El pasado 8 de octubre el Comité del Premio Nobel, en la rama de la física, determinó otorgarlo a François Englert y Peter Higgs luego de una “ardua deliberación”. Y es que al restringirlo a solo dos contribuyentes el premio se aleja del espíritu colectivo que tienen hoy en día las investigaciones científicas.
Los éxitos de la física subatómica comenzaron desde fines del siglo XIX y, en particular, después de 1950 y hasta el verano de 2012, cuando presenciamos la habilidad de miles de ingenieros y físicos para diseñar, fabricar y montar el acelerador más energético y luminoso de la historia, el LHC. Diseñaron también seis espectaculares experimentos a su alrededor, localizados en determinados puntos del anillo, cuya circunferencia alcanza 27 kilómetros. De hecho, el LHC es más bien un complejo de diversos aceleradores. Dos de los detectores, ATLAS y su “árbitro”, CMS, buscaban como objetivo principal saber si las predicciones de los científicos galardonados eran ciertas o había que mirar hacia otro lado en la dinámica del asunto.
Como el lector comprenderá, las predicciones no habrían sido confirmadas jamás sin estas tribus de inventores de nuevos chips, de novedosos y sorprendentes materiales, supercómputo, redes informáticas, electrónica avanzada, maneras ingeniosas de acelerar y retardar partículas, elaborados artefactos para detectar su huella. De otra manera, sería imposible saber de su existencia.
No fue sino hasta 1781 cuando Henry Cavendish demostró que el agua no era un elemento, como se creía desde la antigüedad, sino un compuesto de dos gases. En el caso del bosón de Higgs pasaron apenas 48 años. El hallazgo de Cavendish se basó en otros descubrimientos, como el del oxígeno poco antes (1774). En ese entonces tres químicos habrían calificado para ganar el “retroNobel”: Joseph Priestley, Carl Scheele y Antoine Lavoisier. Pero si tuviéramos que elegir a uno, nos meteríamos en un berenjenal. Scheele fue el primero en descubrirlo por unos meses, solo que Priestley era famoso, aunque ninguno de los dos creía que hubiese descubierto algo elemental, mientras que Lavoisier, si bien sus experimentos son un poco posteriores y en respuesta a lo encontrado por aquellos dos rivales, sí entendió lo que había encontrado: un verdadero elemento químico.
Las ciencias moderna y contemporánea pasaron la mayor parte de su periplo trepándose en hombros de gigantes, en el esfuerzo y brillantez de unos cuantos que han abierto el camino, lo cual coincide con el espíritu modernista de Alfred Nobel y su premio. Sin embargo, algunas de las ramas de la física, la química, incluso de la fisiología y la medicina han dejado de ser asunto de unos cuantos avezados y se convirtieron en verdaderas corporaciones, en equipos de docenas y, actualmente, de miles de personas.
Aun así, la decisión no fue equivocada. Si bien Peter Higgs ha hecho casi toda su carrera en la Universidad de Edimburgo, se convirtió desde un principio en un incansable promotor de sus ideas, siempre reconociendo el esfuerzo de los colegas. De hecho, entre los especialistas, el mecanismo se llama BEH: el neoyorquino Robert Brout (1928-2011) y el belga François Englert (Universidad Libre de Bruselas) fueron los primeros que publicaron, en 1964, cómo podía plantearse el asunto, ya en términos de una partícula fundamental o quizá algo que surgía de manera espontánea, es decir, dinámica. Un mes más tarde, Higgs publicó su versión en términos casi puramente matemáticos, apostando por una partícula. El panorama se complicó para el Comité del Nobel, pues las ideas de Brout, Englert y Higgs fueron complementadas, casi al mismo tiempo, por Gerald Guralnik, Carl Richard Hagen y Tom Kibble.
¿Cuál era este enigma? Descubrir, al interior del átomo, las causas últimas por las que existen los cuerpos masivos, desde virus hasta cúmulos de galaxias. ¿Por qué entidades como los quarks sí tienen masa y, en cambio, los fotones no y solo son energía?
De acuerdo al Modelo Estándar los quarks no andan solos, los acompañan los leptones y los bosones de norma o intermediarios, que durante muchos años fueron necesarios desde el punto de vista teórico para mantener la coherencia de este modelo. En 1983 en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) se descubrieron los primeros bosones: W+, W- y Z0. Así quedó corroborado el mecanismo BEH, el cual predecía que las familias de bosones se relacionaban de manera indirecta, intercambiando una especie de “regalos”. En efecto, es esta otra clase de partículas las que establecen la interacción. Con el descubrimiento del bosón de Higgs, en el verano de 2012, el cuadro quedó completo. O casi, pues falta dilucidar la naturaleza de la materia y la energía oscura, así como probar que las cuatro fuerzas fundamentales forman parte del mismo modelo, tarea que puede tomar diez o cincuenta años, o más.
Hace unas semanas conversé con el director general del CERN, Rolf Heuer, y con los líderes de ATLAS y CMS, David Charlton y Joe Incandela. Me dieron su impresión sobre dos premios: sobre el Nobel, entonces todavía no entregado, y el Premio Príncipe de Asturias, concedido en mayo. A diferencia del Nobel, el Príncipe de Asturias no tiene restricciones anticuadas y fue otorgado a los dos nobeles, pero también al CERN completo. Los tres coincidieron en que sienten legítimo orgullo por todas las distinciones. Heuer hizo notar también la creciente participación de la comunidad iberoamericana no solo en ATLAS y CMS, sino en otros experimentos, lo cual permite que España (país miembro), México, Brasil, Colombia y Perú estén entrenando, desde hace décadas, expertos en diversas áreas de frontera tecnológica y ciencia extrema.
A sus 84 años de edad, Higgs es un hombre paciente, emotivo y entregado a la enseñanza de la física teórica. Aunque cansado y tal vez melancólico, disfrutó junto a François Englert y se emocionó durante la celebración que el 4 de julio de 2012 se llevó a cabo en el auditorio del CERN, cuando se hizo el anuncio oficial del descubrimiento. ~
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).