Mario Escamilla estaba furioso. Uno de sus colegas, apodado Porky, acababa de robar su jarra de vino de pasas. Así que Escamilla, de 33 años, tomó un rifle y salió a reclamarle. Estaba lejos de imaginarse que terminaría enredado en uno de los casos de homicidio más complicados de la historia –un asesinato que también suscita serias dudas acerca de cómo la humanidad debería abordar el primer, inevitable, asesinato en el espacio exterior.
Escamilla trabajaba en T-3, también conocida como la isla de hielo de Fletcher, un trozo de hielo del tamaño de Manhattan que en ese tiempo flotaba al norte de Canadá, en el Océano Ártico, aproximadamente a 560 kilómetros del Polo Norte. T-3 había estado ocupada de forma intermitente desde la década de 1950 y 19 científicos y técnicos se habían estacionado allí durante el verano de 1970 para estudiar los patrones de las corrientes oceánicas, del viento y el clima.
A pesar del constante brillo del sol durante el verano, en el polo el clima podía ser muy duro, con temperaturas que, en ocasiones, descendían hasta los 15 grados centígrados bajo cero, y vientos que llegaban a los 250 kilómetros por hora. Pero lo peor que los científicos enfrentaban era el aburrimiento: no había otra cosa que hacer además del trabajo. Si querían ver películas solo contaban con unas pocas cintas de 16 milímetros que habían visto docenas de veces. Si deseaban escuchar música tenían dos cartuchos de ocho pistas. Uno era de Jefferson Airplane.
Encima de eso, los científicos prácticamente no tenían contacto con el mundo exterior. La comunicación satelital era inestable y a veces fallaba. Además, los aeroplanos no podían aterrizar en T-3 durante la mayor parte del verano, ya que la superficie de hielo se ablandaba bajo el sol. Por eso, después de la primera llegada de personas en primavera, no había más. Allí se quedaban 19 tipos malolientes con poco que hacer aparte de mirarse unos a otros y beber.
Por esta razón, T-3 ocasionalmente atraía a verdaderos inadaptados, entre los que había alcohólicos y tipos raros. Toda esa energía de enojo y aburrimiento acabó por desbordarse el 16 de julio de 1970.
Si se puede creer en los relatos de la época, Donald “Porky” Leavitt era un ebrio, y uno malvado. En tres distintas ocasiones durante su estancia en T-3, luego de quedarse sin licor, atacó a alguna persona con un cuchillo de carnicero para quedarse con su trago. La noche del 16 de julio, Porky puso en la mira al técnico en electrónica Mario Escamilla, y se introdujo en su remolque para robar la preciada jarra de bebida de pasas casera.
Cuando Escamilla lo descubrió, algo reventó. Escamilla era, de hecho, un justiciero improbable: un tipo regordete con anteojos, considerado tranquilo, incluso blandengue. Pero cuando supo del robo, empuñó el rifle de la base y marchó a confrontar a Porky. Eran cerca de las 11 p.m., pero el sol del ártico brillaba como en un duelo de medio día en el lejano Oeste.
Por desgracia, Escamilla no sabía que el rifle que había tomado estaba descompuesto, y que bastaría una sacudida fuerte, aun sin jalar el gatillo, para que se disparara.
Escamilla encontró a Porky en un remolque, en compañía de un técnico meteorólogo llamado Bennie Lightsy, un tipo de 31 años originario de Louisville, Kentucky, que era el jefe de Escamilla en T-3. Para decirlo moderadamente, Porky y Lightsy estaban completamente ebrios. Habían bebido una mezcla verdaderamente asquerosa de vino de pasas, alcohol etílico y jugo de uva. Más tarde se estimó que Lightsy tenía un nivel de alcohol en sangre de 0.26.
Se desató una pelea por el vino de pasas y en el forcejeo que siguió Escamilla le disparó en el pecho no a Porky Leavitt, sino a su jefe, Bennie Lightsy, quien se desangró momentos después. Con ayuda de notas periodísticas, transcripciones del tribunal y recuerdos encontrados en línea de personas que presenciaron los hechos, he reunido más detalles acerca del asesinato en mi nuevo podcast, junto con otros pormenores acerca de la vida en la remota T-3 (incluyendo, porque sé que les da curiosidad, detalles de cómo iban al baño). Pero aquí me gustaría centrarme en lo que sucedió después de la muerte de Lightsy, ya que fue entonces cuando comenzó el verdadero caos, el lío legal.
Técnicamente, T-3 estaba bajo el mando de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, pero Escamilla era un civil, por lo que no lo podían juzgar en una corte marcial. La masa continental más cercana era Canadá, pero T-3 se encontraba bien afuera de las aguas territoriales de ese país, así que no tenía jurisdicción. Tal vez Estados Unidos podía haber reclamado la isla de hielo, como lo hizo con las múltiples islas guaneras, llenas del rico fertilizante natural, de las cuales se apropió durante el siglo XIX. Sin embargo, a diferencia de estas, T-3 era temporal –terminaría por derretirse en la década de 1980– así que, de acuerdo con el derecho internacional, ningún país podía reclamarla. ¿Tal vez podía aplicarse el derecho del mar? Después de todo, T-3 en cierto sentido era, literalmente, alta mar, ya que se trataba de agua de mar congelada en altas latitudes. Excepto que el derecho del mar se aplica solo a las zonas navegables y T-3 no era navegable.
