Foto: Chen Zeguo/Xinhua via ZUMA Wire

La irrupción del nuevo coronavirus

México, como la mayoría de los países, no está listo para enfrentar una pandemia de Covid-19 que demande los niveles de atención médica que actualmente se requieren en el centro de China. Tenemos un período de gracia para prepararnos.
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No menor entre las noticias que hasta ahora nos ha traído el 2020 es la epidemia en China del nuevo coronavirus, llamado SARS-CoV-2 para distinguirlo de la propia enfermedad, Covid-19 (coronavirus disease, 2019). Incluso si la epidemia se detuviera de súbito en las cifras de 77 mil enfermos y 2 mil 300 muertos que ha alcanzado al promediar el mes de febrero, sus efectos negativos en la gobernanza y la economía del país asiático, principal afectado hasta ahora, se sentirán durante meses. Convertir una región industrial de 50 millones de personas en un pueblo fantasma trae consigo una factura que habrá de pagarse más temprano que tarde y nos recordará la importancia de ese país en la salud, la manufactura, el comercio y la economía globales.

Hasta inicios del siglo XXI, los coronavirus eran considerados más bien aburridos; si acaso llegaban a causar un catarro. Por eso fue sorprendente descubrir que era un coronavirus el agente del SARS (severe acute respiratory syndrome) que nos aterró en 2003. Esperábamos su llegada a México cuando se detuvo en seco, quizá por las medidas de contención que se impusieron, quizá porque no tenía el potencial que tiene la influenza para llegar hasta el último reducto del mundo. Al final, afectó a dos docenas de países y mató a 770 personas, uno de diez de quienes fueron infectados. En 2012, el MERS (Middle East respiratory syndrome) hizo una entrada discreta, matando aun así a uno de cada tres afectados. Hasta ahora ha ocasionado la muerte de 860 personas y, aunque a cuentagotas, sigue activo.

Debido a que el SARS y el MERS matan por neumonía extensa en ambos pulmones, no fue sorpresa cuando se determinó que la nueva enfermedad que azota el centro de China desde finales de 2019 era causada por un nuevo coronavirus. Por el linaje del virus se le rastreó hasta los murciélagos; el brinco a los humanos se dio seguramente a través de la manipulación de un mamífero intermedio (se sospecha del pangolín), favorecido por el comercio de animales vivos que es común en China.

Por lo que sabemos hasta ahora, el nuevo SARS-CoV-2 se comportará en su epidemiología un poco como el SARS y un poco como la infuenza. En la clínica tiene, sin embargo, una letalidad mayor que la de la influenza estacional: se estima que la Covid-19 mata aproximadamente al 2% de los que infecta, contra 0.1% de la influenza. Esta letalidad colocaría a la Covid-19 en niveles semejantes a los de la pandemia de influenza de 1918, que mató a decenas de millones de personas. Por fortuna, existen evidencias de que ese 2% puede ser una sobreestimación, dado que parece haber mucha gente infectada que no tiene manifestaciones serias.

Por otra parte, si bien no mata al 30%, como el MERS, o al 10%, como el SARS, el nuevo SARS-CoV-2 se transmite con la facilidad que lo hace la influenza: cada enfermo la transmite a un promedio de 2.5 personas con las que tiene contacto, lo cual es un nivel alto. En resumen, este SARS-CoV-2 es menos letal que el SARS y el MERS, pero cobra un mayor número de víctimas porque es más contagioso.

Predecir es difícil. No sabemos bien a bien cómo se va a comportar el nuevo virus, pero hay tres posibilidades básicas que podemos contemplar a partir de lo que ha hecho hasta ahora. La primera es que se disemine como una pandemia de influenza y que alcance todos los rincones del mundo con los niveles que ahora tiene la Covid-19 en la región de Hubei, en China. Este es el desenlace menos deseable, pues con una letalidad semejante (2%) la pandemia de influenza de 1918 mató al menos a 50 millones de personas. Aun si la letalidad de la Covid-19 fuera de la cuarta parte (0.5%), considerando que 2% parece una sobreestimación y que deja indemnes a los niños, significaría en la actualidad la muerte para 35 millones de personas. Por fortuna, los datos recientes muestran que otras provincias de China no están alcanzando cifras semejantes a las de Hubei.

