Foto: Cfoto/DDP via ZUMA Press

Shanghái, esa otra guerra

Entre la incertidumbre y el hartazgo, esta crónica relata cómo se vive en Shanghái el estricto confinamiento que se impuso desde finales de marzo, como respuesta al mayor brote de covid-19 desde el inicio de la pandemia.
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El jueves se llevaron a nuestra vecina. A las cinco de la tarde, una van del gobierno estacionó en el portón del edificio, un complejo de viviendas en la zona oeste de Shanghái. Mientras dos astronautas de mameluco blanco y máscaras transparentes organizaban el operativo, empezaron a llegar los mensajes de la conserjería. No podíamos salir al balcón, abrir las ventanas, ni acercarnos al pasillo. Igual, alguien le sacó una foto y la compartió: Liudmila, una mujer rusa de mediana edad, esperaba en el playón del estacionamiento, vestida con una bata azul celeste desechable, una cofia blanca y visera de plástico. Su maleta también había sido recubierta con un protector. Así se fue, nadie sabe bien a dónde.

Esa noche, volvieron a la una de la mañana. Los hombres de blanco aparecieron con una máquina que parecía una fumigadora manual y hacía el ruido de diez aspiradoras prendidas al unísono. El primer sonido fue el de un disparo y le siguió el de una metralleta vieja, como si lanzara balas de lata. Desinfectaron piso por piso y se fueron, mientras nosotros nos preguntábamos quién sería el siguiente.

Desde mediados de marzo, Shanghái se enfrenta al mayor brote de coronavirus que se haya registrado en China desde el inicio de la pandemia en enero del 2020. Con pruebas masivas cada dos días, los casos se elevan a veinte mil positivos diarios, de acuerdo con las cifras oficiales. El 92% es asintomático y, según los medios estatales, solo hay nueve casos graves. El 18 de abril, después de tres semanas de encierro, se reportaron las tres primeras muertes: dos mujeres, de 89 y 91 años, y un hombre de 91.

Si fuera en otro lugar del mundo, estos números no llamarían la atención ni al más cauto. Pero en un país que ha mantenido la más estricta política de tolerancia cero, ha reducido sus conexiones internacionales al mínimo y ha hecho de estas medidas un motivo de orgullo nacionalista, estas cifras prendieron todas las alarmas. A tal punto que una ciudad de 27 millones de habitantes, con el PIB de Londres, a las orillas del puerto más activo del planeta, quedó totalmente paralizada. La gigafactoría de Tesla, las plantas de ensamblaje de Apple y otras 70 mil fábricas internacionales detuvieron su producción.

Desde nuestro balcón se puede ver que los únicos que circulan por las calles son los hombres de blanco, ya sean médicos, policías o voluntarios. La metrópolis parece un hospital a cielo abierto. El meme que dice “2020 too” con imágenes de las autopistas vacías se repitió como una premonición. Sin embargo, este cierre no se compara con nada de lo visto hace dos años. La ciudad nunca había declarado un cierre total, al menos de modo formal, hasta ahora. Ni tan estricto.

La expresa prohibición de salir de casa también incluye a los supermercados. Kathy Xu, una de las principales inversoras de empresas de alimentos como Meituan y JD, recurrió al trueque para conseguir productos básicos. Según un mensaje publicado en su grupo de vecinos y verificado por Bloomberg News, la millonaria china necesitaba pan y leche. Es que, por días, nadie supo cómo conseguir alimentos. Nosotros tampoco.

A principios de marzo, después del Año Nuevo Chino, los casos empezaron a crecer. Ya para mediados de mes, la mayoría teletrabajaba; los que no, llevaban un pequeño equipaje a sus oficinas, por las dudas. El protocolo obligaba a cerrar los edificios apenas se encontraba un contacto estrecho. Si una persona había estado cerca, había tomado el metro, o había subido en el mismo ascensor con alguien que resultaba positivo más tarde, el complejo quedaba encerrado por 48 horas. En ese lapso, se testeaba a todos dos veces. Las imágenes explotaron en las redes sociales: peluquerías con gente lavándose la cabeza y a su lado, otros durmiendo en bolsas de dormir; estacionamientos de hotel con camas entre los autos; centros comerciales en una escena que parecía sacada de la película Una noche en el museo.

