El 15 de octubre de 2005 moría el pintor Ramón Gaya. Tras participar en empresas como las Misiones Pedagógicas en tiempos de la Segunda República, sufrió el desgarro del exilio –primero en México y, después, en Italia– antes de regresar a España en la década de 1970. Ferozmente independiente, mantuvo una relación crítica con el arte de su tiempo y plasmó su visión particularísima de la pintura en ensayos deslumbrantes como El sentimiento de la pintura. Miriam Moreno Aguirre fue amiga personal del pintor y es una de las mayores expertas en su obra. Entre los textos que le ha dedicado, destaca Otra modernidad. Estudios sobre la obra de Ramón Gaya (Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso 2017), posiblemente el análisis más exhaustivo de su trayectoria artística e intelectual. En esta entrevista, realizada a los veinte años de la muerte del pintor, la autora aborda algunas de las preocupaciones de Gaya y reivindica su legado.
Aunque el nombre de Gaya es conocido entre los aficionados a la pintura, no suele aparecer en un lugar especialmente destacado entre las grandes figuras del arte español de la segunda mitad del siglo XX. ¿Se debe esto en parte a que tenía una relación, digamos, problemática con el mundo del arte?
Lo primero que perjudicó a Ramón Gaya fue el exilio. Volvió a España en los años 60, pero siguió viviendo temporadas en Roma hasta los 70, cuando ya se instaló definitivamente en España. Con personas como María Zambrano o Bergamín sí se contaba de alguna manera, aunque estuvieran en el exilio. Pero en el caso de los pintores, si no te exponían, era más difícil. Además, Ramón Gaya no era un pintor abstracto. La pintura abstracta empieza a dominar en España sobre todo a partir de los años 50. Hay una paradoja, y es que en esos años las autoridades culturales franquistas consideran que es una buena oportunidad promocionar a los pintores abstractos para mostrar una mayor apertura del régimen de cara al público internacional. Lo cual repercute en que los pintores que hacen una pintura figurativa queden completamente postergados en ese momento, salvo excepciones. Cuando Ramón Gaya vino a España en 1960, hizo una exposición en la galería Mayer a la que apenas fue gente. Presentes estuvieron Bergamín, Buero Vallejo y cuatro amigos más.
Gaya tuvo un desencanto con el arte de vanguardia a una edad muy temprana, y ya entonces parece germinar una idea de la que luego hablará mucho en sus escritos y sus entrevistas: la separación entre lo que él llama “arte artístico” y “arte creador”. ¿En qué se diferencian ambas cosas?
Él consideraba que la pintura era algo que nacía en el pintor. Es como si la pintura fuera una fuerza de la naturaleza que habita en ciertos individuos, y que el creador lo es desde que nace. En cambio, el arte artístico es algo fabricado, donde hay una especie de voluntad, de empeño en llegar a conseguir una obra artística. Para él, el sentimiento de la pintura era lo que tenía que habitar al creador para que la obra realmente naciera. El arte artístico era un arte que tenía mucho más que ver con algo social, con un momento determinado en la historia. Para Ramón, un ejemplo de arte artístico era D’Annunzio. Otro ejemplo, que puede resultar sorprendente, era Leonardo da Vinci. ¿Por qué? Porque le parecía más un científico o un ingeniero que un pintor. Para Ramón, la pintura no era algo mental, sino un sentimiento, algo que se encarnaba. Sería lo contrario a la deshumanización del arte. El arte deshumanizado que describe Ortega es un arte que ya no se interesa por la representación del cuerpo humano y que tiene más que ver con lo técnico, con lo maquinal.
Podría decirse que el artista que mejor encarna la forma de ver el arte de Gaya es Velázquez, a quien dedica uno de sus textos más hermosos, Velázquez, pájaro solitario. Aunque en sus escritos habla de otros pintores que están, para él, en lo más alto (Rembrandt, Tiziano, Van Eyck), Velázquez siempre acaba ocupando un lugar especial. ¿Por qué?
