Vive l’amitié!: las cartas entre Matisse y Bonnard

En la primera mitad del siglo XX, Henri Matisse estaba considerado uno de los pintores vanguardistas más importantes; Pierre Bonnard, en cambio, nunca se pudo quitar el sambenito de "reaccionario" por su estudio del impresionismo . En 'Cartas entre dos amigos', ambos comparten una sincera admiración por la pintura del otro.
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Cuentan que en una ocasión Pierre Bonnard acudió al Musée du Luxembourg de París y recorrió sus salas hasta dar con un cuadro suyo que llevaba varios años colgado allí. Lo acompañaba su amigo y también pintor Édouard Vuillard, y Bonnard lo convenció para que distrajera al vigilante mientras él sacaba una caja de pinturas de su chaqueta y retocaba el cuadro. No hay constancia de que la historia sea cierta, pero merece serlo. Como poco, es verosímil.

A Bonnard le costaba mucho dar por terminados sus cuadros, y era habitual que trabajara sobre varios a la vez. Hay una célebre serie de fotografías de Brassaï en la que se lo ve ante una pared llena de lienzos sin bastidor, pincel en mano, retocando aquí y allá. A partir de la década de 1920, cuando se recluyó con su mujer Marthe en una casa en Le Cannet, cerca de Cannes, la de Bonnard fue una pintura inundada de memoria; a base de pinceladas, trató de replicar esos momentos de iluminación casi onírica en los que una melodía o un olor determinados nos arrancan del aquí y ahora. Los retoques que podía hacerles a sus cuadros eran, por tanto, potencialmente infinitos: los recuerdos son algo que la mente presente se empeña constantemente en corregir.

Bonnard pintaba sobre todo de memoria, pero partía siempre de una fuente muy concreta. Cuando su amigo Henri Matisse le sugirió abandonar temporalmente su reclusión, le respondió que lejos de Le Cannet “perdería todo aquello que constituye el fondo de mi existencia: el contacto constante con la naturaleza y mi tipo de trabajo”. La cita proviene de una carta que Bonnard le escribió a Matisse en 1940 y puede leerse en Cartas entre dos amigos, publicado este año por Elba y traducido por Ernesto Hernández Busto. El breve epistolario es la constatación de la estrecha afinidad entre dos de los grandes artistas del siglo XX.

Aunque el primer intercambio data de 1925 –una postal en la que Matisse se limita a enviarle a Bonnard desde Ámsterdam un efusivo “Vive la peinture!”– el grueso de la correspondencia se concentra entre los años 1940 y 1941. Es razonable suponer que la incertidumbre impuesta por la guerra avivara su necesidad de comunicarse. A veces estas cartas son solamente eso, puro deseo de comunicación, una necesidad de constatar la presencia de una voz amiga con la que compartir las dudas y las penas. En estos años, Matisse y Bonnard son casi vecinos –el primero vive en Niza, a escasos treinta kilómetros de Cannes– pero sus ganas de verse quedan casi siempre en nada, más por motivos de salud que por la guerra. En 1940 ambos pintores han superado los setenta años, y sus cartas están plagadas de referencias a los achaques de la edad, leves y no tan leves. Más de una visita a Niza o Le Cannet acaba frustrándose por enfermedad, y hay constantes temores a las corrientes de aire y a las posibles incomodidades de los viajes. “Tengo mucho cuidado de no hacerme el joven”, dirá Bonnard.

Podría pensarse que estamos ante un par de ancianos achacosos, venerables pero con lo mejor de su obra a sus espaldas, dedicados a hablar del tiempo y de su estado de salud. La caricaturización de la vida de los grandes artistas por parte de sus hagiógrafos (y, más recientemente, por todos aquellos que recelan de la propia palabra “grande”) ha hecho un flaco favor a nuestra comprensión de la creación artística. “Solo una visión heroica y falsa de la creación puede hacernos creer que las obras maestras se realizan en las alturas y entre ensoñaciones”, dice Jean Clair en el prefacio de Cartas entre dos amigos. En realidad, apostilla, “son el fruto de las luchas ganadas a una vida cotidiana gris y sombría”. Y tanto a Matisse como a Bonnard les quedaban cosas por decir.

Cuando se hacen divisiones apresuradas de la historia del arte, Bonnard y Matisse suelen caer del mismo lado, el de los “coloristas”. Pero más allá de este vago apelativo compartido, lo cierto es que las carreras de ambos siguieron trayectorias hasta cierto punto antagónicas. Cuando Matisse, que maduró como pintor relativamente tarde, ocupó su puesto de cabeza visible de la vanguardia, la estrella de Bonnard estaba ya en plena caída. En la última década del siglo XIX había sido uno de los líderes del movimiento nabi (del que Matisse podría considerarse heredero) y fue un reconocido artista gráfico cuyos diseños influyeron nada menos que en Toulouse-Lautrec.

Con el cambio de siglo, sin embargo, sintió que su obra se había estancado, y en vez de hallar inspiración en el expresionismo o el cubismo incipiente, echó la vista atrás y redescubrió el impresionismo. La elección iba desacompasada con los tiempos, y la vanguardia a la que hasta hacía poco había pertenecido lo pasó por encima. Antes de cumplir los cuarenta años Bonnard se volvió anticuado. A pesar de que su estudio del impresionismo desembocaría, sobre todo a partir de los años 20, en una de las obras más intensas y coherentes del siglo XX, el de “reaccionario” sería un sambenito que nunca lograría quitarse del todo.

No toda la vanguardia le dio la espalda, como demuestra Cartas entre dos amigos. Resulta aleccionador que fuera justamente Matisse –el único artista capaz de concitar un respeto equiparable al de Picasso en los círculos vanguardistas– quien diera muestras de un aprecio sincero hacia su obra y recurriera a él en momentos de estancamiento creativo. “Seguramente la visión de su pintura aligerará el muro que tengo ante mí en este momento”, le dirá a Bonnard en septiembre de 1940. Ese mismo año, Bonnard le había expresado su deseo de visitarlo en Niza para “ver otra pintura que no sea la mía”.

¿Qué podían aportarse estos dos artistas que, al margen del manido “colorismo”, abordaban la pintura de manera aparentemente tan distinta? Por seguir con las etiquetas, siempre imprecisas, Matisse era un pintor mucho más “conceptual”. Buscaba una simplificación radical de la naturaleza, reducirla casi a signo. Bonnard, en cambio, fue el pintor de la acumulación. Basaba su obra en el instante concreto, y los perfiles borrosos de sus figuras y paisajes son una traslación plástica de la dulce e hiriente imprecisión de los recuerdos. Para Bonnard, sin embargo, tener siempre en el rabillo del ojo la pintura depurada de Matisse constituía probablemente un aviso contra la languidez. Por su parte, Matisse admiraba la mirada directa y espontánea que Bonnard arrojaba sobre la naturaleza, y bien pudo servirle de acicate cuando empezó a temer que su propia pintura, de tanto simplificar, pudiera perder el contacto con la vida. (Resolvería el dilema unos años después con sus asombrosos papeles recortados.)

La correspondencia entre Bonnard y Matisse se reduce a menudo a unos parrafitos informativos, breves comunicaciones que alivian la necesaria soledad del pintor. Las reflexiones en torno a los avances y estancamientos de su obra están teñidas del aprecio personal que se tienen. Abundan los comentarios afectuosos, que adquieren especial intensidad en los momentos más penosos de sus biografías: una operación cercana a la muerte en 1941, en el caso de Matisse; el fallecimiento de Marthe en 1942, en el de Bonnard. Al lector no le sorprenderá que el libro termine con una cariñosa y admirativa posdata de Matisse, cuya lectura se ve ensombrecida por la congoja que produce el final de todo epistolario. Algo más de medio año después, Bonnard moría en Le Cannet.

Cabría añadir una última posdata que Bonnard, por fuerza, no pudo leer. El mismo año de su muerte se celebró una exposición retrospectiva en su honor y Cahiers d’art, algo así como el Pravda del arte de vanguardia, publicó un editorial titulado “Pierre Bonnard: ¿es un gran pintor?”. Entre otras cosas, el artículo concluía que quienes apreciaban su pintura no eran verdaderos amantes del arte, sino personas de gustos fáciles y ligeros; Bonnard no sería más que un amable decorador. Con ello se certificaba lo que ya circulaba entre los entendidos del arte moderno, y esta apreciación crítica predominaría al menos un par de décadas más. Las mejores amistades perduran incluso después de quedarse cojas, y sabemos por su hijo Pierre que Matisse entró en cólera tras leer el editorial de Cahiers d’art. En su ejemplar de la revista, que aún se conserva, anotó en letras bien grandes: “¡Sí! Yo certifico que Pierre Bonnard es un gran pintor, para hoy y sin duda para el futuro”.

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Es traductor y crítico de arte.


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