Se puede leer Modos de existir, de James Bridle, como una historia mínima del cosmos. Una historia dinámica, electrizante, donde ninguna especie –mucho menos el hombre– es el protagonista definitivo. El relato pudiera empezar hace seiscientos millones de años, con el gusano milimétrico y ciego que compartimos, como ancestro común, los pulpos y los seres humanos. En el fondo del mar, esa criatura de cerebro simple, apenas un puñado de neuronas, ya era el resultado de una lucha por la inteligencia y por la vida. Para Bridle, las computadoras de hoy están en esa línea genealógica, igual que las redes de bosques, los orangutanes, los microorganismos y todo el planeta.
Modos de existir –la rima en inglés de being y seeing salda una deuda con John Berger: la de saber mirar– es el quinto libro de la serie Interespecies, que Jorge Carrión coordina para Galaxia Gutenberg. Que forme parte de esa colección es ya un manifiesto. Se trata de autores que detectan y explican el vínculo entre la tecnología, el pensamiento y la sociedad. Cada título se ocupa de los temas contemporáneos por excelencia, como la inteligencia artificial, las consecuencias de una pandemia mundial, el autoritarismo político y el futuro de la humanidad.
Bridle, un pensador raro y omnívoro, recuerda a los naturalistas del siglo XIX en su empeño de redescubrir el mundo. El entusiasmo de su prosa no permite que el texto se vuelva un mero manual técnico, mientras que su lucidez logra redondear el concepto y trazar parentescos entre universos que, a simple vista, están separados. El resultado es una visión unitiva del mundo, que pone sobre la mesa un cambio de conducta personal y política.
En Épiro, cerca de la frontera griega con Albania, Bridle descubrió a lo largo del campo unas clavijas de madera envueltas en cinta adhesiva. La puntuación de estacas avanzaba a través de bosques, jardines y pueblos, bordeaban las carreteras y cubrían cientos de kilómetros. Eran –son– “las marcas de los dientes y las garras de la inteligencia artificial en el momento exacto en que entra en contacto con la tierra”. Con un turbio permiso del gobierno griego, las estacas forman una cuadrícula computarizada por Repsol e IBM, que ayuda a extraer frenéticamente el petróleo de Épiro.
El uso de la IA para optimizar “la perforación, vaciado y expolio de las pocas áreas de naturaleza salvaje virgen que quedan en la tierra”, a sabiendas de que es un suicidio a gran escala, es una práctica que comparten grandes compañías como Google, Amazon o IBM. Su actuación tiene que ser, valora Bridle, una preocupación fundamental de las democracias. Los gigantes tecnológicos arramblan con todo, instituciones, gobiernos, leyes, comunidades, en su búsqueda obsesiva de combustible.
El problema no es la IA, cuya conducta es corporativa y tóxica porque así fue creada; el problema es quien diseña y sus modelos. “No fue la tecnología la que nos expulsó del paraíso o la que nos hizo escapar de Babel. La tecnología no designó que la vida no humana fuera brutal o mecánica, válida solo para el matadero o la mesa de vivisección”. Hay muchas inteligencias posibles, explica Bridle y de ese enunciado parte su libro. Formas en que el pensamiento se manifiesta, no de forma rudimentaria o subhumana, sino de modo esencialmente distinto al del hombre.
Lo primero que pide Modos de existir es que cada organismo sea consciente de su umwelt, la palabra alemana que define el ambiente esencial, con todas sus conexiones, de cualquier cosa. Lo que lo rodea, aquello con lo que se conecta y de lo cual depende su equilibrio. Concepto de la robótica tanto como de la biología, el umwelt acaba siendo un “modelo interno del mundo” de cada entidad. Reconocerlo es aprender a existir.
Ignorar sistemáticamente el umwelt ha llevado a que incluso las investigaciones más profundas sobre otras formas de vida contengan sesgos que las invalidan. Bridle examina los estudios sobre los gibones, que se niegan rotundamente a participar en los juegos que los científicos diseñan. La total indiferencia de esos animales, primates muy inteligentes, desconcertó a los investigadores durante décadas, hasta que en 1967, cuando se diseñó una situación apropiada para el cerebro del gibón, se “volvió” inteligente.
Otra prueba, la de autoconciencia o test del espejo, se aplicó a múltiples ejemplares durante décadas y los resultados fueron extraordinarios. Frente a una superficie que los reflejara, no solo los monos y los elefantes se reconocían, sino que varias máquinas, como las “tortugas” de Grey Walter –que recuerdan a los droides ratón MSE-6 de Star Wars–, que en los años 50 sabían “verse” a sí mismas con unos pocos sensores y bombillos.
Bridle logra párrafos con un humor digno de Esopo y describe las fugas de los pulpos como películas de acción. En el acuario nacional de Nueva Zelanda, un pulpo llamado Inky se las arregló para huir de su tanque y recorrer treinta metros de tubería hasta el océano. Otro, en Alemania, hacía malabares con cangrejos a escondidas de los humanos e, irritado por un bombillo sobre su pecera, lanzaba sucesivos chorros de agua para apagarlo y provocaba un cortocircuito en todo el acuario.
Pero si el mundo animal está lleno de chimpancés que meditan y cefalópodos escapistas, el vegetal no es menos asombroso. Los bosques se reúnen en torno a un árbol madre, que funciona como nodo central en una inmensa red de raíces, ramas y microorganismos. Un árbol madre prefiere ayudar a sus retoños y es egoísta con los nutrientes, pero no rehúsan aliarse con otras plantas. Los árboles comparten información sobre el peligro o el alimento, se mueven –lo sabía Darwin– y pueden escuchar. Lo demuestra un estudio sobre las reacciones de una serie de plantas ante el sonido de una oruga masticando berro: reaccionan al sonido liberando toxinas.
La exploración de Bridle sobre la multiformidad de la inteligencia vuelve sobre las máquinas. Cómo puede diseñarse una conciencia artificial, se pregunta Bridle, que tenga más que ver con un pulpo o una red boscosa que con una corporación. Qué diseño conduce a lo que Turing definió como oráculo, lo que permite ver lo que no se sabe, una variable que podría dar equilibrio a la inteligencia artificial y a nuestra relación con ella.
Modos de existir aborda, en sus capítulos finales, el rol del azar en la evolución y en la vida moderna. Invita al científico y al pensador de hoy a inspirarse, como hicieron Turing o Darwin o el músico John Cage –que compuso la célebre pieza 4’33’’, un silencio casi total– en clásicos marginales, como el I Ching, el Libro de los Cambios. Recomienda mezclar vocaciones, como hizo Ernst Haeckel, el científico-artista (cuyos dibujos usa la editorial Impedimenta para ilustrar los libros de Stanisław Lem).
Inventor de la palabra ecología, Haeckel viajó a Nápoles y Sicilia en 1859 y se acercó al mar. Recogió una cubeta del Mediterráneo y examinó el agua con un microscopio. Vio millones de criaturas cuyas formas trató de pintar y no agotó. Esferas, radiolarios, foraminíferos, pequeños planetas, mundos en miniatura. Todas, a su manera, inteligentes y vibrantes. Inagotables modos de existir.