Gaya comparte con María Zambrano la idea de que la realidad es sagrada, y Velázquez es como el gran creador que salva la realidad, la transfigura. Es como si fuera la pintura misma. Aunque Tiziano da una nota altísima y es una de las cumbres de la pintura junto con Rembrandt o con Van Gogh, Velázquez está como “más allá”. Yo creo que Gaya se inspira, en cierto sentido, en el texto de Ortega [Papeles sobre Velázquez y Goya], cuando dice que Velázquez supera la pintura idealista de los pintores del Renacimiento y trae a la realidad mitos como el de Baco o Aracne. Velázquez salva lo real en ese sentido, en el sentido de que hace que lo real sea una obra de arte. Para María Zambrano y Ramón Gaya, la máxima expresión de lo humano, de lo humano que ya es cercano a lo divino, está en el cuadro de El niño de Vallecas. Para ellos, Velázquez está conectado con la divinidad, en el sentido de que capta en la realidad ese algo que es sagrado. Piensan que el arte, el arte de verdad, saca lo que hay de sagrado, de oscuro, en la realidad, lo que está escondido en ella. Eso que es milagroso aflora a través del arte. Tienen una idea muy mística del arte. Del arte y de la poesía también.
Gaya es original en muchas cosas, pero también en la actitud que, para él, hay que exigirle al artista. Es muy poco romántico, en el sentido de que no cree que el artista deba “volcarse” en la obra.
Claro, no es un personalismo. El artista tiene de alguna manera que vaciarse o crear como un vacío, un hueco. ¿Para qué? Para recibir la obra. Si el artista está lleno de narcisismo o está encantado de haberse conocido, la pintura no acude, o no acude el verso. Es casi como una ascesis, eso que Simone Weil llamaba “atención extrema”. También dice que la creación es una fe, no en el sentido de la religión, sino en el sentido de que si estás convencido de que el arte ha muerto y no se puede hacer otro arte que no sea el que está prescrito y lo que está de moda, entonces nunca vas a hacer esa obra, porque a la obra la tienes que esperar.
Hemos tocado brevemente el exilio, que, como a tantos otros artistas e intelectuales de su generación, marcó profundamente a Gaya. El suyo comienza en México, donde siempre dijo que experimentó una especie de ayuno artístico. El arte que amaba lo había dejado en Europa, y lo que podía ver en México no le inspiraba demasiado. Y sin embargo, es en esa época de ayuno cuando nace una de las partes más profundas y emocionantes de su obra: sus Homenajes.
Sí, los Homenajes son maravillosos. No tenía el Museo del Prado, que para Ramón era básico, ni tenía un Louvre ni la pintura de Tiziano. Lo que tenía eran libros de pintura con reproducciones, y empezó a hacer una especie de “altarcitos”, como los llamaba Concha de Albornoz, donde ponía una copa de agua, que simbolizaba la pintura, y los cuadros de sus maestros. Era como si estuviera convocando a la pintura en esos homenajes.
Además de tener ese componente sentimental, que en un pintor de menor talento podría caer en lo melancólico o incluso lo kitsch, los Homenajes son de lo mejor de su obra.
Es que es muy buen pintor. Las Misiones Pedagógicas fueron un momento importantísimo para él, cuando estuvo haciendo copias de los cuadros del Prado y llevándolas a los pueblos perdidos españoles. Eso le hizo tener una concepción de la pintura muy exigente, muy excelente. Y cuando hace los Homenajes, está evocando ese momento de recepción de la pintura y de encuentro casi religioso con ella. Es casi como una oración el hecho de estar cerca de esos cuadros. Y cuando pinta los Homenajes, no pinta de cualquier manera. Hace cuadros que son obras maestras.
El Museo del Prado fue muy importante para Gaya desde muy joven. Es significativo que lo visitara por primera vez cuando iba camino de París para ver en directo el arte de vanguardia que había admirado desde la distancia. Se podría decir que salió al encuentro del arte moderno, pero lo que acabó descubriendo fue el Prado.