En suma, T-3 no era ni una cosa ni otra. La revista Time llamó al caso “Asesinato en el limbo legal”. Expertos en jurisprudencia cuestionaron seriamente que algún país tuviera el derecho de procesar a Escamilla. Como explicaba uno de ellos, “para los legos, podría resultar sorprendente saber que tal vez haya partes del mundo donde un presunto asesinato no puede ser juzgado”.
A final de cuentas, se intentó llevar la autoridad hasta allá. Cuatro oficiales de Estados Unidos emprendieron una horrenda travesía de varios días por avión y helicóptero, primero con destino a Groenlandia y luego a T-3, con los brutales vientos y clima del Ártico en contra. Una vez que aterrizaron, tomaron a Escamilla, el rifle y el cuerpo congelado de Lightsy para trasladarlos de regreso a Estados Unidos.
Entonces se interpusieron cargos de asesinato contra Escamilla en un tribunal federal del estado de Virginia. ¿Por qué allí? Por la simple razón de que Virginia fue el estado en donde los oficiales y Escamilla aterrizaron procedentes de Groenlandia. En su primera comparecencia frente a los tribunales, Escamilla llevaba las mismas botas de hule para el Ártico que tenía puestas cuando lo arrestaron.
El proceso presentó todo tipo de problemas de índole legal. Primero, estaba la duda de si el gobierno tenía el derecho de procesar a Escamilla, dado el limbo legal de T-3. En segundo lugar, estaba la cuestión acerca del sitio del proceso. Técnicamente, los oficiales y Escamilla habían aterrizado primero en Groenlandia en su viaje de regreso a casa, por lo tanto, de acuerdo con el derecho internacional, se le debía procesar allí. El gobierno de Estados Unidos simplemente pasó por alto esta disposición. Los fiscales federales también intentaron interponer cargos contra Escamilla de conformidad con leyes marítimas especiales para delitos cometidos en embarcaciones, pese al hecho de que T-3 no era una “embarcación” en un sentido real.
Además, el juez que llevaba el caso instruyó al jurado que pasara por alto el testimonio sobre las duras y enloquecedoras condiciones de T-3, lo que, con toda seguridad, era relevante para determinar si Escamilla había sido negligente al empuñar un arma en ese lugar. En la misma tesitura estaba la cuestión de si el proceso era justo de conformidad con la constitución de Estados Unidos, dado que no había posibilidad de que Escamilla fuera juzgado por un jurado de sus pares en Virginia. Después de todo, T-3 no tenía fuerza policial ni otra autoridad legal, y sí tenía a un maniático que corría con un cuchillo de carnicero en la mano. La única forma de hacer valer los derechos de propiedad allí era con armas. Hay que comparar eso con los tranquilos suburbios de Virginia, en donde los peores temores cotidianos de las personas tienen que ver con el tránsito. ¿Podía un jurado entender en realidad las presiones que enfrentó Escamilla y juzgar adecuadamente sus acciones?
En última instancia, después de una condena inicial por homicidio imprudencial y de las inevitables apelaciones y detenciones preventivas, Escamilla fue absuelto de todos los cargos, considerando el asunto del rifle defectuoso. Pero, debido a esa absolución, todos los aspectos legales de importancia quedaron sin resolverse. El caso de T-3 se consideró un suceso irrepetible, algo insólito, extraño y único. Pero no lo será.
El asesinato en la isla de hielo del 16 de julio de 1970 ocurrió un año después del lanzamiento del cohete Apolo que llevó a los primeros seres humanos a la luna. Y ya desde entonces los expertos en jurisprudencia se dieron cuenta que, dado el limbo legal de T-3, el caso de Escamilla tenía enormes implicaciones para algún delito cometido en el espacio exterior. No importa qué tan noble y elevada pueda parecer la navegación espacial, la naturaleza humana es la naturaleza humana, y tarde o temprano alguien apuñalará o disparará a otro allá arriba. Y no tenemos idea de cómo lidiar con el asunto.
En busca de analogías a los delitos que pudieran cometerse en el espacio exterior, algunos eruditos piensan en la Antártida, en donde ya se han cometido una cantidad sorprendente de crímenes –entre ellos un asesinato con hacha por un partido de ajedrez; un ataque con el gancho para quitar clavos de un martillo, y un incendio provocado, cuando un doctor fuera de sus cabales quemó un edificio para tratar de forzar una evacuación. (Más recientemente, en una base rusa, un ingeniero apuñaló a un soldador en el pecho, ya sea porque, dependiendo del reporte, el soldador insultó la virilidad del ingeniero ofreciéndole dinero por bailar sobre una mesa, o porque el soldador no dejaba de contar el final de libros que el ingeniero estaba leyendo, hasta que este terminó por hartarse.)
