Foto: Cyril Ndegeya/Xinhua via ZUMA Press

Cómo la tecnología digital ayuda a los gobiernos a perseguir a sus críticos más allá de sus fronteras

En todo el mundo, numerosas comunidades en el exilio son objeto de represión trasnacional ejercida por sus países de origen, que limita su libertad de expresión y capacidad de participar en la vida cívica. Un informe expone la magnitud del problema.
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Este artículo forma parte del Free Speech Project, una colaboración entre Future Tense y el Tech, Law, & Security Program del Washington College of Law de la American University, en el cual se revisan las formas en que la tecnología influye en nuestra manera de pensar acerca del lenguaje.

 

El juicio de Paul Rusesabagina, el héroe de la película Hotel Ruanda y crítico del gobierno de su país, comenzó a finales de febrero en Kigali, Ruanda. Conforme la comunidad internacional expresa su preocupación por las violaciones al debido proceso y debate la validez de los cargos de terrorismo que enfrenta, una cosa está clara: Rusesabagina está bajo custodia del gobierno ruandés debido a la campaña ilegal de represión transnacional que este ha llevado a cabo.

La represión transnacional, que es el acoso e intimidación de exiliados y diásporas por parte de los gobiernos de sus países de origen, es un fenómeno global en crecimiento. En su nuevo informe, Out of sight, not out of reach, Freedom House, lugar donde trabajo, descubrió que 31 gobiernos vigilan físicamente a sus exiliados y diásporas en el extranjero, en 79 países de acogida, con 160 combinaciones únicas. Este acoso físicos va desde la deportación ilegal hasta el asesinato y el secuestro. Rusesabagina fue víctima de esto último. Después de volar a los Emiratos Árabes Unidos el 27 de agosto, fue trasladado a la fuerza desde Dubai hasta Kigali, en lo que equivalió a un secuestro, facilitado por el uso de un avión privado.

Por debajo de la práctica violenta de la represión trasnacional se encuentra la tecnología digital. En muchos sentidos, las redes sociales y las plataformas de mensajería instantánea son una bendición para los exiliados, refugiados y otros migrantes, quienes las utilizan para mantenerse en contacto con sus seres queridos en su país de origen y para participar en actividades políticas y activismo en la diáspora. Pero a los ojos de decenas de gobiernos de todo el mundo, las críticas y la coordinación en línea son una amenaza fundamental para la estabilidad del régimen. Esos gobiernos vigilan a sus ciudadanos en el extranjero, convirtiendo las herramientas digitales de las que dependen los críticos y la oposición en medios de represión. Los estados utilizan software espía, monitoreo de redes sociales y acoso en línea para interrumpir, intimidar, vigilar y atacar a exiliados de todo el mundo. Algunos críticos ruandeses en el exilio, incluido uno que anteriormente fue atacado con un software espía, han declarado que la vigilancia digital puede haber jugado un papel en el secuestro de Rusesabagina. Independientemente de que esas sospechas sean ciertas o no, la preocupación subraya el impacto del uso generalizado de la represión digital transnacional.

De los 31 estados que participan en la represión física transnacional, al menos 17, incluido Ruanda, también utilizan software espía para atacar a las personas que han abandonado el país. Los gobiernos perpetradores van desde potencias globales como Rusia y China hasta países influyentes a nivel regional, como Etiopía y Venezuela, y estados más pequeños, incluidos Vietnam y Azerbaiyán.

El software espía permite a estos gobiernos acceder a una gran cantidad de información personal, incluida la ubicación y las comunicaciones privadas. Pero el software espía no solo pone en riesgo a la persona cuyo dispositivo está infectado. Dado que las comunicaciones digitales están interconectadas, el software espía puede hacer que redes o comunidades enteras sean vulnerables a la vigilancia, las amenazas e incluso los ataques físicos.

En el verano de 2018, Omar Abdulaziz, un exiliado y disidente saudí radicado en Canadá, fue víctima del software espía Pegasus, producido por NSO Group. En ese momento, Abdulaziz estaba en contacto frecuente con Jamal Khashoggi, el periodista saudí que en octubre sería asesinado por agentes saudíes en el consulado de su país en Estambul. Los dos hombres colaboraban en un plan para combatir las actividades manipuladoras del gobierno de Arabia Saudita en las redes sociales, y la infección del software espía Pegasus en el teléfono de Abdulaziz permitió a las autoridades sauditas acceder a todas sus comunicaciones, vigilando a cualquier persona con la que Abdulaziz tuviera contacto. En junio de 2019, la relatora especial de la ONU, Agnès Callamard, publicó un informe sobre el asesinato de Khashoggi, que vinculaba el asesinato con el software espía usado contra Abdulaziz.