A pesar de estas políticas draconianas, los casos continuaron en ascenso y con ellos las noticias de amigos y conocidos que eran encerrados en circunstancias cada vez más aleatorios. Wenxue, una profesora de español, madre de un nene de dos años, fue encerrada en el campus de su universidad por catorce días. Dormía en una de las aulas junto a otros tres colegas y debía usar el baño al final del pasillo. Christie, una traductora del inglés, fue enviada a un hotel de cuarentena por dos semanas porque uno de sus alumnos había testeado positivo. Y un diplomático latinoamericano quedó atrapado en un loop de 55 días de encierro entre hospitales, centros de testeos y hoteles designados tras su regreso a Shanghái.

Muchos chinos aceptan este presente como el único modo de combatir al virus. El discurso oficial sigue haciendo hincapié en la peligrosidad, en la salud pública, en el nacionalismo. Sin embargo, por primera vez, aparecieron actos de resistencia y hartazgo.

Para finales de marzo, las autoridades locales descartaban día tras día el rumor de una cuarentena a gran escala. Incluso, dos hombres fueron investigados por la policía shanghainesa por esparcir esa información. “El cierre no es posible porque produciría un cuello de botella en el mar de China Oriental. La economía global y local sufriría las consecuencias“, dijo Wu Fan, miembro del comité de prevención sanitaria de la ciudad. Sin embargo, los fideos instantáneos, parte del kit de supervivencia básico, ya habían desaparecido de los supermercados.

Dos días después, el 28 de marzo a las nueve de la noche, la ciudad declaraba un lockdown escalonado de diez días con efecto inmediato. Separados en dos por el río Hangpu, los barrios del este quedarían libres para el primero de abril, mientras que ese mismo día deberían cerrarse los del lado oeste, hasta el 5: unos tuvieron cuatro horas para abastecerse, otros cuatro días. Filas de cientos de personas queriendo entrar a los supermercados, peleas entre compradores por la última col, góndolas vacías, desabastecimiento de carnes y precios que se disparaban. Aparecieron manteros con verduras, huevos y tofu en las esquinas para suplir la falta de productos básicos. Para el 1 de abril, cuando el oeste entraba en cierre, ya sabíamos que nadie del otro lado del río había sido liberado.

El miedo a ser asintomático y que te llevaran a los centros de aislamiento se instaló entre todos. Los espacios de cuarentenas centralizadas empezaban a saturarse de personas que no mostraban síntomas, pero que tenían resultados positivos. Niños de más de siete años separados de sus padres, videos con chicos llorando desatendidos, salas con colchonetas en el piso saturadas de personas o cajas de cartón que hacían de “camas”: las imágenes y las historias empezaron a difundirse por las redes sociales y entre mensajes privados. Algunos vecinos publicaron solicitudes para que los asintomáticos se quedaran en sus casas y los padres pudieran cuidar a sus hijos. El consulado francés elevó una carta reclamando por el principio de “no separación de las familias”.

Entre las fotos y los videos de centros sin condiciones de higiene, aparecieron audios de médicos y expertos que planteaban el colapso del sistema sanitario y que aceptaban que la variante ómicron era semejante a una gripe. Chen Erzhen, director del equipo a cargo de los centros de aislamiento, aceptó: “En caso de que los asintomáticos continúen creciendo, se debe considerar la posibilidad de cuarentenas en la casa”. Por un momento, el rumbo de la pandemia parecía estar cambiando y los centros culturales, los supermercados y museos planteaban volver a abrir con nuevos códigos QR de salud y de rastreo.

Pero la orden vino de Pekín. Luego de la visita de la viceprimera ministra Sun Chunlan, las políticas se recrudecieron. El discurso de Sun llamó a mantenerse firmes en la tolerancia cero. Al otro día, los medios oficiales publicaron que China no podía “perder la batalla contra el virus”. El jefe del órgano de prevención a nivel nacional, Wu Zunyou, dijo que mientras los países de Occidente habían hecho el tangping (es decir, se habían “recostado” o habían “hecho la plancha”), los chinos “debían sentirse todavía más seguros y determinados para tomar las medidas necesarias”.

Al día siguiente, el boletín oficial del gobierno shanghainés anunció que se iban a habilitar otras 30 mil camas en nuevos espacios de aislamiento. Estadios, centros de exposiciones y otros edificios públicos, llenos de catres con bolsas de dormir, se convirtieron en alojamiento para asintomáticos. El diario Shanghai Daily publicó una checklist para armar el equipaje: “ropa interior desechable (por la falta de duchas), tapones para los oídos, máscara para dormir, mantas, shampoo (para enjuagarte el pelo en el lavabo), papel higiénico”, entre otros dieciséis ítems indispensables.

