Basándonos en un ejercicio que llevara a cabo la New York Magazine, empezamos este duelo de series televisivas, para encontrar la mejor de todas. Una entrega semanal en la que cotejaremos las virtudes de dos series de televisión y, como en un torneo de eliminación directa, escogeremos a la ganadora. (Alerta de spoilers)
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LUCK
La nueva televisión comenzó con The Sopranos, hecho casi incontestable (aunque es cierto que antes estaba West Wing y algunas otras cosas que ya daban indicios de la evolución que experimentaría el medio); con ella comenzó otra forma de contar y ver las historias en la pantalla chica. En estos doce años hemos podido ver pasos adelante y atrás en la fórmula; de todos, quizá el más aventajado en los años recientes sea Luck, de David Milch. Conocido por crear Deadwood, Milch, acompañado de Michael Mann, productor y director del primer episodio; y Dustin Hoffman, protagonista y productor, narra en Luck las historias que rodean al hipódromo de Santa Anita y sus carreras: desde lo que sucede con los jockeys encargados de montar a los caballos y sus agentes (Leon Micheaux, Rosie Shanahan, Ronnie Jenkins) hasta las maniobras de los propietarios, veterinarios y entrenadores de caballos (Walter Smith, Turo Escalante, Jo Carter); hay apostadores profesionales (Jerry Boyle, Marcus Becker, Renzo Calagari, Ian Hart) y, en la aparente cima, un mafioso con intenciones turbias: Chester “Ace” Bernstein y su compañero, Gus Demitrou. Más de doce personajes cuyas historias a veces se cruzan; a veces no. Algunos nunca llegan a conocerse. Suena complejo. Lo es.
Luck llamó la atención por su cast multitudinario, plagado de grandes nombres; perdió el favor del público cuando reveló sus intenciones: contar, a detalle, un solo gran arco argumental, con acciones en cada capítulo que hacen avanzar la trama, pero a detalle, como en acercamientos. Desde su presentación, la serie dejaba bien claras sus intenciones: su cortinilla es una sucesión de tomas a detalles y close ups a los rostros de personajes y caballos. La cámara pormenoriza, se introduce en los billetes, monedas, en los anuncios luminosos, en la fuente de la fortuna:
Mientras que Homeland, estrenada poco más de cuatro meses antes, sostiene un gran cuadro general con algunas particularidades, en el que la acción que se retrata en los episodios puede transcurrir en uno o varios días, Luck apeló al detalle, a la dosificación y a la atención del espectador a todo lo que está sucediendo en pantalla: cada episodio, de poco menos de una hora de duración, equivale a un día en la historia narrada. Un solo arco argumental dividido en nueve horas (que representan apenas nueve días) podría sonar a exceso, pero lo cierto es que estamos ante una obra solidísima, con intenciones claras: no divaga, no desperdicia un solo segundo de metraje: Milch estaba consciente de lo que quería contar y cómo hacerlo.
Homeland, el otro gran evento televisivo del año pasado – está Breaking Bad y su estupenda cuarta temporada allí también, pero ése es otro cantar – cuenta la historia de Carrie Mathison, agente de la CIA convencida de que Nicholas Brody, un marine recién rescatado de Irak, es en realidad un terrorista convertido al islamismo. La serie es convulsa, inteligente; las actuaciones son brillantísimas (principalmente: Claire Danes y Damian Lewis, protagonista y antagonista), pero el guión palidece en cuanto al detalle de Luck: cuenta varias cosas y tiene también un elenco sólido; no obstante, la profundidad no llega a todos los personajes. Conocemos a Carrie, a Brody, conocemos algunas intenciones de Abu Nazir y algunas otras motivaciones aisladas de ciertos personajes (la más desarrollada debe ser Jessica Brody, esposa de Nicholas Brody, el marine que podría ser también un terrorista), pero en el gran plano general que pinta la serie, la mayoría de sus participantes permanecen como desconocidos. La empatía que genera Homeland es escasísima, su frialdad impide que sintamos verdadero aprecio por sus protagonistas; Luck exhibe y disecciona a sus personajes, los muestra con sus fortalezas y debilidades. Momento bellísimo: Ace Bernstein, el mafioso cuya ira es legendaria, interpretado por Dustin Hoffman, pasa la noche con su caballo, Pint of Plain – acaso la misma pint of plain del poema de Brian O’Nolan-; las caricias que le obsequia y la intensidad de la mirada del mafioso es uno de los puntos más altos de la serie (y, claro, de la carrrera de Hoffman en los últimos años):
En Homeland no existe un momento que sostenga un nivel similar de lirismo (Otro momento memorable en Luck: la muerte de Nathan Israel, agente de “Ace” Bernstein; su partida de este mundo es bellamente ilustrada con una parvada de pájaros alzando el vuelo). Es cierto: aquella es una serie construida casi con instrumentos de precisión, directa; plantea una intriga genial y atrapante, difícil de no ser tomada en cuenta. Pero, salvo un par de momentos (uno en especial: la locura de Carrie, su protagonista, cuando es despedida de la CIA), la conexión con los personajes no pasa del interés de la intriga. Sus protagonistas son firmes, con objetivos clarísimos que incluyen especialmente la manipulación de todos aquellos que los rodean; esta manipulación es tan fuerte que nos contagia: se vuelve evidente cómo pretenden engañar incluso a nosotros, el espectador; en consecuencia, impiden que sintamos empatía por ellos salvo en momentos muy específicos y poco duraderos. Luck sortea este obstáculo: capas y capas de complejidad argumental, narrativa; cada una agregada delicadamente sobre la que la precede, con maestría. Los trasfondos y motivaciones de los personajes se van mostrando poco a poco; la serie (al igual que Deadwood, su predecesora) se dosifica, se contiene.
Luck premia a una clase de espectador que parece desaparecer a una velocidad alarmante (los lamentablemente bajos ratings de sus capítulos finales dan cuenta del espectador desesperado, típico de hoy en día): el paciente; aquel que espera, que con dedicación y disciplina se sienta cada semana a desentrañar una ficción que está hablándole directamente. Quizá desafortunadamente, quizá no (porque a veces es bueno que las cosas bellas se reservan a quienes las buscan, las anhelan; que no caigan en las manos de quien no sabrá apreciarlas), la serie fue cancelada durante la filmación del inicio de su segunda temporada: HBO decidió terminar con la existencia de la serie al morir el tercer caballo en la filmación. Así, con la muerte de un caballo, Luck se desvaneció para no volver: justo como la sombra de Gettin’ Up Morning en la arena del hipódromo de Santa Anita.
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HOMELAND
En ficción, en poesía, la ambigüedad suele ser una riqueza. Y es difícil pensar en una obra más ambigua en televisión que la primera temporada de Homeland. Sus personajes principales: la analista de la CIA Carrie Mathison (Claire Danes) y el sargento Nicholas Brody (Damian Lewis), que puede o no ser terrorista, no pertenecen a ninguna de las “cuatro grandes categorías” del género de espionaje: el superhéroe, el supervillano, el burócrata o la carne de cañón. Son seres imprecisos, irregulares, equívocos –salvo cuando no lo son. Son seres humanos. (Lo mismo vale decir de varios secundarios.) Parece poco que pedirle a una serie de televisión cuando vivimos, supuestamente, una época de oro. Pero no. Abramos los ojos: American horror story, The killing, la desastrosa The walking dead –por no hablar de series con seres humanos “de verdad”, como Real housewives of New Jersey–: todas ellas padecen personajes pretextos, personajes cuyo principio y cuyo fin es la arbitrariedad de sus escritores.
Carrie la agente y Brody el probable terrorista viven unidos por su enajenación. Ninguno de los dos se encuentra cómodo en su patria/hogar: su pasado está marcado por la violencia, por la culpa –se nos da a entender que Carrie pudo hacer algo para detener un ataque terrorista, Brody sabe que no es el héroe de guerra que dicen que es–; su presente, por la impotencia, por la invalidez. Ambos intuyen que pueden ser sobresalientes en el trabajo encomendado pero que las faltas de su carácter (la bipolaridad de Carrie, acaso la cobardía de Brody) los harán fracasar. Y los escritores no traicionan esa verdad. Cuando Carrie y Brody, perseguidora y perseguido, cogen por primera vez –un borrachazo afuera de la cantina– también sellan su destino: la CIA nunca, nunca, podría dejar pasar un descuido así, incluso si éste puede llevar a la captura de un terrorista. Carrie, apenas al día siguiente, intenta usar ese acostón para acorralar a Brody ante un detector de mentiras: los escritores, ni modo, le niegan el privilegio.
