Foto: Dominika Zarzycka/SOPA Images via ZUMA Press Wire

TikTok y la cuestión de la soberanía digital

TikTok es vista como una amenaza a la seguridad nacional, a la salud mental e incluso a la moral pública. Sus millones de usuarios quizá no saben que es el nuevo frente de lucha en la política global.
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Cuando el director ejecutivo de TikTok, Shou Zi Chew, se presentó el 23 de marzo ante el Congreso estadounidense, las redes sociales chinas estallaron con mensajes de amor. “El señor Perfecto está en el centro de la tormenta”, dijo el usuario Laoshu Kaihua. Por otra parte, Tongxue Tangzhe destacó sus gestos calmos, la precisión al hablar, la paciencia para esperar el momento justo para dar el golpe (como si fuera un guerrero de kung fu). “Todo su cuerpo demostraba astucia”, escribió. Videos cortos con las respuestas a las acusaciones de espionaje se multiplicaron por miles. “El héroe solitario de Asia”, repetían los comentarios.

Es que la plataforma de bailes coordinados y actuaciones hogareñas se transformó en algo mucho más complejo que el sitio web preferido por la generación centennial. Una nueva ley, aprobada por el presidente estadounidense el pasado 24 de abril, obliga a la empresa matriz ByteDance a vender la aplicación en un lapso de 270 días. De lo contrario, será bloqueada en todo el territorio de aquel país.

En cinco años de existencia, TikTok superó los 170 millones de usuarios en Estados Unidos y casi dos mil millones en todo el mundo, cifras que Facebook e Instagram alcanzaron en el doble del tiempo. Su estética de la inmediatez, el glitter y los filtros faciales marcaron una tendencia entre los adolescentes que crecieron durante la pandemia, la generación más expuesta y educada por internet. De hecho, la mitad de las personas que descargan la aplicación tiene entre 16 y 25 años.

Sin embargo, no fue tanto la velocidad de crecimiento sino su lugar de origen lo que marcó un antes y un después en la geopolítica de las redes. Si bien la empresa Bytedance tiene su domicilio fiscal en las Islas Caimán, sus oficinas centrales están en Pekín, y las regulaciones chinas obligan a cualquier empresa del sector digital a compartir con el gobierno aquella información que considere estratégica. Este aspecto fue el punto más repetido durante la audiencia en el Congreso de la que participó Shou Zi Chew. Representantes republicanos le preguntaron en repetidas ocasiones sobre su verdadera nacionalidad (Shou es de Singapur), la censura de contenidos contrarios al Partido Comunista Chino y el destino de los datos biométricos de los usuarios. El diputado Richard Hudson fue un poco más lejos y le consultó si la red tenía acceso a la clave wi-fi de los hogares. Más tarde, este intercambio se convirtió en un meme en China.

Lo cierto es que las controversias rodearon a la red social casi desde su lanzamiento en el 2017. Las primeras acusaciones, realizadas por grupos de padres y especialistas de salud mental, llamaron la atención sobre el potencial adictivo de los clips fugaces. De hecho, el ex vicepresidente Mike Pence llegó a comparar la plataforma con una droga, el fentanilo, porque “envenenaba la mentes de los niños”.

Las preocupaciones sobre el riesgo que representaba para los jóvenes hizo que TikTok abriera su código a los reguladores. En los documentos internos que describen el algoritmo, se hablaba de maximizar el tiempo de uso a través de cuatro ejes: valores del usuario, de la duración de uso, del contenido y de la plataforma. También, describen un sofisticado sistema de “anzuelos” para evitar que el usuario levante la mirada de su celular.

En un artículo publicado por The New York Times, especialistas que tuvieron acceso al código indagaron sobre las razones que hacen de la aplicación un torrente ininterrumpido de dopamina. Concluyeron que el sistema se comporta de manera similar a otras redes sociales, como Facebook e Instagram, que no han sido sometidas al mismo escrutinio público. La diferencia radica en el tiempo de exposición: como las personas tienden a utilizar TikTok casi el doble que otras redes, el sistema logra reunir más información y hacer predicciones más precisas.

