A medida que me hago mayor, la tendencia a quedarme en mi zona de confort, a no viajar, a no conocer cosas nuevas, se acentúa. No os voy a negar que hay un placer intrínseco en esto de quedarse uno siempre en el mismo sitio, mirando las mismas cosas, y haciendo como que el resto del mundo no existe. Y, sin embargo, no puedo por menos que advertir que renunciar a echar un ojo a lo que nos es ajeno tiene consecuencias devastadoras. Sobre todo, si uno está interesado en el conocimiento. Y esto por dos razones fundamentales: la primera es que si nos dedicamos a estudiar solo lo nuestro, tenderemos irremediablemente a subestimar la diversidad del mundo, y nos parecerá que lo nuestro es lo universal; la segunda es que si solo miramos las cosas que tenemos cerca, probablemente no seremos capaces de verlas en toda su profundidad.
Esta reflexión creo que se puede aplicar a todos los ámbitos de la vida. Viajar y conocer otras formas de vivir y de pensar nos ensancha el entendimiento y nos hace más sabios. Pero como esta columna es para hablar de las lenguas, os pondré un ejemplo lingüístico. Pensemos en las categorías gramaticales. Mejor aún: pensemos en los adjetivos. Estamos tan acostumbrados a encontrarlos en todas las lenguas que nos rodean, que no nos cabe en la cabeza hablar sin ellos. Pero la verdad es que existen lenguas que no tienen adjetivos, como la lengua tikuna, que se habla en el Amazonas o la lengua otomí, que se habla en el centro de México. ¿Significa esto que en esas lenguas no se puede hablar de las propiedades de las cosas? Obviamente no. Lo que ocurre es que utilizan otros recursos lingüísticos diferentes: fundamentalmente formas verbales (como decir la niña sonriendo para expresar la niña sonriente) o nombres (como la niña sonrisa).
Nos parece, como digo, que todas las cosas del mundo han de ser como las nuestras y sin embargo una mirada rápida más allá del ombligo nos devuelve un mundo mucho más diverso de lo que pensábamos. Pero lo mejor de darse cuenta de esto, es que, de algún modo, se te cambia la mirada y comienzas a ver la realidad que te rodea con otros ojos. Y se te ocurre preguntarte, por ejemplo, ¿y si, bajo la apariencia de adjetivo, en una lengua como el español, resulta que también hay más diversidad de la que veíamos?
Y este, precisamente, parece ser el caso. Si observamos de cerca el comportamiento de los adjetivos en una lengua como el español, encontraremos que existen dos tipos claramente diferenciados y que, curiosamente, se pueden correlacionar con un comportamiento más nominal o más verbal.
Por un lado, tenemos los adjetivos que se llaman “de individuo”, como útil, lógico o doloroso. Para poder decir si algo es útil, lógico o doloroso tenemos que compararlo con otros individuos de la misma clase (es más o menos útil, lógico o doloroso que otros). En español se caracterizan, además, por combinarse de manera prioritaria con el verbo ser, como hacen, de hecho, los nombres (soy Carmen, soy médico, soy una señora). Por otro lado, tenemos los adjetivos que caracterizan estados de individuos, como sucio, contento, o perplejo. Son adjetivos que presentan un estándar de comparación interno, en el sentido de que para decidir si alguien o algo está sucio, contento o perplejo lo tenemos que comparar con otros momentos de ese mismo individuo (sucio con respecto a cuando estaba limpio, por ejemplo). Como vemos, el verbo seleccionado es estar, como hacen los propios verbos cuando están en forma no personal (Estoy cantando, están vendidos). Esta descripción rápida parece indicar, por tanto, que sí: que bajo la etiqueta de “adjetivos” hay elementos más nominales y otros más verbales. Con esta intuición en la cabeza, un grupo de investigadores con José Manuel Igoa al frente, nos pusimos a diseñar experimentos y encontramos que, en las pruebas de laboratorio, los hablantes de español se comportan ante los adjetivos de individuo como si estuvieran ante nombres y ante los adjetivos de estadio como si estuvieran ante verbos.
Como vemos, si nos atrevemos a mirar más allá de las lenguas más conocidas, encontramos realidades no esperadas, como son las lenguas que expresan las propiedades sin la categoría adjetivo, a través de verbos o de nombres. Y, una vez que nuestra mente se ha ensanchado y hemos visto el mundo desde otras perspectivas, podemos volver a casa y descubrir, con sorpresa, que en nuestra lengua quizá la categoría de adjetivo no sea tan uniforme y estable como sospechábamos.
Salgamos, viajemos, leamos, conozcamos y revisemos nuestras propias certidumbres.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).