La segunda posibilidad es que se apague, como se apagó el SARS en 2003, ya sea por las medidas de contención, por el clima cálido, o porque el virus carezca del potencial pandémico de la influenza. Parece poco probable que esa suerte nos favorezca de nuevo, toda vez que el SARS-CoV-2 ha ido mucho más rápido: en un par de meses ha superado con mucho el número de enfermos y muertos que el SARS y el MERS alcanzaron en 8 meses y 8 años, respectivamente.

La tercera posibilidad es que la enfermedad se regionalice y afecte sólo áreas específicas donde haya poblaciones urbanas en estrecho contacto. La desafortunada experiencia de la cuarentena del crucero Diamond Princess –durante la cual enfermaron rápidamente el 17% de los 3,700 pasajeros a bordo– mostró que el SARS-CoV-2 puede propagarse eficientemente siempre y cuando exista una alta densidad poblacional. Esta es una posibilidad de impacto intermedio, pues afectaría a algunas regiones pero respetaría a otras, que podrían activarse cuando las anteriores se apagaran. En este escenario los sistemas de salud podrían responder mejor, toda vez que podrían concentrar sus limitados recursos en áreas específicas.

México puede responder a los retos de diagnóstico y comunicación que demandaría la llegada de la Covid-19, pues la pandemia de influenza de 2009 nos dejó buenas lecciones y un personal capacitado. Sin embargo, deberíamos estar mejor preparados en lo individual, ya que las enfermedades respiratorias se complican menos, a cualquier edad, en quienes se encuentran en buena condición física.

Por otra parte, con respecto de la carga que la llegada del virus a México podría significar para el sistema de salud, debemos esperar la mejor de las suertes, pero prepararnos para la peor. En este caso, debemos anticipar que la Covid-19 se convierta en una pandemia y que sea necesario dar soporte respiratorio a mucha gente, ya sea con un poco de oxígeno o hasta con el internamiento en una unidad de cuidados intensivos para ventilación con una máquina. Considerando el comportamiento de la Covid-19 en la ciudad de Wuhan, aventuremos cifras conservadoras para los primeros cuatro meses de una pandemia en una región conurbada de, digamos, 20 millones de personas, como la de la Ciudad de México. Supongamos que enferma solo el 20% de la población (4 millones) y que de ellos solo el 20% tiene una enfermedad seria (800 mil). Sabemos que alrededor del 15% estarían gravemente enfermos (120 mil) que, divididos entre 4 meses, resultaría en 30 mil pacientes gravemente enfermos por mes. De ellos, al menos el 15% (4,500) requerirían un ventilador mecánico y una cama de terapia intensiva. He aquí que, sumando los sistemas públicos y privados, difícilmente existen en la zona 700 camas de terapia intensiva que, además, ya están ocupadas. No es difícil ver que los hospitales colapsarían y empezarían a rechazar pacientes, lo cual implicaría un enorme riesgo para ellos y otros. No nos equivoquemos: una pequeña proporción de gente que enferma de gravedad al mismo tiempo puede colapsar el sistema de salud. Cundiría entonces el enojo, el pánico y a veces, el caos. Esto no es una mera proyección teórica, pues está ocurriendo ahora mismo en el centro de China.

México no está preparado para una pandemia de enfermedad respiratoria que demande los niveles de atención médica que actualmente se requieren en el centro de China. No es consuelo saber que la mayoría de los países están en la misma situación. Tenemos un período de gracia para preparar nuestros hospitales e incrementar nuestras capacidades de terapia respiratoria. Es complejo, pero urgente.

Pase lo que pase al final, la lección que cada nueva epidemia trae consigo es la misma: no podemos seguir teniendo nuestros hospitales trabajando a título de suficiencia, siempre con recursos limitados. Tenemos que invertir más en salud y en nuestros hospitales, pues son parte integral del contrato social, de la seguridad nacional y de la continuidad de las instituciones.

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Es médico especialista en infectología. En 2009 fue comisionado nacional para la influenza de la Secretaría de Salud.


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