La riqueza, es decir la ambigüedad, de Homeland se debe también a un inusitado poder de observación. Hay un instante hacia el principio de la temporada en que la cámara pasa por los pies de Carrie: sólo uno de ellos tiene las uñas pintadas. Es menos de un instante pero si alcanzas a verlo hallarás riqueza. En su primer encuentro con su familia después de varios años de prisión de guerra el sargento Brody, por un segundo, desvía la mirada antes del abrazo. ¿Qué hay en ese desvío: horror, culpa, incomodidad? Imposible saber más que esto: riqueza. (Y maestría actoral.)
La más elegante de esas observaciones se encuentra hacia la mitad de la temporada. Brody ha dado un discurso en memoria de su ex compañero Thomas Walker. Después del servicio, los invitados se reúnen en el jardín. Uno de ellos, borracho y lisiado, canta las atrocidades del ejército gringo. Encendido, le espeta a Mike –antiguo mejor amigo de Brody– que se está acostando con Jessica, esposa del protagonista. Brody lo intuía pero lo había guardado para sí. Mike se avalanza sobre el borracho. Con frialdad Brody mira la pelea por un segundo; luego alza la vista: su mujer ha visto el inicio de la bronca; ahora Brody, como un reflejo, se avalanza sobre Mike. ¿Qué quiere decir esto? ¿Brody ataca a Mike para fortalecer a su “personaje”, el héroe de guerra?, ¿para honrar realmente su matrimonio?, ¿para cumplir con lo que se espera de él aunque padezca de una grave esterilidad emocional? Cualquiera de esas razones puede ser cierta; las tres –y acaso otras que se me escapan– al mismo tiempo lo son. Nunca podremos saber. Afortunadamente.
Ese momento es propiciado por las relaciones sexuales de Jessica y Mike. Pocas series dramáticas han puesto un acento tan inteligente en el sexo como lo pone Homeland en apenas tres (grandes) acostones. La primera: Brody y Jessica, que nos muestra los límites vouyeristas de Carrie y termina siendo un tristísimo naufragio para la pareja; la segunda: Carrie y Brodie en el estacionamiento, un encuentro realmente erótico; la tercera: Carrie y Brodie, esforzándose por mantenerse sobrios, en la cabaña: el encuentro que significará la perdición de la analista.
Alguien ha dicho por ahí que Homeland es “24, la telenovela”. Doble error. Uno: 24 era una justificación de la tortura; dos: la telenovela suele dividir sus mundos en dos: los buenos y los malos. (Se podría decir que en ese sentido 24, que dividía su mundo en dos, era una telenovela de espionaje.) Homeland vive en la indecisión ética: existen, sí, organizaciones criminales que quieren destruir Estados Unidos y es “necesaria” una agencia como la CIA para impedirlo. Los métodos que esta agencia utiliza son siempre cuestionados: la observación de la casa de Brody por Carrie requiere del chantaje a un juez, el permiso que da el director Estes a Brody para que encuentre cara a cara a un terrorista termina en la pérdida de información vital… La operación misma Marine One/Marine Two, que es la que Brody está llevando a cabo para matar al vicepresidente gringo, es consecuencia un ataque estadounidense, secreto, que ha dejado muertos a varios niños –incluido el hijo del terrorista Abu Nazir. En Homeland la ambigüedad es siempre moral.
“Técnicamente” –un inasible adverbio que implica imagen, sonido, tiempo y otras cosas– Luck es acaso superior a Homeland. Luck vive de la floritura visual y verbal. Luck vive de la epifanía: pensemos en la primera vez que Ace Bernstein toma aire después de salir de la cárcel, en el primer triunfo de Gettin’ Up Morning cabalgado por Rosie, en la última imagen de la serie: el caballo Pint of Plain rozando su hermosa cabeza contra la puerta de su establo. Homeland vive de la concentración: no puede permitirse epifanías. (Lo más cerca que llega a estar de una de ellas es cuando la locura de Carrie se descubre por fin y en la sesión de electrochoques de las últimas secuencias de la temporada.) Se ha escrito que Luck “pierde su tiempo” en las minucias y en el silencio; Homeland utiliza la minucia para ahorrar tiempo: no se detiene ni un segundo extra en nada. Luck es claramente una obra de David Milch y Michael Mann: ésa es su virtud o su vicio. Homeland no puede permitirse ser de nadie.
GANADORA: LUCK
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)