Family Reunion, Carrie Mae Weems, 1978-1984. Jack Sheinman Gallery y Brooklyn Museum.

La “segunda ola” feminista no fue blanca

La historia del arte feminista es una que sabe corregir sus recuerdos: las artistas afroamericanas, chicanas, mexicanas iniciaron en el feminismo al mismo tiempo que las artistas blancas y estadounidenses.
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A Raúl, Estefanía y Joaquín

 

Hay certezas de las que no podemos fiarnos porque nos llevarían a concluir, entre otras cosas, que en la “segunda ola” del movimiento feminista se enfilaron solamente las mujeres blancas y estadunidenses, universitarias y de clase media que conocemos de sobra y, ya encarrerados, a afirmar que fue mucho después que aparecieron las afroamericanas, chicanas, mexicanas. Ellas empezaron en el feminismo al mismo tiempo que las blancas: 1970, 1971, 1973, 1974, 1984 son las fechas que lo confirman.

 

Las Mujeres Muralistas ya pintaban en 1973 las paredes del barrio latino de San Francisco. Cuenta Terezita Romo que, cansadas de que el muralismo chicano fuera otra “provincia de los hombres artistas”, Patricia Rodríguez, Graciela Carrillo, Consuelo Méndez e Irene Pérez pintaron la puerta de un garage del Balmy Alley, un callejón que hoy es un conocido por sus muros que se convirtieron en una colección de arte público. En sus entrevistas con Romo, el colectivo de mujeres explicó que quiso apartarse de los temas y la iconografía de los artistas chicanos. “Todos los héroes eran hombres. Parecía que los acontecimientos históricos sólo le ocurrían a los hombres” y por eso en el centro del mural Latinoamérica se ve a un par de mujeres indígenas criando a sus hijos, mientras que a la derecha aparecen otras –¿una de ellas, estudiante?– junto a los hombres y formando, como ellos, parte de la esfera pública. También están en uno y otro extremo, vestidas con trajes típicos, en el campo y en alusiones al pasado prehispánico: si la consigna del movimiento chicano fue introducir la historia de México en Estados Unidos, la de las chicanas fue que esa historia no excluyera a las mujeres.

Un par de años antes, las afroamericanas dieron la misma batalla. Excluidas del brazo estético de las organizaciones, Kay Brown, Dindga McCannon y Faith Ringgold fundaron el colectivo Where We At y montaron su propia exposición: “nosotras hicimos el catálogo, volantes con las fotos de todas y un resumen de cada obra. Fue una gran inauguración, se convirtió en un evento mediático: de pronto, las artistas negras fueron descubiertas”, recuerda McCannon.

 

Incluso un año atrás, en 1970, Michele Wallace y la misma Ringgold circularon un manifesto que denunció “la exclusión de las mujeres negras de TODAS las exposiciones”, pues éstas solían reconocer a unos cuantos de sus colegas consagrados –token niggas, los llamaron Wallace y Ringgold–, sin considerar el trabajo que ellas hacían. El documento es contundente porque cancela la posibilidad de definir el “arte negro” como un movimiento en el que sólo participan los hombres y exige que en cada exposición haya paridad de género y se reproduzca la “distribución étnica del sitio donde la muestra sea montada”.

 

Como lo hicieron otras, Ringgold trabajó el racismo y la discriminación de las mujeres –en particular, la de las afroamericanas–, en las artes visuales. En 1969, cuando Estados Unidos celebraba como un triunfo nacional que el hombre (blanco y no ruso, pero mucho menos negro) hubiera llegado a la Luna, la pintora decidió echar mano del símbolo patrio por excelencia para denunciar a una civilización que se congratulaba de sus avances tecnológicos mientras se empeñaba en ignorar la desigualdad dentro de sus fronteras. Flag for the Moon aprovecha los colores y las franjas de la bandera estadunidense para escribir de manera casi imperceptible –como imperceptible se quería entonces que fuera el racismo– la frase “Die Nigger”: una estrategia visual que hace elocuente lo que se quiere invisible. Ringgold usó el mismo recurso cuando pintó a un hombre blanco, una mujer blanca y un hombre negro, pero no a una afroamericana, en The Flag is Bleeding.

