Foto: Ben Marans/SOPA Images via ZUMA Press Wire

Todo lo que cabe en una hoja en blanco

En medio de la estricta censura, las críticas públicas al gobierno son una rareza en China. Pero el hartazgo por las medidas impuestas contra la covid-19 desató en semanas recientes las mayores protestas que el país ha visto en años.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

La primera señal fue un hombre vestido de negro. Con los ojos vendados y una mascarilla que le tapaba el rostro, se paró en la calle peatonal y levantó en alto un cartel blanco con una frase elíptica. Escrita en rojo, en un mandarín de trazos claros, decía: “No estamos haciendo lo suficiente” y del otro lado de la cartulina remataba: “Tú sabes de qué estoy hablando”. En el distrito más elegante de Shanghái, rodeado por las cúpulas doradas de un templo budista y marcas de lujo, el sábado 26 de noviembre a mitad de la tarde, un hombre se animó a quejarse en público. Fue fotografiado a la salida del subte y después desapareció. En una ciudad repleta de cámaras de vigilancia con reconocimiento facial y controles dispersos por cada esquina, hay que ser rápido y creativo para esquivar a la policía.

Unas horas después, las protestas estallaron en la calle Wulumuqi, una de las arterias en el centro de la ciudad, donde conviven negocios y mercados de barrio con las últimas tendencias de moda y helados de aguacate. Su nombre en chino remite a la ciudad de Urumqi, capital de la lejana provincia de Xinjiang donde el martes 24 de noviembre hubo un incendio que mató, por lo menos, a diez personas. Por eso, en esa calle, en su intersección con Anfu (literalmente “fortaleza y abundancia”), un grupo de personas se reunió con flores y mensajes de dolor. “Que en paz descansen”, decían los carteles, mientras se congregaban en silencio y prendían velas.

Un hombre colgó dos banderas: “No queremos más pruebas, queremos comer”, “No queremos más cierres, queremos libertad”.

Pronto, lo que empezó como una señal de duelo se transformó en la primera protesta contra el sistema que había visto la ciudad en treinta años. Otras personas fueron llegando y las consignas se diversificaron: reclamaban el fin de las políticas de tolerancia cero al covid-19, expresaban su frustración contra el gobierno o pedían que el presidente diera un paso al costado. Tan excepcionales y profundas fueron sus demandas, que solo pueden ser comparadas con las protestas de la plaza Tiananmén de 1989.

“Queremos libertad, queremos libertad”, gritaban los manifestantes de forma pacífica, mientras esa primera madrugada la censura de las redes chinas todavía no se despertaba. Circularon videos de gente pidiendo por el fin de los códigos de salud, por el derecho al voto. “Yo también soy una persona”, decían algunos papeles escritos a mano y remitían a la cercanía de dos conceptos en chino: persona y derechos humanos. Otros cantaron “La Internacional”: “Arriba parias de la Tierra/ En pie, famélica legión”. Empezaron a aparecer las hojas A4 en blanco y, no sin ironía, había quien coreaba el eslogan del Partido Comunista: “Servir al pueblo”.

La mayoría eran jóvenes, que pertenecían a la generación que vivió los cambios económicos del país asiático. No tenían experiencia en protestar, ni cantaban al unísono. “No había una sola demanda clara ni unidad de opinión”, afirmó una de las manifestantes, y remarcó que para ella fue un día histórico. “Estoy conmovida”, dijo otra de las asistentes.

A las horas, la policía empezó a llevarse a la gente. Elegía a quienes sobresalían de la multitud, por empezar algún cántico, por arengar a los grupos o tener el coraje de increpar a dónde se llevaban a los demás.

Con redes sociales controladas y un aparato de censura que abarca desde expresiones artísticas hasta medios de comunicación, las críticas públicas al gobierno son una rareza en China. Al menos hasta mediados de este año, porque el malestar social se venía acumulando día tras día.

Tal vez la primera manifestación de descontento sucedió la noche del 18 de septiembre, cuando un autobús que trasladaba gente en la provincia de Guizhou se accidentó. Veintisiete personas murieron y otras veinte resultaron heridas. Ya estaban todos encerrados en sus casas, pero el gobierno decidió llevárselos a centros de cuarentena. “Mi mamá estuvo aislada por quince días. Solamente salía para hacerse las pruebas PCR… ahora de repente está muerta”, escribió la hija de una de las víctimas. Alguien le respondió: “¿Cuándo va a terminar todo esto?”.

También te puede interesar.

La siguiente muestra apareció en el puente Sitong, en el cuarto anillo de la ciudad de Pekín, durante las jornadas previas al XX Congreso del Partido Comunista, cuando Xi Jinping fue reelegido como secretario general a mediados de octubre. Un hombre vestido como un trabajador de la construcción, con chaleco naranja y casco amarillo, colgó dos banderas: “No queremos más pruebas, queremos comer”, “No queremos más cierres, queremos libertad”, “No queremos más mentiras, queremos dignidad”, “No queremos más Revolución Cultural, queremos la reforma”, decían algunas de las consignas.

La policía detuvo a su autor y descolgó las telas en cuestión de minutos, aunque eso no evitó que la imagen se difundiera. Su listado de demandas se transformó en un manifiesto y apareció como grafitis en un par de centros de pruebas de covid-19 y en los muros de las universidades más importantes del país.

Durante las semanas previas a las manifestaciones, el clima social estaba tan cargado que conserjes o empleadas, profesores o comerciantes, aprovechaban cualquier espacio de libertad, cualquier desviación en una charla, para filtrar sus críticas y sospechas sobre las decisiones “sanitarias”. Las personas en China arriesgan mucho por expresarse con franqueza: puestos de trabajo, ascensos, promociones, quizás una hipoteca a bajo costo. Porque la censura no solo está basada en su perfil más violento y policial, es decir, en la detención, sino también en un sistema que marginaliza, limita y excluye a quien piensa diferente.

