Se ha estrenado en todo el mundo la última película de Paul Thomas Anderson, formidable auteur a la americana que comenzó su carrera como discípulo aventajado del gran Robert Altman y ha ido construyendo poco a poco un estilo inconfundible en el que se combinan la brillantez formal y la ambición temática. Claro que Anderson no renuncia a hacer cine popular, entendiendo por tal el que se hace en los grandes estudios con un presupuesto generoso y aspira a llenar los cines durante varias semanas; no es, para entendernos, Jim Jarmusch. Ese deseo de llegar a un público lo más amplio posible parece estar cumpliéndose en el caso de Una batalla tras otra, que no pocos espectadores identifican como “la última película de DiCaprio” sin saber quién está detrás de la cámara. Y hay que agradecer al famosísimo actor norteamericano su compromiso con Anderson, ya que su participación en la película explica que Warner Brothers pusiera a disposición del realizador un presupuesto de 150 millones de dólares. De momento, el público está respondiendo: Anderson nunca había tenido mejores cifras iniciales en taquilla. Solo por eso habría ya mucho que agradecer a ambos; los cines necesitan espectadores y en especial a esos jóvenes que parecen haber descartado ir al cine como forma de entretenerse durante su tiempo libre.
De novela minoritaria a llenar salas
Nadie perderá el tiempo si va a ver Una batalla tras otra, por más que el filme dure dos horas y cuarenta minutos; en los multicines que nos castigan con estruendosa publicidad, de hecho, la velada se alargará hasta las tres horas. La película es trepidante y no solo contiene secuencias espectaculares, sino que está rodada con extraordinaria nitidez gracias al uso del sistema VistaVision que Hollywood creó en los años cincuenta para competir con la televisión y que Anderson ha recuperado con acierto: aprovéchese la ocasión de verla en el cine, porque luego habremos de resignarnos a nuestros televisores o teléfonos y no es lo mismo. Solo en la sala pueden apreciarse de verdad el magnífico score de Jonny Greenwood, la primorosa selección de canciones que funcionan como comentario a la acción o la pura sonoridad del filme: exageramos solo un poco si afirmamos que en casa vemos una película distinta.
Sea como fuere, los críticos han recibido la película con entusiasmo indisimulado y los cinéfilos congregados en la aplicación Letterboxd –que nos sirve de termómetro para medir la reacción de los más jóvenes– se declaran impresionados: han colgado 271.000 reseñas y la media de sus valoraciones está en 4.4 sobre 5, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que Vertigo está en el 4.2 y Te querré siempre en el 3.8. Diferencias generacionales al margen, es natural que una película que hoy nos entusiasma dé pie a ditirambos que quizá no soporten el paso del tiempo; evaluar las grandes obras del cine clásico y moderno con los mismos criterios o métricas que el cine contemporáneo tiene poco sentido, aunque ciertamente sea difícil de evitar. De ahí que a quienes sostienen con inconmovible certeza que Una batalla tras otra es una obra maestra solo puede respondérseles de una forma: ¡ya veremos!
A mi juicio, vista ya dos veces, se trata de una película brillante que tiene la ventaja de ser muy disfrutable: hay diálogos de una comicidad irresistible, personajes tan memorables como el sensei mexicano al que da vida un Benicio del Toro que parece redefinir aquí el sentido del cool, y secuencias inolvidables como la persecución automovilística por las onduladas carreteras del desierto de Arizona. Nada más fácil que abandonarse a esa seducción cinematográfica a los sones del “Dirty work” de Steely Dan: la película está llena de ideas formales y soluciones dramáticas que prometen seguir haciéndonos disfrutar durante mucho tiempo. Pero aun exhibiendo las virtudes habituales de su realizador, Una batalla tras otra no es una película perfecta: admite objeciones y, sobre todo, puede ser acusada de una cierta superficialidad demagógica. Y ello porque no tiene la profundidad –a falta de mejor término– de Pozos de ambición o The Master, que son las otras películas del realizador claramente dedicadas a explorar eso que podríamos llamar el “alma” de los Estados Unidos. Y, en especial, Una batalla tras otra reclama un análisis menos complaciente si atendemos a la materia bruta de la que se ocupa: el enfrentamiento entre la violencia revolucionaria y las fuerzas gubernamentales en el interior de la compleja sociedad norteamericana. Tenga paciencia el lector o sáltese las sinopsis de la novela y la película si ya las conoce; si no ha visto aún esta última, quizá prefiera guardar este texto y leerlo cuando regrese del cine: si me extiendo, no es por capricho.
Recordemos que el proyecto fue presentado inicialmente como una adaptación al cine de Vineland, la novela que el escritor norteamericano Thomas Pynchon publicó en 1990 (quiere la casualidad que su nueva novela, Shadow ticket, haya sido publicada esta misma semana). Anderson había tratado de adaptar al inadaptable Pynchon en Vicio inherente, meritoria y desigual traslación a la gran pantalla de la novela homónima. En ella, el director opta por un registro satírico y caricaturesco que funciona solo a medias, pese a proporcionar indudables satisfacciones a los aficionados a su cine y a la literatura del genial Pynchon. Y la alusión a Vicio inherente no es casual, ya que esa novela ambientada en Los Ángeles en 1970 está protagonizada por un detective aficionado a los paraísos artificiales y en su trama juega también un papel la contracultura norteamericana. Sin embargo, Una batalla tras otra ha terminado por ser un filme “inspirado” en Vineland más que una adaptación en sentido propio; no sabemos si Anderson se dio cuenta de las dificultades que conllevaba adaptar la obra o si, sencillamente, decidió tomar de ella lo que más le interesaba. Bien puede hacer lo que le plazca; hemos de juzgar el resultado final, sean cuales sean sus fuentes de inspiración. Pero eso no debe impedirnos establecer comparaciones.
Terrorismo en EEUU en los 70
La materia bruta de la que parte Thomas Pynchon en Vineland es relativamente desconocida fuera de los Estados Unidos y ni siquiera ha recibido mucha atención allí; aunque tanto su novela como la película de Anderson pueden disfrutarse sin necesidad de conocer con detalle el trasfondo histórico, estar familiarizado con él permite comprender mejor lo que cada uno de estos artistas ha querido hacer. Y para conocer la materia histórica con la que trabaja Pynchon, nada mejor que remitirse al libro que Bryan Burrough publicó en 2015: Days of rage: America’s radical underground, the FBI, and the forgotten age of revolutionary violence. El aclamado periodista estadounidense realizó cientos de entrevistas con antiguos terroristas, agentes policiales, abogados y fiscales con objeto de reconstruir aquellos “días de furia” que comienzan a finales de los sesenta y se prolongan, con intensidad decreciente, hasta el final de la década siguiente. Son los años en que la sociedad estadounidense se ve sacudida por la actividad de una plétora de organizaciones radicales entre las que se cuentan los Weathermen, el Symbionese Liberation Army, el FALN o el Black Liberation Army, mayormente integrados por veinteañeros de clase media que perpetraron miles de atentados terroristas –casi todos ellos de baja intensidad– en busca de su horizonte revolucionario.
Burrough destaca la rapidez con que este traumático episodio de la historia norteamericana ha sido borrado de la conciencia pública nacional, pese a que no fue precisamente discreto: solo en el año 1972 explotaron 2.000 bombas en todo el país. Y aunque estas rara vez mataban a alguien, pues el modus operandi habitual era la explosión seguida del comunicado reivindicativo, no faltaron los fallecidos –algunos por fuego amigo– ni los dramas personales. Algunas acciones fueron tan sonadas como el secuestro de Patty Hearst, nieta del magnate William Randolph Hearst (quien inspiró, no se olvide, el Ciudadano Kane de Welles), a cargo del Symbionese Liberation Army: las opiniones públicas occidentales se estremecieron ante la imagen de la joven Hearst, ametralladora en mano, en pleno atraco a un banco. ¡Paradigma del síndrome de Estocolmo! Nota: Paul Schrader hizo una película sobre esta historia fascinante en 1988. Y si los Weathermen, cuyo nombre está tomado de un verso del Subterranean homesick blues de Bob Dylan, declararon formalmente la guerra a los Estados Unidos en 1970, los miembros de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional luchaban desde su base neoyorquina por la independencia de Puerto Rico. Así que la ola de violencia revolucionaria que atravesó Estados Unidos en la primera mitad de los setenta –trágico anverso de la primavera hippie del amor– no fue ninguna anécdota. Para Burrough, sus jóvenes protagonistas juzgaron mal las corrientes de fondo de la sociedad norteamericana; incapaces de rectificar a tiempo, persistieron en una batalla que no podían ganar. La ironía, añade, es insoslayable: miles de jóvenes idealistas llegaron a pensar que solo podían crear un mundo mejor poniendo bombas y matando gente.
Ocurre que también sus antagonistas en las fuerzas policiales fueron más lejos de lo que debían. Tal como relata Burrough con lujo de detalles, la presión ejercida por los Weathermen indujo a la mano derecha de Edgar Hoover –sempiterno director del FBI– a crear una unidad llamada Squat 47, que aprovechó la vaguedad de las directivas ministeriales sobre allanamientos, registros y escuchas para operar en una zona de sombra incompatible con los principios constitucionales. Es una historia con matices: alarmado por el daño que el proceder de su lugarteniente Sullivan podía infligir al FBI a largo plazo, Hoover se plantó ante un Nixon que veía justificada esa zona de sombra. Pero muchos agentes siguieron a lo suyo, hasta que la muerte de Hoover descompuso al bureau y el Tribunal Supremo y el Fiscal General impusieron mesura policial. Tras el atentado palestino contra los atletas israelíes en la Olimpiada de Munich de 1972, sin embargo, Nixon vuelve a autorizar secretamente ese catálogo de prácticas dudosas que –conviene aclarar– no incluía la ejecución de terroristas. Su abandono definitivo no se produce hasta 1976, cuando Bill Gardner, abogado que dirige la sección penal de la División de Derechos Civiles del Ministerio de Justicia, conoce su existencia por pura casualidad. El desenlace es instructivo: la llegada a la presidencia de Jimmy Carter trae consigo el nombramiento de un nuevo Fiscal General que prefiere no tirar de la manta. Habiendo negado Nixon cualquier conocimiento del asunto y forzados a limitar las imputaciones a tres cargos intermedios, los abogados encargados del asunto dimiten en bloque. En pleno escándalo mediático, el juez sigue adelante y abre procedimiento penal contra ellos; ningún miembro de los Weathermen llegó a ser juzgado en esa instancia.
Pynchon y la deformación cómica de la realidad
Hasta aquí, la historia. Thomas Pynchon, nacido en 1937 y treintañero durante esos días de furia, parte de esos hechos cuando escribe Vineland. Su método consiste en la deformación cómica de la realidad: la novela está ambientada en una localidad imaginaria del norte de California donde Zoyd Wheeler lleva una vida tranquila junto a su hija Prairie. Además de hacer chapuzas varias y plantar marihuana, Zoyd cobra una pensión gubernamental que mantiene gracias a una performance anual en la que atraviesa la ventana de un restaurante local en presencia de la televisión; su hija trabaja en una pizzería y es amiga de los miembros de una banda de rock. Pero hay rumores de una operación federal antidroga en el pueblo: se rumorea que Prairie está en peligro. El todopoderoso agente federal Brock Vond ha perdido el rastro de Frenesi Gates, madre de Prairie y agente bajo su control; quiere utilizar a la niña para llegar a la madre. Prairie solo sabe lo que le han contado: que su madre vive escondida de los agentes debido a sus actividades ilegales en los sesenta. Alertada por su familia, Prairie se fuga con la banda de rock al sur de California, donde tocan en bodas de la mafia fingiendo ser italianos; allí se encuentra por azar con Darryl Louise Chastain, hija de militar y experta en artes marciales gracias a las enseñanzas de un sensei al que conoció mientras la familia vivía en Japón. Chastain atesora cualidades extraordinarias y a veces es programada para matar, contra su voluntad aunque fracasa cuando intenta acabar con Brock Vond.