 

Mientras The Black Panthers y el movimiento chicano negaban un papel protagónico para las mujeres dentro de sus organizaciones –algo contra lo que bell hooks escribió en Ain’t I a Woman, Black Women and Feminism–, Ringgold, Betye Saar, Howardena Pindell, Judithe Hernández intentaban conciliar racismo y feminismo.

Pero hay que decirlo: se distanciaron del Movimiento de Liberación de las Mujeres, porque también ahí pasaron por la contradictoria pero común experiencia de toparse de frente con la discriminación dentro de un movimiento social antidiscriminatorio. La cubana Ana Mendieta, por ejemplo, abandonó la Galería A.I.R., fundada en 1972 para exponer el arte de las mujeres, “furiosa porque a ella pertenecían principalmente las blancas de clase media”.

Tampoco puede decirse que el arte feminista sea exclusivo de una nación. En su estudio doctoral Arte feminista latinoamericano. Rupturas de un arte político en la producción visual, la historiadora y artista hizo un “catastro de más de 70 artistas” del continente que inicia desde la década de los 70. Entre los documentos que recupera está el tríptico de una conferencia de arte feminista en México en el año de 1979 y el volante de la Muestra Feminista Colectiva de 1978.[1]

 

Gracias a Archiva, el expediente de obras feministas que hizo Mónica Mayer, sabemos que grupos como Polvo de Gallina Negra (creado por la misma Mayer y Maris Bustamante) y Tlacuilas y Retrateras (en el que participaron Mayer, Karen Cordero, Ana Victoria Jiménez y Consuelo Almeida, entre otras) hicieron una serie de “performances, proyectos visuales y acciones político-plásticas” en la Ciudad de México durante la década de los ochenta.

No podemos fiarnos de los vistazos y las primeras impresiones, las definiciones angostas y las historias fáciles. Si pensamos que las feministas son sólo aquellas que así se nombran, que basta con enlistar a las líderes de los movimientos más visibles, perderemos de vista a buena parte de las mujeres de la así llamada segunda ola.

Aunque se ha querido decir que el punto de partida fue Fresno, California –pues fue ahí donde Judy Chicago impartió el primer programa de arte feminista– y se insista en reseñar la Womanhouse –la instalación de 1972 que salió de su primera generación de alumnas–, sólo hace falta recorrer unos cuantos kilómetros al oeste y rumbo a San Francisco, al este en dirección a Nueva York o cruzar la frontera entre Estados Unidos y América Latina para descubrir que el movimiento de las mujeres en las artes visuales ocurrió, como lo hacen los brotes, en más sitios, con otras caras y otros nombres, entre afroamericanas, mexicanas, chicanas, argentinas…

Tanto así que la idea misma del cánon feminista ha caído en desuso. Con humildad y cautela –para no arriesgarse a las distorsiones–, hablamos ahora de “puntos nodales”,[2] es decir, de un andar en paralelo, de focos en plural, de redes que se extienden hasta quién sabe dónde y que a veces se entrelazan, por lejos que estén una de otra. Y es que uno nunca sabe cuándo (pero sabe de antemano que así sucederá) será descubierto otro grupo, otra artista de la segunda mitad del siglo XX. Lo escribo así porque hace unos días me encontré con un artículo sobre la primera asociación de mujeres artistas asiático-estadunidenses: la del feminismo es una historia que sabe corregir sus recuerdos.

 

 

[1] Aunque Antivilo enfatiza que el arte feminista en México era “incipiente”, estaba aislado del mundo artístico y era autogestionado por las propias artistas, en lo que coincide con ella Karen Cordero.

[2] Un buen ejemplo de este tipo de análisis es el de Nina Lykke, Feminist Studies. A Guide to Intersectional Theory, Methodology and Writing, Routledge, Nueva York, 2010.

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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