Las imágenes del Mundial de Qatar, con gente gritando goles y abrazándose sin mascarillas ni distancia social, enojaron a una gran parte de la población. “¿Acaso el Mundial sucede en otro planeta?”, escribió un usuario de WeChat en una carta abierta, que luego fue borrada por “infringir las normas del sistema”. “En un lado, está el carnaval de la Copa del Mundo, mientras en el otro no podemos visitar lugares públicos”, decía uno de los comentarios. Como resultado, se modificaron las transmisiones del futbol, ya no hubo tomas de tribunas ni hinchadas, sino planos cortos a los jugadores y técnicos.

Las personas en China arriesgan mucho por expresarse con franqueza: puestos de trabajo, ascensos, promociones, quizás una hipoteca a bajo costo.

Para muchos, sin embargo, esos primeros partidos con sus festejos fueron la constatación de que, mientras el mundo sigue adelante, en China la gente es encerrada por meses casi sin acceso a comida, a salud o trabajo. El gobierno insiste en que la política de cero tolerancia es “la que mejor se adapta a los desafíos del país”. Entre las razones, se destacan la debilidad del sistema médico para soportar la circulación comunitaria del virus, sobre todo en el interior profundo, o la baja tasa de vacunación entre los ancianos.

De hecho, vacunarse no es obligatorio, pero sí hacerse pruebas. Aquellos que no están aislados, de todos modos deben realizar un hisopado cada 48 o 72 horas, mostrar sus códigos de salud en cada lugar que entran, y pueden ser enviados a hoteles o centros de cuarentena sin más justificación que el cambio en la pantalla de sus celulares. Ferias, conferencias o congresos son cancelados día a día, ante la aparición de un posible caso.

Sin embargo, fue el incendio de Xinjiang lo que mostró uno de los rostros más perversos del Covid cero. Los medios del gobierno contabilizan una decena de muertos, pero en las redes sociales se habla de hasta 44 víctimas. Si bien los oficiales declararon que las puertas de emergencia estaban abiertas, lo cierto es que clausurarlas fue algo común durante los confinamientos en distintas ciudades chinas, entre ellas Shanghái. Más de tres horas tardaron los bomberos en apagar el fuego. Los camiones hidrantes no pudieron acercarse por la cantidad de vallas y obstáculos que impedían el acceso. O al menos, eso es lo que relatan los manifestantes y lo que se ve en algunas fotos, porque, una vez más, toda información extraoficial fue borrada.

Lo cierto es que la reacción social en Urumqi fue inesperada y casi inédita en China continental. Grupos de manifestantes rompieron la cuarentena estricta y avanzaron por las calles de la ciudad, reclamando el fin de un aislamiento de más de 105 días. Los comentarios de las autoridades, lejos de calmar la situación, echaron más leña al fuego. Li Wensheng, el jefe de la brigada de rescate, negó que las restricciones hayan sido la causa de las muertes, culpó a los autos estacionados y a las víctimas.

“La capacidad de algunos residentes para rescatarse a ellos mismos fue muy débil… fallaron al escapar”, dijo en una conferencia de prensa cuando empezaron las protestas.

“Vivir, vivir, vivir”, se llegó a leer en los poemas que distribuía una chica la noche del 27 de noviembre, un poco antes de que los agentes comenzaran a arrancarlos de las manos. Para ese momento, la zona donde habían comenzado las protestas estaba vallada y las fuerzas de seguridad duplicaban a los manifestantes. En una de las laterales, donde la gente se mantenía congregada en silencio, comenzaron las órdenes de desalojo. Policías gritaban y avanzaban, los dueños de los locales debían abrir sus puertas para permitir la policía registrara que no hubiera gente escondida. “No se los lleven”, “no se los lleven”, gritaba la gente ante las detenciones.

En Shanghái esa fue la última noche, pero las protestas ya se habían extendido por otras ciudades como Pekín, Cantón y Chengdú. Los hojas A4 en blanco se viralizaron y el lema “Prefiero la muerte a la esclavitud” colgó de forma improvisada en pizarras y postes. Ese lunes, la calle Wulumuqi amaneció como un territorio de guerra, paneles azules dividían la calle por cuadras, policías con uniformes y luces ambulantes transitaban la zona e, incluso, en algunas estaciones de metro requisaron móviles al azar en búsqueda de fotos tomadas en las protestas.

“Ahora dicen que somos estudiantes frustrados”, escribió un usuario de redes sociales. Aludía a la explicación de Xi Jinping a Charles Michel, el presidente del Consejo Europeo. Lo cierto es que, a una semana de las manifestaciones, el gobierno anunció la flexibilización de algunas medidas, como mostrar el código de salud para tomar el transporte público, pero se endurecieron las penalidades para quienes comparten “contenido inapropiado” en las redes. Según la nueva norma, dar un “me gusta” a una publicación indebida será considerado una falta. ~

+ posts

(Buenos Aires, 1984) es periodista y doctora en Literatura Comparada. Coordina el área de prensa y literatura de la Biblioteca Miguel de Cervantes de Shanghai y coedita la revista Chopsuey.

+ posts

(Salta, 1988) es escritor y doctor en Estudios Globales. Su último libro es la colección de relatos Una tristeza decente (2018). Obtuvo el premio Filosofía Sub-40 al mejor ensayista menor de cuarenta años en Argentina. Actualmente, vive en Shanghái, donde se desempeña como docente universitario.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: