Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora.
Apocalipsis, 8:1
La plaga avanza, implacable, por todas partes y el desconcierto y la desesperanza empieza a reinar. También la rapiña, la violencia y el cinismo. Pero la vida sigue adelante: hay fiestas, hay amor, los niños crecen, un artista pinta, unos actores salen a entretener al público. No hay redes sociales discutiendo si se están tomando las medidas necesarias o no, porque estamos en la Suecia feudal, en la época de las cruzadas, cuando el joven caballero Antonious Block (un Max von Sydow de apenas 28 años de edad) regresa del campo de batalla al lado de su claridoso escudero (¿o bufón?) Jons (Gunnar Björnstrand), con rumbo a su castillo en donde lo espera su mujer, a la que no ha visto en diez años.
Se trata, por supuesto, de El séptimo sello (Suecia, 1957), decimoséptimo largometraje de Ingmar Bergman (1918-2007) y el primero en ser protagonizado por quien sería uno de sus actores emblemáticos, el recién fallecido Max Von Sydow, que con este papel –apenas el quinto en una filmografía que sumó más de un centenar de cintas en Europa y Estados Unidos– ganaría una reputación internacional que no perdería jamás. Esta película significaría también, por cierto, la internacionalización definitiva de Bergman, quien había entrado al cine a partir de su pasión por el teatro.
Egresado en 1937 de la Universidad de Estocolmo, donde estudió literatura e historia del arte, Bergman se empapó de la obra de August Strindberg, que sería su más importante influencia literaria y teatral, a tal grado de escribir su tesis acerca de él. En 1944, a pesar de que no cumplía todos los requisitos académicos –nunca se graduó de la universidad–, el atormentado hijo del pastor luterano Erik Bergman fue nombrado director del teatro municipal de Helsinborg, en donde empezó su labor también como dramaturgo, pues varias de las piezas que montó desde fines de los años 40 a inicios de los años 50 fueron de su autoría.
De manera paralela a sus responsabilidades teatrales, Bergman fue invitado por la Svensk Filmindustri, la casa productora más importante en Suecia, a escribir argumentos originales para ellos. Su primer guion, Suplicio (1944), fue dirigido por uno de los más grandes cineastas suecos de la historia, Alf Sjöberg, quien había iniciado su carrera en la era silente. El experimentado Sjöberg tomaría al joven Bergman bajo su cuidado, convirtiéndose en su mentor en sus primeros años dentro de la industria fílmica sueca.
El éxito de Suplicio convenció a los ejecutivos de la casa Svensk de ofrecerle su primera oportunidad como cineasta al joven Bergman. Crisis (1946), su opera prima, un drama pasional ubicado en un pequeño pueblo del interior sueco, no llamó mucho la atención del público ni de la crítica, pero el “inexperto” director –que ya tenía un par de años escribiendo, montando y dirigiendo piezas teatrales– se ganó el derecho de piso por su eficiencia y profesionalismo.
Durante los siguientes diez años, Bergman alternaría frenéticamente sus responsabilidades teatrales –primero en el Teatro Municipal de Helsinborg, y luego en el de Malmö– con las cinematográficas, pues en este periodo dirigió una veintena de obras y dirigió 16 largometrajes. Sin embargo, su creciente prestigio dentro de Suecia no traspasaba fronteras. Aunque en estos años realizó por lo menos dos filmes extraordinarios –Gycklarnas afton (1953), nunca estrenado en México, y la influyente obra mayor Sonrisas de una noche de verano (1955), homenajeada/parodiada años después por Woody Allen–, fue hasta El séptimo sello que su nombre empezó a ser reconocido mundialmente.
La película se basó en una pieza de un solo acto que el propio Bergman escribió para sus alumnos del Teatro Municipal de Malmö. Tramalning –literalmente, “pintura de madera” en español, por una escena de la obra en la que un artista aparece pintando un retablo en el que son representados la plaga y la muerte– fue estrenada en 1954 con muy buenas críticas, más al Bergman director que al Bergman dramaturgo. Los críticos elogiaron la imaginación de Bergman en el montaje, su capacidad para mantener el ritmo dramático de la obra y su notable talento como director de actores.
Algo similar se podría decir de su adaptación cinematográfica, realizada tres años después. Desde su primera escena sabemos que estamos en manos de alguien que tiene un evidente dominio sobre los todos elementos de la puesta en imágenes y sobre sus actores. En cuanto el sombrío caballero Antonious Block y su burlón escudero Jons pisan las arenas de una playa sueca, vemos cómo la muerte (Beng Ekerot) se le aparece al caballero, avisándole que viene por él. Block ni parpadea: no le teme a la muerte –después de todo, se entiende que la tuvo como compañera durante los diez años que estuvo en las cruzadas–, pero tampoco quiere morir sin haberle encontrado sentido a la vida. Block reta a la muerte a una partida de ajedrez: mientras el juego siga y la Muerte no le gane, el caballero seguirá con vida.
A lo largo de la breve película –apenas si pasa de los 90 minutos–, Block cabalgará hacia su castillo, siempre al lado de Jons –quien no puede ver a la muerte, por supuesto–, y se encontrará en la ruta con los estragos físicos y morales de la plaga –un cadáver carcomido y abandonado, un monje convertido en ladrón y violador, una procesión de aldeanos que se autoflagelan buscando el perdón divino–, pero también con un indomable impulso vital que no desfallece ni en medio de la muerte negra: una joven pareja de alegres saltimbanquis y su bebé, la lujuria de un actor que se escapa con una aldeana mancornadora, los habitantes de un pueblo que en medio del azote de la peste llenan una taberna para comer y beber (¿les suena conocido?).
Ahora que he vuelto a ver El séptimo sello después de tantos años, me doy cuenta no solo de que la película es más ágil de lo que recordaba –cada episodio por el que pasan Block y Jons es ejemplarmente conciso–, sino que presume mucho más humor de lo que uno podría suponer, con todo y que Bergman subraya sin demasiada sutileza el tema central del filme –el silencio de Dios–, que se convertiría en el motivo dramático por excelencia en buena parte de su cine en los años por venir.
En algún momento, cuando Block se encuentra en el camino con la alegre y optimista cirquera Mia (Bibi Andersson, otra actriz que sería emblemática en la filmografía bergmaniana), el caballero medieval le dice que no soporta la compañía aburrida que tiene (“¿Quién, su escudero?”; “No, yo mismo”) y que, para él, la fe es una carga muy pesada (“Es como amar a oscuras a alguien que nunca llega, no importa cuánto la llames”). Sin embargo, es el encuentro con estos dos simples y sencillos seres humanos, Mia y su marido, el acróbata Jof (Nils Poppe), el que resolverá, al final de cuentas, el sentido de la vida del atormentado Block. El tiempo ganado ante la muerte servirá, finalmente, de algo. Pero, ¿no es así toda la vida? ¿No se le gana a la muerte día tras día, hora tras hora, minuto tras minutos, solo por el hecho de vivir hasta el último instante?
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.