A nadie se le escapa que el estudio del lenguaje es, desde que las mujeres accedimos a los estudios universitarios, una profesión altamente feminizada. Tanto es así que hace 30 años, cuando decidí estudiar filología, no fueron pocos los que me dijeron: “tan feminista que eres y terminas estudiando una carrera propia de mujeres”. Cuantitativamente no les faltaba razón, los estudiantes varones en mi promoción se contaban con los dedos de la mano y hoy, tres décadas después, sigue ocurriendo lo mismo.
La explicación parece sencilla: el estudio del lenguaje está íntimamente relacionado con la enseñanza, que no deja de ser una profesión centrada en las personas y su cuidado. Llevamos más de un siglo escuchando que nuestro cerebro femenino está preprogramado desde la época de cazadores-recolectores para el cuidado y el servicio a los demás, mientras que el de nuestros compañeros varones se centraría en el liderazgo, la lucha y la caza. Es lo que se conoce como la Teoría de la Complementariedad: la biología crea cerebros femeninos y cerebros masculinos con intereses, habilidades y necesidades distintas. Y adaptarse a esta biología ayudaría a las sociedades a organizarse mejor.
Este discurso, a pesar de presentarse con cierto aire de cientifismo (parece estar avalado por la teoría de la evolución), presenta claras contradicciones. La más evidente es que es el mismo que se utilizaba tiempo atrás para justificar que los estudios superiores (incluidos los del lenguaje) eran un lugar vetado a las mujeres. Echemos un vistazo a cualquier manual de Historia de la Lingüística y recordaremos claramente de dónde venimos. Que un mismo razonamiento sirva para defender una cosa y su contraria ya nos debería hacer sospechar. No obstante, no es la única prueba para rechazarlo. Y es que, por muy científico que parezca, es un razonamiento falso, malintencionado y simplista.
El discurso de la complementariedad de los cerebros femenino y masculino es falso porque no está basado en datos empíricos contrastados. Los estudios que parecen sustentarlos tienen una metodología poco cuidada y unos resultados muy poco definitivos. Además, como dice Gina Rippon en El género y nuestros cerebros, los estudios que encontraban diferencias eran mucho más fácilmente publicables y tenían mucha más distribución que los que no encontraban nada. Eso por no mencionar que hoy en día se cuestiona claramente el papel de hombres y mujeres en la prehistoria.
Es, por otra parte, malintencionado porque trata de justificar un status quo en el que las habilidades vinculadas a las mujeres están peor pagadas y tienen menor prestigio que las vinculadas a los cerebros masculinos. Es evidente que existe cierto interés en aceptar, sin demasiadas pruebas, que la biología apoya las asimetrías sociales. Lo hemos visto cientos de veces en la historia de la humanidad, donde toda injusticia social (racista, clasista, machista) se apoya, constantemente, en teorías biológicas más o menos imaginativas.
Es, por último, un razonamiento simplista porque está basado en una mala interpretación de lo que es el cerebro humano. Para que esta propuesta teórica fuera cierta, los cerebros deberían estar fuertemente condicionados por la biología (genes, hormonas, gónadas) y ser más o menos impermeables al contexto. Pero los más actuales estudios de neurociencia nos han enseñado que la realidad del cerebro es justo la contraria, pues son estructuras sumamente plásticas. Las redes neuronales que nos permiten relacionarnos con el mundo se construyen con la experiencia a lo largo de la vida. Y en esa experiencia, tan importante es lo que haces como lo que percibes. Nuestros intereses, habilidades y necesidades dependen de nuestra genética y del efecto de las hormonas, pero también de cómo nos ven los demás y lo que esperan de nosotros. Los estereotipos sexistas omnipresentes en nuestra sociedad no solo dicen (generalizando) cómo somos, sino que nos influyen directamente en nuestra forma de ser.
No era cierto que el estudio del lenguaje fuera un asunto de hombres. Mi generación ha demostrado que, si nos dejan, nosotras podemos hacerlo tan bien como ellos. Pero tampoco es cierto que sea un asunto de mujeres. Desterremos de una vez la Teoría de la Complementariedad. Cada uno de nuestros cerebros es un órgano individual, único, formado a través de múltiples variantes. Con independencia de tu género, descubre tus habilidades, tus pasiones, tu vocación y lucha por ellas.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).