Debates sobre la “amenaza a la moral” que representaba la aplicación se dieron en países como Indonesia, Egipto y la India, donde fue prohibida en 2020. El gobierno de Nueva Delhi dio un paso más en la lucha por la información y decidió vetar el acceso a 58 softwares chinos, como respuesta a un conflicto fronterizo con Pekín. Así, las razones del bloqueo pasaron de la preocupación por la salud de los usuarios a motivos estrictamente geopolíticos.

De hecho, en Estados Unidos la nueva normativa responde a una larga lista de restricciones, audiencias y órdenes ejecutivas que comenzaron durante la administración de Donald Trump. Ya es ilegal usar la aplicación en el estado de Montana, en los dispositivos del gobierno federal o del ejército norteamericano. La Unión Europea aprobó una medida similar en el 2023, que prohíbe su uso en dispositivos oficiales.

Este cambio de discurso marca un nuevo paradigma sobre la soberanía informática. Lejos quedaron las banderas de finales del siglo pasado que proclamaban una internet libre e irrestricta. La nueva visión es que el principal recurso del capitalismo tardío son los datos. “La mercancía más valiosa no es el petróleo, sino la información”, tituló The Economist en 2017 con ilustraciones que mostraban a Google, Facebook y Amazon, como grandes factorías sobre el mar. Para Nick Srnicek1, las redes sociales se comportan como refinerías de una nueva materia prima: los datos, es decir la atención de las personas.

El valor de este recurso coloca de nuevo a los Estados-nación en el centro de la contienda. Al fin y al cabo, el conflicto de Tiktok deja expuestos dos modelos a nivel mundial sobre cómo interpretar la información de los ciudadanos. Por un lado, el monopolio estatal (como en China) autoriza a las refinerías de datos a explorar la información sin perder su disponibilidad: el gobierno puede acceder a los perfiles cuando lo considere necesario. Por el otro, el modelo de Google, Facebook y Twitter supone que la propiedad de la información pertenece a las empresas que la extrajeron.

Bytedance parece el choque de dos mundos: una empresa privada que sacudió el tablero de un mercado monopólico, cuya sede central se encuentra bajo un gobierno que considera estratégicos los datos de la población. Por paradójico que suene, los antecedentes de la ley estadounidense deben buscarse en el mismo país asiático. Desde su lanzamiento en el 2017, TikTok tuvo que adaptarse a las regulaciones de Pekín. Como respuesta, Bytedance dividió sus operaciones a través de Douyin para China continental y TikTok para el resto del mundo. La versión internacional no está disponible en el país de donde proviene la red social, ni siquiera se puede abrir un usuario con un número de celular chino en el extranjero. La versión local tiene una interfaz igual de vertiginosa y expansiva. Movimientos sincrónicos y gatitos disfrazados saltan de la pantalla, pero también abundan los profesores de matemática, física e inglés. La población de usuarios parece más diversa ya que va desde niños de diez años hasta adultos mayores. “Nosotros solo nos adaptamos a las leyes locales”, respondió Shou cuando le preguntaron por las diferencias entre ambos softwares.

Esta respuesta, quizá, resuena entre los miles de adolescentes que se volcaron para expresar su frustración ante el posible cierre de la plataforma, sin saber que la información en sus celulares es el nuevo frente de lucha en la política global. ~


  1. Nick Snircek, Platform capitalism, John Wiley & Sons, Cambridge, 2017. Hay una traducción al castellano: Capitalismo de plataforma, Caja Negra, Buenos Aires, 2018. ↩︎
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(Salta, 1988) es escritor y doctor en Estudios Globales. Su último libro es la colección de relatos Una tristeza decente (2018). Obtuvo el premio Filosofía Sub-40 al mejor ensayista menor de cuarenta años en Argentina. Actualmente, vive en Shanghái, donde se desempeña como docente universitario.


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