Él viene a Madrid a ver a Juan Ramón Jiménez y visita el Prado. Se va a París después, y está con esa especie de shock de haber visto esos cuadros. Cuando llega a París, se encuentra con esa explosión de pintores jóvenes, que están en un momento de cubismo y de experimentación. Va a ver a Picasso, tiene relación con otros pintores, expone. Pero se le cae todo el arte de vanguardia, le parece que es una cosa de lo más banal comparada con lo que ha visto en el Prado. Él tenía todavía diecisiete años, era jovencísimo, un niño. Vuelve a Murcia en verano y al poco tiempo su madre, con la que tenía una relación muy estrecha, muere. Sufre una crisis tremenda y se va a pintar a Altea. Empieza a hacerse como pintor a partir de ese momento. Pega un giro que después perfecciona en la etapa de las Misiones Pedagógicas. La mujer de Ramón Gaya muere en la guerra, él no puede llevarse a su hija y llega completamente destrozado a México. Está sin pintar durante bastante tiempo. Luego lo retoma, y a partir de finales de los 40 empieza a consolidar su forma de pintar. Y el esplendor llega a partir de Italia.
Cuando Gaya vuelve a Europa por primera vez, viaja a Venecia. Describe su llegada a la ciudad al principio de su ensayo El sentimiento de la pintura, y es algo muy emocionante. Da la sensación de que está volviendo a casa, de que se encuentra de repente a gusto allí.
Sí, como que es su tierra. Él decía que era un exiliado de la pintura. Porque en México él se encuentra con la pintura de Rivera y de los murales y no le interesa nada porque es arte artístico. Y claro, cuando va a Italia, tiene como esa especie de deslumbramiento con Tiziano y la propia Venecia. La ciudad, la luz y la vida allí: todo le resulta como propio, como que le atañe. Se siente afectado por todo eso, inspirado.
¿Cómo era ver arte con Gaya?
Era emocionante. Para ver el Prado, Ramón tenía un recorrido y te llevaba a ver sus cuadros favoritos: La Anunciación de Fra Angelico, la Santa Bárbara del Maestro de Flémalle (el cuadro favorito de Cernuda), La dama que descubre su seno de Tintoretto. Otros cuadros favoritos eran la Mujer al salir del baño y La muerte de Lucrecia de Rosales. La muerte de Lucrecia la identificaba a veces con la muerte de la pintura. Decía Ramón que el ser humano ya no tenía fuerza para pintar esas obras tan descomunales. Recuerdo también una exposición de Cézanne donde había un paisajito pequeño, maravilloso. Sin decir nada (porque lo que no hacía Ramón era explicarte el cuadro, simplemente te lo señalaba), se colocó delante él y empezaron a caerle dos lagrimones. Estaba conmovido, con una emoción muy, muy honda. Fue un privilegio conocer a Ramón.
Veinte años después de su muerte, ¿cuál sería el legado que ha dejado Gaya?
Ha dejado una poética y muchas enseñanzas. A nosotros [se refiere a ella y Andrés Trapiello], como lo conocimos cuando todavía éramos jóvenes y estábamos aprendiendo, nos ha dejado una huella grande. También creo que él ha dado un ejemplo con su vida, y hemos aprendido a buscar el alimento en los libros y en las obras de arte. Siguiendo sus enseñanzas, hemos aprendido a escoger cosas buenas, a no caer en banalidades. También a escoger las películas y a buscar siempre la poesía en las cosas. Lo que realmente había en su obra era mucha poesía. Yo creo que la poética tanto de Andrés Trapiello como de Eloy Sánchez Rosillo, José Rubio y Pedro García Montalvo se puede decir que, en gran parte, está influida por Ramón Gaya.
¿Se es justo con él?
Es verdad que no está en el lugar que se merece, pero porque ha habido una reacción en contra de Ramón por cómo está organizado el mundillo del arte, que es un mundillo muy mercantilizado y muy estrecho en cierto sentido. Cuando a Ramón Gaya le dieron el premio Velázquez [el primero que se concedía], salió un pintor conocido, Gordillo, indignado, diciendo que cómo le daban ese premio a Ramón Gaya. Lo que hay son muchos prejuicios contra Ramón. Afortunadamente, gracias a la generosidad de Isabel Verdejo, su viuda, y al Museo [Ramón Gaya de Murcia], que hace una labor sensacional, haciendo exposiciones y difundiendo su obra, yo creo que cada vez Ramón será más reconocido, qué duda cabe.