Pero, por diversas razones, la Antártida no es una gran analogía para el espacio. Por muy remoto y poco desarrollado, sigue siendo un territorio permanente en la Tierra, y varios países han hecho reclamos territoriales, aunque disputados. De cualquier manera, las bases de estos lugares están regidas por los gobiernos y se tratan esencialmente como un territorio soberano. La tierra de nadie de T-3 parece ser una mejor analogía, desde la perspectiva legal, al casi completo vacío de vigilancia judicial que se da en el espacio.
El Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967 es casi el único ordenamiento legal que rige lo que acontece en el espacio, pero se centra casi en su totalidad en lo que los países pueden y no pueden hacer (por ejemplo, lanzar bombas nucleares o capturar cuerpos celestes). Omite mencionar lo que pueden hacer las empresas privadas o individuos, lo que podría parecer un vacío notable dado el aumento de las compañías privadas dedicadas al espacio, como SpaceX, que recientemente transportó a sus primeros astronautas a la Estación Espacial Internacional. Estas naves privadas son mucho más opacas en un sentido legal.
Hay una cláusula en el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre que exige a las naciones que supervisen a sus propios ciudadanos en el espacio, lo cual funciona bien cuando los astronautas son pocos, pero cuando sean cientos o miles las personas que lleguen a la órbita, será cada vez más insostenible. Además, hasta ahora, la mayoría de los delitos cometidos en lugares remotos, como T-3, implican a ciudadanos de un mismo país (por ejemplo, el ataque de un ruso a otro).
En 2019 salieron a la luz reportes del primer delito cometido en el espacio exterior, cuando, presuntamente, una astronauta accedió a la cuenta bancaria de su pareja, de la que estaba separado, desde las computadoras de la Estación Espacial Internacional. Después la astronauta quedó libre de cargos y a la pareja se le acusó de hacer declaraciones falsas.
Aunque ese delito haya ocurrido, habría involucrado a dos personas y un banco de Estados Unidos, además de haberse perpetrado en la sección estadounidense de la Estación Espacial Internacional, por lo que solo las leyes de ese país se habrían aplicado. Sin embargo, la Estación Espacial Internacional ya es, justamente, internacional, como quizá vayan a ser los vuelos espaciales futuros. Por eso deben considerarse situaciones como esta: una mujer alemana envenena a un hombre congolés en una nave espacial propiedad de un conglomerado chino-belga con oficinas centrales en Luxemburgo. ¿Entonces quién diablos se hace cargo?
Cuando se establezcan colonias en Marte o la luna y las personas comiencen a tener hijos allá, las cosas se tornarán más controversiales. ¿Una corte terrícola realmente tendrá jurisdicción sobre personas que nunca en su vida hayan puesto un pie en la Tierra? Si ejercer facultades jurídicas sobre T-3 fue todo un suceso, imagine las consecuencias de hacerlo en otro planeta.
Y hay otro asunto, ¿cómo arrestar a alguien en el espacio? Los oficiales de Estados Unidos tardaron dos días completos en llegar a T-3 y detener a Escamilla. Marte se encuentra a varios meses de distancia, cuando menos, si no es que a más tiempo. ¿Realmente vale la pena enviar a alguien en una misión interplanetaria de miles de millones de dólares solo para hacer un arresto? Y mientras tanto, ¿ dónde se retiene a los infractores? (En el ataque ruso más reciente ocurrido en la Antártida, el ingeniero fue llevado a la diminuta capilla ortodoxa de la base, ya que no había una celda de prisión.) Además, si se les trae de regreso a la Tierra, ¿cómo encontrar un jurado de iguales? ¿Cualquier terrícola podría entender por completo la vida en Marte y juzgar a alguien que vive allí?
Mario Escamilla no tenía intenciones de convertirse en un pionero en temas legales, solo deseaba recuperar su vino de pasas. Pero cuando regresemos a la luna en unos cuantos años –la NASA tiene planes de llevar a personas en 2024 y llegar a Marte en la década siguiente–, seguramente escucharemos más sobre este oscuro homicidio. Cuando menos, las naciones del mundo que exploran el espacio deben actualizar el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre para que contemple los vuelos espaciales privados.
Desde luego que debatir sobre cláusulas de un tratado o asuntos de extradición no es tan romántico como pretender llegar a Marte o tan sofisticado como la tecnología que nos lleve allá, pero el caso Escamilla nos muestra que los asuntos legales mundanos también importan. Las leyes no salvan vidas por sí mismas –el primer asesinato en el espacio ocurrirá con ellas o sin ellas– pero pensar con un poco de anticipación sobre cómo abordar un caso de este tipo podría hacer mucho por garantizar que la sociedad que tanto nos estamos esforzando por construir allá también tenga la oportunidad de sobrevivir.
Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
es escritor. Su último libro es The bastard brigade. Su nuevo podcast se llama The disappearing spoon.