtuoso carrodecamotista metidos en sus fracs. Comienza el allegro y, sobre los listones de las cuerdas, se arranca en larguĆ­simo portamento el formidable y lĆ­rico berrido del carro de camotesā€¦ Las cuerdas atacan con furia, las percusiones se ponen en actitud de defensa personal, los metales huyen despavoridos. Cuando se desinfla por fin el berrido, entra, obviamente, un arpa triste.

El concierto pasa a la historia de la mĆŗsica como “La Lloronaā€ o ā€œLa Mexicanaā€, o las dos.

Lo graba Dudamel: gloria sin fin.

Lavista se lo perdiĆ³. 

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Es un escritor, editorialista y acadƩmico, especialista en poesƭa mexicana moderna.


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