NSO Group es solo una de las cientos de empresas que venden abiertamente productos de vigilancia. En muchos casos, la venta de estos productos implica una supervisión o transparencia mínimas, lo que permite a gobiernos con pésimos antecedentes en materia de derechos humanos, como Ruanda y Arabia Saudita, comprar herramientas increíblemente poderosas sin que nadie se preocupe por el uso que se les va a dar.

Aun sin software espía, la vigilancia de código abierto es posible a través de las redes sociales. Twitter, Facebook y YouTube, por nombrar algunos, pueden ser herramientas increíblemente importantes para que los activistas y críticos de la diáspora ganen seguidores y se conecten con personas de ideas afines. Sin embargo, estas herramientas pueden compartir información sobre su ubicación, las personas importantes para ellos y con quién trabajan. Los detalles personales sobre familiares o seres queridos que viven en el país de origen pueden llevar a que sean amenazados, arrestados o atacados en un intento de presionar al exiliado. El análisis de las interacciones en las redes sociales puede ayudar a desmenuzar las conexiones entre las redes de activistas, haciéndolas más fáciles de infiltrar, identificar y vigilar.

Las redes sociales también facilitan una variedad de formas de acoso en línea, que puede incluir amenazas contra el objetivo o su familia, doxing, acoso persistente y campañas de difamación. Las mujeres, en particular, se enfrentan a una agotadora serie de ataques que incluye comentarios misóginos y amenazas de violencia sexual. Nuestro informe encontró que 21 de los 31 gobiernos de origen utilizan amenazas digitales como parte de su campaña de represión transnacional. Muchos de estos gobiernos, incluidos los de Ruanda y Arabia Saudita, utilizan ejércitos virtuales de cuentas no auténticas para atacar a la oposición. El costo de implementar amenazas en línea es bajo, pero tienen un beneficio desproporcionadamente alto para el país perpetrador: la exposición de datos personales en línea o una cantidad ineludible de acoso tiene un costo psicológico y puede disuadir a las personas de hablar en el futuro.

El poder de Estados con inmensos recursos financieros y tecnológicos en comparación con los usualmente escasos recursos de las personas a las que intimidan es abrumador, pero no insuperable. Los gobiernos democráticos, la sociedad civil y las empresas tecnológicas pueden cambiar el equilibrio tecnológico a favor de la protección de los exiliados y las diásporas.

Los gobiernos democráticos deberían imponer restricciones a la exportación de tecnología de vigilancia para compradores de los que se sepa que han cometido violaciones a derechos humanos, y exigir a las empresas exportadoras de esta tecnología que informen anualmente sobre el impacto de sus usos. Estados Unidos ya está preparado para tomar algunas de estas medidas, ya que la política de licencias del Departamento de Comercio de Estados Unidos restringe la exportación de artículos en caso de que exista “el riesgo de que los artículos se utilicen para violaciones o abusos de los derechos humanos”. La administración Biden debería incluir la represión transnacional en su evaluación sobre si existe un riesgo de abuso de los derechos humanos. Por otro lado, los gobiernos también pueden desarrollar resiliencia a ciertos tipos de monitoreo digital, al rechazar cualquier intento legislativo, técnico o de otro tipo para socavar las protecciones para los servicios de comunicación encriptados. Esto incluye a E.U., donde miembros de ambos partidos en los poderes ejecutivo y legislativo han intentado debilitar la información cifrada.

La sociedad civil puede combatir las vulnerabilidades que implica la tecnología digital invirtiendo en capacitaciones de autoprotección digital para las comunidades objetivo. Como queda claro por la naturaleza interconectada del papel de la tecnología digital en la represión transnacional, cada miembro de una comunidad en riesgo representa una vulnerabilidad para la comunidad en general. Las capacitaciones que fomentan el uso de prácticas de seguridad digital, como el uso de autenticación de dos factores, la comunicación a través de servicios de mensajería cifrada y el reconocimiento de ataques de phishing, son cruciales para proteger a las comunidades.

Por último, las plataformas de redes sociales deben tomar medidas para garantizar que sus decisiones y políticas, incluidas las de moderación de contenido y de enfrentamiento de actividad no auténtica, no causen inadvertidamente más daño a las víctimas de la represión transnacional. Deben educar al personal pertinente sobre los métodos de intimidación, las comunidades en riesgo y los gobiernos perpetradores. Sin tener en cuenta este contexto, las plataformas de redes sociales pueden convertirse involuntariamente en cómplices de la represión transnacional.

La renovada urgencia de combatir la represión transnacional provocada por el caso Rusesabagina no terminará cuando concluya su juicio. Para muchos exiliados y comunidades en el exilio en todo el mundo, la vigilancia, las represalias y la amenaza que representan, son realidades cotidianas que limitan la libertad de expresión y la capacidad de participar en la vida cívica.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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