No era tan raro ni tan excéntrico. Tampoco feo ni guapo. No era excesivamente magnético o interesante. El retrato rompe con la estampa del hombre atribulado, solitario y depresivo. Incluso, de inicio, el Kafka que Joel Basman encarna en la miniserie austriaca de David Schalko defrauda. Al verlo, uno se pregunta ¿es este el autor de La metamorfosis? ¿No decían que era el bicho más raro de Praga o, según otras versiones, un joven moreno, atlético y seductor?
Hay que ver a este Kafka a la luz de tonos claros, inesperadamente pálida y resplandeciente, para reconocer que en la medianía de su vida habitaba el descollante claroscuro que alimentó su obra. La estética de Kafka (2024), que se transmitió recientemente a través de TV UNAM, recuerda al quieto imaginario de René Magritte, un mundo diáfano y no por ello menos inquietante.
En la abundancia de luz y color se señala la imaginación del escritor. Por ejemplo, la ventana de una oficina que como un espejo repite al funcionario frente a la máquina de escribir de manera infinita; efecto similar al de La reproducción prohibida (1937), donde el pintor belga representa a un hombre frente a un espejo, de espaldas al espectador. O una formidable toma cenital en la que un libro abierto reemplaza la cara del escritor, tumbado en la cama; Magritte solía sustituir los rostros de sus personajes con otros objetos.
Existe una literatura y un cine kafkiano sin Kafka. Cuesta mucho trabajo imaginar un mundo antes de él, pero el austriaco David Schalko, creador de la serie, lo logró al quitarle al personaje el corsé del blanco y negro y la afectación de las sombras. Los intentos anteriores de adaptar tanto la vida como la obra del checo, sobre todo su vida dentro de su obra, son poco originales porque lo hacen a partir de estilos ya relacionados con Kafka y lo kafkiano, a pesar de la distancia temporal entre ellos.
Orson Welles adaptó El proceso (1961) y el resultado fue una historia de Kafka acomodada al estilo del genial director que antes ya había hecho una película de verdad kafkiana, la turbia La dama de Shanghái (1947). Soderbergh no resistió la tentación de devolverle a su Kafka (1991) las sombras y ángulos del expresionismo alemán. Quizá solo Haneke se acercó a algo diferente con la impasible dirección de El castillo (1997). Más original resulta Los amores de Kafka (1988), filme argentino de Beda Docampo Feijoó sobre un director que viaja a Praga para buscar apoyo para una película sobre la vida del escritor.
El insípido sabor del inicio de la serie y su protagonista se parece a la depurada técnica de deglución del joven Franz, que saca de quicio a su padre con esa y otras manías, por ejemplo dejar de comer carne. Antes de tragar, Kafka hace una veintena de movimientos de trituración. Así, de a poco, la serie toma ritmo y da un amplio rodeo por la familia, los amigos, el trabajo y las mujeres de su vida. Todos estos ambientes giran en torno a algo bien definido, su deseo de escribir. Escribir historias y también múltiples cartas.
La serie está basada en la influyente biografía de Kafka escrita por Reiner Stach, que presentó una idea distinta de la personalidad del escritor, querido por sus amigos, entre ellos Max Brod, y respetado por sus colegas del trabajo. El propio Stach fungió como asesor técnico. Bajo esta nueva luz, aparece la figura de un hombre afectado en su fuero interno por el desprecio de su padre –aspecto documentado en la Carta al padre que Kafka le escribió a su papá en 1919 y que se publicó de forma póstuma hasta1952– y la enfermedad que definió y terminó con su vida.
Aunque la serie simplifica en seis episodios (“Max”, “Felice”, “Familia”, “Oficina”, “Milena” y “Dora”) los cuarenta años que vivió, sobre todo establece que Kafka cumplió con casi todos los deberes de un hombre de su época. Cuando su padre lo obligó a hacerse socio del esposo de su hermana Elli, que utilizó la dote de esta para establecer una fábrica de asbesto, no le quedó de otra más que escribir obsesivamente por las noches. Según la encomienda paterna, él debía velar por el patrimonio familiar.
Tampoco hubo remedio cuando trabajó como abogado en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales de Praga, oficina que bajo su gestión atendió los derechos de los trabajadores y la rehabilitación de los soldados afectados en la Primera Guerra Mundial. El conflicto bélico, del que fue excusado de participar porque se consideró que servía más su conocimiento como burócrata, lo impactó tremendamente.
Puede parecer una debilidad del guion de Schalko y Stach que, si bien repasa la presencia de Felice Bauer, la prima de Max Brod con la que el escritor estuvo comprometido, no explora la sexualidad de Kafka, a quien solo le faltó casarse para cumplir con lo que esperaba de él su padre. Como insinúa la serie, Kafka, que visitó burdeles en varias ocasiones, como se acostumbraba en esa época, sentía miedo por la intimidad, temor que probablemente vertió en su copiosa escritura de cartas donde se sentía más seguro y en confianza con sus interlocutores. Joel Basman es dirigido con acierto, y su rostro moderado es un buen lienzo para una mezcla de deseos y temores sugeridos, por ejemplo la incompatibilidad del matrimonio y la escritura, línea tajante entre la vida y el arte.
Es probable que Kafka se haya contagiado de tuberculosis en su propia oficina al atender a uno de los soldados asegurados, trabajo que, por otro lado, desempeñaba con gran interés y eficiencia; era un hombre muy observador y también sabía escuchar a los demás. De forma contradictoria, la enfermedad lo libera de la obligación del matrimonio –nadie espera que un enfermo con continuas recaídas se case y menos que procree– y del trabajo, donde le dan licencia para recuperarse. Es absurdo, absolutamente kafkiano, que una vez enfermo, tenga tiempo para hacer lo que más quiere: escribir.
Son dos los momentos con los que Kafka afirma su individualidad. A contracorriente del padre, Franz siente fascinación por el judaísmo, donde está su origen. Aunque Hermann Kafka era judío, no educó a su familia en esa religión. Tenía mala opinión de los judíos –igual que de los checos–, y no veía con buenos ojos que su hijo hablara en hebreo ni se relacionara con ellos. A Kafka le impactó especialmente el teatro hebreo, donde hizo amigos que no fueron bien recibidos en su casa.
El segundo momento es, sin duda, el encuentro con la periodista, escritora y traductora Milena Jesenská, a la que conoce cuando ya está enfermo. Solo se vieron dos veces, pero su cruce fue determinante. Para Kafka, esa relación significó una expresión más espontánea y madura de sí mismo con otra persona que lo entendía y que lo apreciaba primero como escritor. Ese fue el vínculo inicial entre ellos, la creación. El episodio dedicado a Milena es casi como una versión austríaca de Before sunrise (1995), con ellos dialogando sin cesar mientras caminan por el bosque o con unas cervezas en un bar al aire libre.
En la medianía de la sutil e imponente actuación de Joel Basman –que no es tan guapo como Anthony Perkins ni tan magnético como Jeremy Irons, actores que interpretaron al escritor o trasuntos del mismo– es posible reconocer una humanidad menos fabricada y endiosada de Kafka, personaje del que, por otro lado, nadie tiene la última palabra, especialmente porque se trata de un autor del que se ha dicho mucho en muy poco tiempo –apenas el año pasado se celebró el centenario de su natalicio. Habrá que ver qué agrega la esperada biografía de Agnieszka Holland, que se estrena por fin este año.
¿Qué más puede decirse sobre Kafka? El episodio final recuerda que así como a Max Brod, al que Kafka confío la destrucción de su obra, antes de morir el escritor le entregó varios cuadernos y cartas a Dora Diamant, la actriz que estuvo con él en los últimos meses de vida. ¿Se trata de una cuarta novela?, pregunta una voz en off. Imposible saberlo. Reiner Stach cree que esos archivos, confiscados a Dora por la Gestapo, están perdidos en algún archivo en Rusia, y considera que todavía está lejos el día que puedan aparecer. Cuando suceda, confía el editor y escritor, será una revelación.
La imagen final de la serie es elocuente y para nada un spoiler: luego de su último hálito, dos hombres con sombrero y abrigo, muy a la Magritte, se alejan y suben una verde colina que contrasta con la claridad del cielo; Kafka murió, pero lo kafkiano va aparte. ~