Para los que estamos en casa, el miedo al contagio no es la única preocupación. La comida se transformó en el primer tema del día. En los grupos de chat, en las conversaciones con los jefes, con los amigos o con los vecinos, se difunden links con canastas básicas, contactos de proveedores o instructivos para lograr una compra. Durante una semana, había que levantarse a las cinco cuarenta de la mañana para tener la app abierta y apretar compulsivamente el botón verde. En menos de diez minutos, se agotaban todos los productos disponibles.

Nosotros con el supermercado nunca tuvimos suerte, aunque sí obtuvimos algunos envíos del comité del barrio. La primera vez recibimos ocho paquetes individuales de fideos Sichuan flavor. Ese fue el primero de los 46 paquetes de fideos que nos mandaron, con distintos gustos y formatos. Al botín se sumaron dos bolsas de frescos: una col, dos nabos, tres pepinos, tres berenjenas, dos leches de 250 mililitros –de esas con sorbete–, una caja de huevos y una verdura que nunca habíamos comido –“celtuce”, lechuga china– y nosotros bautizamos “la palmera”.

Al reducirse los envíos a solo unos pocos autorizados por día, las compras comunitarias al por mayor aparecieron como la única vía de proveerse. En los complejos de viviendas que pueden llegar a los cinco mil habitantes, las personas empezaron a organizarse. Pedidos de tomates de cincuenta kilos, cerdos enteros de a mitades, cajas de 180 “naranjas finas australianas”, cada comunidad se abasteció como pudo. Algunos están tan bien conectados, que hasta llegaron a plantearse comprar heladeras extras.

Foto: Cfoto/DDP via ZUMA Press)

Esto no evitó el hambre (ni la angustia). Hay muchos edificios a los que no llegan los envíos, por la zona donde están ubicados, otros cuya cantidad de habitantes no alcanza para grandes compras. Y esta “solución”, sobre todo, deja fuera a todo aquel que no esté digitalizado o en contacto con sus vecinos. No solo los viejos, que necesitan de ayuda ante tanto Excel y monedas digitales, sino también un estudiante argentino pidió ayuda porque ya había pasado varios días a base de arroz y agua. Solo le quedaba medio paquete.

Ya en la segunda semana del encierro, el blogger Storm Zhang difundió una carta titulada “Help Shanghai”. “La seguridad de la vida básica en la ciudad se encuentra comprometida, muchas personas a mi alrededor cuentan únicamente con gachas de avena y fideos instantáneos para sobrevivir”, escribió. Su post se hizo viral hasta que fue borrado por el aparato de censura a las pocas horas. Algo habitual por estos días en China: “Este contenido no está disponible porque viola las regulaciones”, se lee sistemáticamente.

Desde el 2020, las medidas implementadas han tenido consenso social. Muchos chinos aceptan este presente como el único modo de combatir al virus, incluso en una sociedad con altas tasas de vacunación. El discurso oficial sigue haciendo hincapié en la peligrosidad, en la salud pública, en el nacionalismo. Sin embargo, por primera vez, aparecieron actos de resistencia y hartazgo: gritos desde los balcones, posts pidiendo comida o tratamiento que son censurados automáticamente, videos que muestran un desalojo para dar más espacio a los asintomáticos.

En algunos complejos, las autoridades barriales fueron increpadas. “Tenemos hambre”, “ya no tengo medicamentos para mi hijo”, “hace 22 días que mi madre no recibe comida” son algunos de los mensajes que piden auxilio. En el centro de la ciudad, una bandera se vio por unas pocas horas en la verja de la antigua casa-museo de Sun Yatsen, el fundador de la China moderna. Escrito en caracteres rojos, sobre una tela que recuerda a los dazibaos de la Revolución Cultural, se leía: “Estoy en contra de esta cuarentena sin fin”.

Ante el encierro total y el testeo constante, el aumento de casos llama la atención. Muchos empezamos a creer que, paradójicamente, son los mismos exámenes de PCR los que generan los contagios. En nuestro edificio, ya hubo un próximo: el guardia. Encerrado en su casilla, sin poder salir ni bañarse, espera que lo trasladen. La llave del candado con el que bloquearon la salida a la calle quedó con él.


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