Tras recuperar el control de su vida, se empareja con Takeshi Fumimota, otro experto en artes marciales. El caso es que la singular Chastain trató a Frenesi en los tumultuosos años 60 y la niña averigua gracias a ella que su madre perteneció a PR3, colectivo cinematográfico radical dedicado a exponer la brutalidad policial, y que participó en la rebelión de un college que declaró su independencia de California. También se entera de que Frenesí quedó fascinada por Brock Vond, fue seducida por él; se convierte en su agente y llega a ejecutar el asesinato de un profesor del college secesionista. Cuando la policía sofoca la rebelión, Vond se lleva a Frenesi a un campamento militar; Chastain la rescata, ella se casa con Zoyd y tienen a Prairie… antes de regresar voluntariamente con Bond y convertirse en una agente clandestina del gobierno. Más tarde se casará con otro agente federal y tendrá otro hijo; los recortes presupuestarios de Reagan llevan a la pareja a instalarse modestamente en Vineland. Allí se reencuentran todos los miembros de la familia, lo que da lugar a una suerte de reconciliación entre madre e hija. Al final de la novela, Brock Vond intenta secuestrar a Prairie porque la cree hija suya; no solo fracasa, sino que es detenido y condenado por altas instancias federales: la policía se marcha, el final es feliz.
PTA adaptando a Pynchon
Vineland, que fue recibida con cierta hostilidad crítica y que nuestro Andrés Ibáñez parece desdeñar en su breve biografía del autor, tiene su propia wiki: un número indeterminado de lectores anónimos se dedican a comentar y descifrar en ella cada una de sus páginas, aclarando las referencias que contiene y tratando de aclarar sus saltos temporales; para quien tenga tiempo libre, la aventura exegética es memorable. Anderson también es aficionado a introducir citas y alusiones en sus películas: según hemos podido leer, la casa donde se reúne el grupo supremacista de los Aventureros de la Navidad (incomprensiblemente reducidos por las versiones subtituladas españolas a la condición de “Amantes de la Navidad”) fue la residencia de Ronald Reagan en Sacramento cuando ejercía como Gobernador de California entre 1967 y 1975. En todo caso, ¿cómo se convierte esta novela para minorías en una película decidida a conquistar al público de masas? Ya se ha dicho que Anderson no adapta Vineland, sino que se inspira en ella. Y si Pynchon ya procede a una cierta dislocación temporal, pues prefiere situar el pasado revolucionario de sus personajes en los tumultuosos sesenta antes que en los violentos setenta, Anderson renuncia a establecer un marco temporal preciso: la novela parece comenzar en un pasado cercano e incluso en el presente, proyectándose luego dieciséis años en el futuro; un futuro que puede así ser nuestro presente –así lo sugiere los smartphones que utilizan los personajes– o bien un porvenir al que todavía no hemos llegado.
Desde luego, no son los setenta ni los ochenta: el contexto de las primeras acciones del grupo revolucionario French 75, nombre de un exquisito cóctel internacional que se hace con champán y ginebra y que aparece traducido en nuestros subtítulos españoles como “el 75 francés”, nos resulta cercano. Sus miembros asaltan –en una primera secuencia mucho más pobre que el resto del filme– un centro de detención de inmigrantes en la frontera entre México y Estados Unidos: al fondo de la imagen vemos el famoso muro que separa los dos países. Su retórica, no obstante, remite a los sesenta y los setenta: DiCaprio grita varias veces “¡Viva la revolución!”, su colega Junglepussy habla del poder negro y las proclamas del feminismo radical ya estaban presentes en esa década; recordemos que Valerie Solanas pega un tiro a Andy Warhol en junio de 1968. Anderson cambia los nombres de los personajes, pero estos no dejan de tener un regusto pynchoniano: Ghetto Pat, Mae West, Perfidia Beverly Hills, Talleyrand, Avanti. De manera elocuente, dos frases que deben decirse los miembros de la resistencia cuando necesitan identificarse recíprocamente son versos de “The revolution will not be televised”, la celebérrima canción de Gil-Scott Heron: “Green acres, Beverly hillbillies, and Hooterville junction”, dice uno nombrando con más o menos exactitud series televisivas de la época, a lo que el otro debe responder: “They will no longer be so damned relevant.” Dicho de otra manera: cuando se haga la revolución, el entretenimiento banal desaparecerá de la parrilla televisiva. Esa formidable canción es también la que suena en la hotline de la resistencia cuando uno llama y tiene que mantenerse a la espera.
Bien: la película comienza con el inicio del romance entre Ghetto Pat (DiCaprio) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), compañeros de batalla en el French 75; el largo prólogo relata sus exitosas acciones revolucionarias en el marco de una relación apasionada que concluye en el nacimiento de Charlene (Chase Infinity), hija de Perfidia que nace un tiempo después de que esta haya consumado relaciones sexuales –suena el Soldier boy de las Shirelles– con el Capitán Steven J. Lockjaw (Sean Penn), agente federal dedicado a la caza del inmigrante ilegal que se enamora perdidamente de Perfidia y logra seducirla. Deprimida por la maternidad que la ata al hogar, Perfidia deja a su familia y sigue atracando bancos en ausencia de Pat, dedicado mientras tanto a la crianza en solitario de Charlene; en el transcurso de uno de los asaltos, Perfidia mata sin aparente necesidad a un guardia de seguridad negro y es detenida por la policía. Lockjaw le ofrece convertirse en testigo protegida y ella accede: delata a sus compañeros, muchos de los cuales son asesinados por la policía, antes de huir a México para no regresar ya a la pantalla.
Anderson introduce entonces una elipsis y nos encontramos con Pat y Charlene viviendo con identidades falsas en una pequeña localidad de Arizona: mientras el padre está enganchado a la cerveza y la marihuana, la hija lleva una vida apacible y estudia karate con el sensei local. Pero el capitán Lockjaw ha sido contactado por un grupo de supremacistas blancos de élite que quiere reclutarlo para su exclusivo club: si llegan a saber que tuvo relaciones sexuales con una mujer negra, el ingreso le será denegado. Y como ignora si Charlene es su hija, pone todos los medios a su alcance para buscarla, hacerle una prueba de ADN y matarla si es necesario. Tras lanzar una redada sobre la ciudad santuario de Baktan Cross, de la que su Ghetto Pat escapa a duras penas con la ayuda del sensei mexicano Sergio St. Carlos (Benicio del Toro), Charlene se esconde en un convento regentado por unas exrevolucionarias que le cuentan la verdad sobre su madre. Allí es donde la captura Lockjaw, quien la somete a un test de ADN en una secuencia que recuerda por su configuración espacial la del violento desenlace en la bolera de Pozos de ambición. Ante la confirmación de que sí es su hija, se la lleva para encargar su muerte. Hete aquí que el nativo cazarrecompensas que se ha negado a ejecutarla, limitándose a entregarla a los paramilitares del grupo 1776, reacciona a tiempo y muere salvándola de sus captores; Charlene huye y se reencuentra con su padre tras abatir al hitman de los nativistas que había disparado y creído matar a Lockjaw. Sigue un epílogo en el que vemos al desfigurado Lockjaw ser gaseado por los nativistas y a Charlene, que vive con su padre y se ha convertido en una activista de izquierdas, leyendo una vieja carta de su madre: espera que algún día puedan volver a verse y expresa su deseo de que ella, tras el fracaso de su generación, sea capaz de mejorar el mundo.
De manera que Anderson ha tomado elementos de la novela de Pynchon, trayéndola a nuestra época y creando así una suerte de híbrido ideológico: los revolucionarios del French 75 parecen salidos de la década de los setenta y, sin embargo, se ocupan sobre todo de un conflicto tan propio de nuestro tiempo como la represión estatal de la inmigración ilegal. Al mismo tiempo, la madre blanca de la novela pasa a ser la madre negra de la película; en la novela, Brock Vond cree ser el padre de Prairie, sin que esté claro que lo sea, mientras que en la película Lockjaw termina por ser el padre de Charlene. Y si Frenesí se enamora genuinamente de Brock Vond en Vineland, tomando Pynchon el atractivo que genera su violenta autoridad como indicio del deseo de orden que caracteriza a la sociedad en su conjunto, las razones de Perfidia son algo más difusas y terminará huyendo de Lockjaw en cuanto tiene ocasión. No existe ninguna organización supremacista de carácter secreto en la novela: los Aventureros de la Navidad son una invención de Anderson. Igual que en Vineland son las fuerzas federales las que reprimen sin contemplaciones –como hizo el Squad 47– un movimiento underground poco inclinado al uso de la violencia, en Una batalla tras otra se forja una alianza entre el ejército y los supremacistas blancos.
La revolución no será televisada
No es así sorprendente que entre las cinco películas que Anderson ha citado como referencias para dar sentido a Una batalla tras otra se cuenten no ya Un lugar en ninguna parte (donde Sidney Lumet cuenta la historia de unos exterroristas que viven escondidos durante años en compañía de sus hijos porque los busca el FBI) o La batalla de Argel (que DiCaprio se pone a ver en casa la noche en que Charlene va al baile del instituto y donde se escenifica la lucha entre la resistencia argelina y el ejército francés), sino también Centauros del desierto, legendario western de John Ford donde el racista sureño Ethan Edwards busca sin descanso a la sobrina que raptaron los indios cuando era niña; una sobrina que quizá sea su hija y que él está dispuesto a matar por entenderla contaminada tras haber sido criada por los nativos. Pero no lo hace –“Let’s go home, Debbie”– y no está claro si esa acción debe interpretarse como una aceptación del carácter mestizo de América o como el rescate por parte de la América blanca de aquello que juzga suyo. En cualquier caso, el filme de Anderson pone el motivo racial en su centro –el conflicto sobre el alma de Estados Unidos– y refuerza la peripecia del padre que busca a su hija… convirtiendo al padre biológico en un fanático dispuesto a asesinarla con tal de ser aceptado en el club de los verdaderos americanos.
Esos nativistas son los mismos que hacen tratos con un grupo supremacista llamado 1776 o creen que el cazarrecompensas indio es excelente pese a ser indio; al otro lado, Ghetto Pat pide a la profesora de historia de su hija que enseñen a los alumnos el tipo correcto de historia –¿les cuentan lo de Teddy Roosevelt y Filipinas?– y el sensei mexicano comenta que tiene en casa “una situación a lo Harriet Taubman” porque ha alojado en ella a varios espaldas mojadas. Son detalles que crearán problemas de recepción al espectador que ignore el sentido de esas alusiones. Por lo demás, Anderson terminó el rodaje antes de que Trump llegase al poder y empezase a perseguir a inmigrantes ilegales por las calles de su país; el filme adquiere así un sentido casi profético. Y es obvio que Anderson toma partido, dando un tratamiento dramático distinto a los revolucionarios que a los nativistas.
De un lado, los nativistas son abordados mediante un registro satírico que resalta su lado siniestro (“haga limpieza”, dice un veterano militar situado en la cúspide de la organización cuando ordena el asesinato de Charlene: “tenemos que ser capaces de comer del suelo”) y, en el caso del Lockjaw de Sean Penn, se convierte en abierta y exasperante caricatura. Del otro lado, los revolucionarios son vistos con la mayor de las simpatías y apenas el asesinato del guardia negro a manos de Perfidia permite una lectura menos complaciente de sus actividades: DiCaprio grita exultantes vivas a la revolución –pregunten hoy en las calles de Cuba– y los excesos del wokismo son objeto de hilarantes escenas telefónicas donde lo único censurable es el celo burocrático del operador encargado de gestionar las llamadas de los miembros de la resistencia. Es verdad que Perfidia abandona a su hija para hacer la revolución; si sus conmilitones la condenan, no obstante, es por haberlos delatado. Y ni siquiera el padre de la criatura protesta demasiado: la madre de Perfidia ya le ha advertido que su hija proviene de “una larga estirpe de revolucionarios” y él, más dispuesto a tumbarse en el sofá que a pasar la vida en movimiento, no encaja con ella.
Solo una de las monjas confesará después a Deandra, militante que lleva a Charlene al convento, que se cansó mucho tiempo atrás de una lucha que cree inútil; en ningún momento hay, con todo, algo parecido a una reflexión sobre los medios empleados por los revolucionarios o sobre el tipo de horizonte utópico que persiguen… más allá de una genérica condena del sistema capitalista o el estado opresor. Si aceptamos la premisa de que Anderson está haciendo una película militante contra el trumpismo, se le puede perdonar que haga trampa. Pero trampa hace: la izquierda revolucionaria norteamericana de los setenta creía luchar contra un Estado fascista, pero eso no significa que el Estado fuera fascista; ya se ha dicho que la causa contra los miembros del Squad 47 fue frenada por el Fiscal General de Jimmy Carter. Lo que Anderson pone delante del French 75 es una organización nativista que se alía con una facción del ejército dispuesta a usar métodos ilegales contra ciudadanos inocentes: pocos espectadores se pondrán de su lado. Y aunque las ciudades santuario cumplen una función ejemplar en la protección del inmigrante clandestino, estaremos de acuerdo en que abrir la frontera entre México y los Estados Unidos resultaría desaconsejable… a pesar de la hipocresía de quienes se aprovechan de la mano de obra barata que representan los espaldas mojadas. La película acierta a denunciar ese doble rasero en el curso de un divertido diálogo entre Aventureros de la Navidad: han cerrado una manufactura de nuggets de pollo con los que disfruta mucho el sicario de la organización.
Hacia el happy ending
Es aquí donde la dislocación temporal por la que apuesta Anderson se vuelve en contra de la película, ya que traer la retórica de las organizaciones radicales de los setenta al presente –o a lo que parece ser el presente– carece de sentido, salvo que uno quiera dedicarse a explorar abiertamente el fracaso de las utopías estudiantiles en el mundo que se abre tras el derrumbe de la URSS y la consiguiente pérdida del futuro como horizonte transformador en la modernidad tardía. Cuando Pynchon se ocupa de ese mundo en 1990, sitúa la acción de su novela en 1984: el tránsito a unos Estados Unidos conservadores y dedicados al consumo de masas en los comienzos de la era Reagan. En ese momento, la reflexión sobre los restos del naufragio contracultural tenía un sentido que hoy no tiene. De modo que los revolucionarios del French 75 carecen de pathos porque su lucha es anacrónica, salvo en lo que pueda referirse al combate contra el nativismo conservador que atraviesa la historia norteamericana y hoy vuelve a repuntar. Dicho de otra manera: poner a los revolucionarios de ayer a ejercer la resistencia legítima de hoy resulta, como poco, desconcertante. Y si lanzar proclamas en favor de un mundo mejor puede funcionar en un campus universitario, resulta simplista en el marco de cualquier meditación sofisticada sobre la sociedad norteamericana de ahora mismo.
¡Ahora bien! Quizá eso sea mucho pedir y Una batalla tras otra deba entenderse como una fábula ajena a cualquier verosimilitud histórica o coherencia ideológica; sus personajes no tienen demasiada profundidad, sino que responden a tipos más o menos reconocibles y solo ocasionalmente vemos asomar sus dudas o contradicciones. Ahí tenemos a la propia Charlene, chica guapa y cool que nunca ha roto un plato y dedicada a la defensa de las causas nobles: Anderson ha dicho que tiene hijos –que además son mixed race– y deseaba cerrar la película con un final esperanzador. Happy ending! Repito: Vineland es una novela minoritaria y Una batalla tras otra es cine de masas. Y aunque la película no está ya teñida por ese tipo particular de fantasía autorreferencial que caracterizaba al corpus del cine clásico norteamericano, que como señaló con acierto Michael Wood convertía en verosímil dentro del universo fílmico aquello que fuera del mismo nos parecería ridículo, Una batalla tras otra no deja de pertenecer a ese paradójico realismo hollywoodense que procesa la realidad histórica para convertirlo en un espectáculo a través de sus recursos habituales. Bien es verdad que uno puede montar un espectáculo cuidando más los detalles: en la referida Un lugar en ninguna parte, por ejemplo, Lumet evita tomar partido por los exterroristas y presenta los puntos de vista de todos los personajes sin abandonar una prudente distancia pese a la simpatía que tiene por los viejos militantes.
Sería absurdo reprochar a Anderson que no haya hecho otra película: la que ha hecho merece nuestro aplauso y produce un genuino placer cinematográfico, siempre que a uno le guste el cine norteamericano y pueda pasar por alto ciertas dosis de maniqueísmo moral. Y es que quizá no debamos tomárnosla tan en serio, exigiéndole una profundidad o coherencia que no puede tener; aunque no faltarán quienes la aplaudan justamente por razones de simpatía ideológica y es natural que los universitarios norteamericanos la hayan acogido con un entusiasmo desbordante. ¡Allá cada cual! Ya sabíamos que la revolución no será televisada; tampoco empezará en un multicines. Pero subámonos otra vez a ese coche que atraviesa el desierto de Arizona a toda velocidad y disfrutemos del viaje: los hay mucho más aburridos.