El expresidente de Costa Rica, Óscar Arias Sánchez, anunció el viernes 4 de abril que la administración de Donald Trump revocó el visado que le permitía visitar Estados Unidos.
Estados Unidos ha decidido botar del país y prohibir la entrada del ganador del premio Nobel de la Paz en 1987. Esta acción representa mucho más de lo que parece, por la sencilla razón que Arias no solo encarna el reclamo histórico de América Latina por la soberanía, sino porque aseguró que este se lograra en momentos cuando se esperaba lo contrario. Frente a la hostilidad abierta de dos presidentes, Ronald Reagan y su sucesor George H.W. Bush, Arias rechazó la política de Estados Unidos que había financiado y defendido los regímenes militares de Centroamérica y el uso de la violencia contra civiles en que se apoyaban. Logró un acuerdo de paz entre El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Esta historia y lo que representa hoy en día hace a Arias, y tal vez a otros como él, enemigos automáticos de la visión de “seguridad nacional” del presidente Trump y su gobierno.
Recientemente, Arias ha caracterizado a Trump como un “emperador romano”. Para muchos en América Latina y en el extranjero, la descripción es no solo justa sino exacta. Después de todo, la política exterior del hoy presidente parece impulsada ante todo por un deseo de eclipsar la historia y reafirmar el poder del imperio, a pesar de las propias raíces antiimperialistas de los Estados Unidos en la Revolución americana de 1776. El presidente Trump quiere “recuperar” el Canal de Panamá de manos de Panamá. Ha decidido que el nombre del Golfo de México sea Golfo de América. Ha revertido décadas de libre comercio sin precedentes con Canadá y México. Ha declarado el nuevo “destino manifiesto” de Estados Unidos a aprovechar y controlar los recursos y la riqueza mineral de Groenlandia.
¿Por qué quitar a Arias del escenario público en estos momentos? Para que no sirva su llamado a la solidaridad latina en este desierto de la democracia que estamos todos atravesando en esta nación. Para que aquellos que de otro modo permaneceríamos en silencio no imitemos el reclamo de la soberanía de actuación y la protesta. Para que la amnesia, y no la historia, predomine.
En 1987, Arias medió en los acuerdos de paz regionales que pusieron fin a decenios de atrocidades cometidas por regímenes militares en El Salvador y Guatemala. En nombre de Costa Rica, el único país que permaneció libre de violencia, en 1990 luchó por el retorno de la democracia electoral a Nicaragua, país cuya guerra civil comenzó cuando la CIA reorganizó en secreto los restos de las fuerzas de seguridad del dictador caído Anastasio “Tacho” Somoza II, apoyado por Estados Unidos, y creó a los Contras, un instrumento clave de la política exterior y beneficiario de la generosidad financiera bajo las administraciones de Reagan y Bush padre, desde la década de los 1980 hasta principios de los 1990.
La historia de esos regímenes antes y después de que Estados Unidos empezara a financiar, apoyar públicamente y entrenar oficiales de sus ejércitos (en sitios como La Escuela de las Américas en Fort Benning, Georgia) era cruda e innegable: desde principios del siglo XX, sus gobiernos no solo estaban en deuda con Estados Unidos, sino que eran infames defensores de las oligarquías y enemigos probados del cambio democrático y pluralista.
Como joven aspirante a la profesión de historiadora y especialista de la Guerra fría en América Latina en la época en que Arias luchaba por la paz, me di cuenta por primera vez de la conexión entre las acciones del entonces presidente de Costa Rica y de la reivindicación de la soberanía nacional en nombre de la región de América Latina que evocaba. Fue un momento clave: pronunció el discurso de mi graduación en Dartmouth College en junio de 1992. Recién galardonado con el Premio Nobel de la Paz y el título de doctor honoris causa por mi universidad, Arias era nada menos que un protagonista heroico de la historia que yo había estudiado en las aulas.
“El destino humano no debe cambiar por azar, sino por la decisión”, dijo aquel día. Recuerdo haberme dicho a mi misma: nada es inevitable en la historia. La agencia de los individuos y de los que contestan la injusticia puede cambiar todo. Tal vez estas ideas suenen demasiado idealistas, pero lo que dijo Arias el día de mi graduación reflejó la metodología que enseño hasta la fecha para acercar a mis alumnos a la historia; esa misma visión es la que infunde todo mi trabajo investigativo y publicado de la historia.
Los hechos básicos del caso de Arias, incluyendo su exclusión oficial de Estados Unidos, nos ofrecen una parábola para el momento sin precedentes que vivimos, al igual que la época, muchas veces desesperante, de la Guerra fría en América Latina. Desde su fundación a finales del siglo XVIII, justo antes de la Independencia de Estados Unidos, el lema en latín del Dartmouth College ha sido Vox clamantis in deserto, “Una voz clama en el desierto”, frase tomada de los Evangelios de Mateo y Marcos y originada en el libro de Isaías del Antiguo Testamento.
Durante los cuatro años que estudié bajo ese lema, lo vi todos los días, estampado en mi sudadera, en mi taza de café, incluso en los libretas de papel en blanco en los que los estudiantes escribíamos nuestros exámenes finales. Sin embargo, el día que escuché la voz del presidente Arias pidiendo que eligiéramos hacer un cambio positivo e histórico en el mundo, dejé de dar por sentada la idea. Las acciones de Arias en favor de la paz, los derechos humanos y la igualdad de las naciones y sus pueblos adquirieron entonces un significado renovado, como deberían tenerlo ahora.
Cuando los costarricenses liderados por Arias decidieron cambiar el curso de la historia de Centroamérica negociando la paz, dieron voz a innumerables personas, incluidas muchas de Estados Unidos, que exigían el fin de las injusticias y del largo legado de sufrimiento humano que habían cultivado dictadores y regímenes autoritarios. Pero cuando defendió la paz y actuó para hacer realidad la democracia mediante la intervención de su propio país, sin depender de la aprobación o el permiso de la presidencia de Estados Unidos, también cambió nuestras propia perspectiva y nuestro punto de vista sobre la democracia, para mejor, en Estados Unidos.
Marco Rubio, el secretario de Estado del presidente Trump, ha dicho que lograr una visa para visitar o vivir en Estados Unidos es un privilegio. Sin duda, tiene razón: la presencia de personas como Óscar Arias en Estados Unidos debería ser visto por todos como un privilegio: más ahora que nunca, y sobre todo para este país. ~