Casa Rorty LIII. La niña se hace monja o el laberinto de la autonomía personal

Lo que me interesa de ‘Los domingos’ es la posibilidad de meditar sobre el ejercicio de la autonomía personal en la sociedad pluralista.
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Tras su paso por el festival internacional de cine de San Sebastián, donde cosechó el máximo galardón, Los domingos ha llegado a las salas de cine españolas. Y no solo el público acude a verla, sino que la película de Alauda Ruiz de Azúa está siendo discutida como parte de un posible revival cultural del catolicismo que tendría en la sobrevenida devoción de los jóvenes españoles –sospechosos entre tanto de haber girado políticamente a la derecha– un marco explicativo más amplio. Desde luego, no está nada claro cuál es la relación que el filme guarda con eso que Diego Garrocho ha denominado “giro católico” de la sociedad contemporánea; la tesis dice que el vacío espiritual causado por la sociedad de consumo lleva de manera natural a un anhelo de trascendencia que encuentra su destino más natural en la religión católica. Ya lo dice una monja de clausura que aparece en Los domingos: “Espiritualidades hay muchas, pero Dios no hay más que uno”. Si además los jóvenes llenan las plazas de toros y Rosalía sale ataviada con un hábito blanco en la portada de su nuevo álbum, es que algo está pasando: ahora que la ortodoxia es progresista, lo rebelde es ir a misa. O eso dicen.

Habrán de ser los sociólogos quienes midan la consistencia y magnitud de este fenómeno, así como, decisivamente, su profundidad: como dice un viejo refrán español, el hábito no hace al monje. Siendo España una vieja sociedad católica sometida a las presiones secularizadoras de la modernidad, es razonable esperar que la práctica religiosa –vinculada en no pocas localidades a la celebración de festividades populares– jamás llegue a desaparecer del todo, como sugiere la continuidad de rituales que, como pasa con las bodas o las comuniones, no acaban de encontrar un reemplazo secular. Algo tendrá que ver en ello la fortaleza de la educación concertada de orientación religiosa, a donde muchos progenitores que ya dejaron de pisar la iglesia acuden resignadamente: lo que cuenta es que los niños reciban una buena instrucción y alternen con lo mejorcito de la ciudad. Pero una cosa es que el catolicismo resista los embates de la globalización liberal y otra que su tonalidad moral vuelva a hacerse dominante, máxime cuando las cohortes que fueron socializadas en una sociedad confesional –la española hasta el fin de la dictadura– empiezan a hacerse mayores. Dicho esto, quizá estamos asistiendo solamente a una cierta normalización del catolicismo, reformulado como minoría que coexiste con otras minorías en el marco liberal.

Los domingos y las decisiones propias

Sea como fuere, lo que me interesa de Los domingos –una película notable cuyos méritos formales no examinaremos aquí– es algo distinto, a saber: la posibilidad de meditar sobre el ejercicio de la autonomía personal en la sociedad pluralista. El filme de Ruiz de Azúa nos hace reparar en esas “tensiones o contradicciones entre nuestra imagen como individuos autónomos y las experiencias cotidianas de una vida no especialmente autodeterminada” de las que habla la pensadora alemana Beate Rössler. Su cuidadoso guion, que dibuja un conjunto de personajes verosímiles a partir de una premisa inicial que quizá no lo sea tanto, mueve así a la reflexión filosófica. Porque nos proporciona un ejemplo que ilumina la vida práctica de los conceptos con los que tratamos de ordenar y guiar nuestra experiencia; la historia que se nos cuenta está protagonizada por individuos unidos entre sí por vínculos familiares y sometidos a la presión que ejerce sobre ellos una situación inusual, lo que nos invita a examinar las condiciones bajo las cuales tomamos decisiones que luego llamaremos “propias”. Por lo demás, no hace falta invocar a pensadores como Stanley Cavell o a su aventajado discípulo Robert Pippin para justificar la utilidad que presenta el cine como herramienta para la indagación filosófica o aun teórico-política.

Tal como es propio de este medio de expresión y más en particular del realismo cinematográfico al que se adscribe sin ambages Los domingos, el espectador solo tiene acceso a la conducta exterior de los personajes. Eso quiere decir que asistimos al desenvolvimiento de sus acciones, escuchamos sus palabras y reparamos en sus silencios, tal como la realizadora los ha organizado. Porque no se nos muestra la totalidad de las acciones de los personajes ni, ya se ha dicho, su interioridad: lo que pasa fuera de campo es tan importante como lo que sucede en sus conciencias individuales. Como es natural, habrá discrepancias entre lo que se dice y lo que se hace: como en la vida misma. Y será el espectador quien haya de descubrirlas, examinando las motivaciones de los personajes y poniendo en relación lo que son y lo que desean, sin olvidarse de las constricciones que padecen a la hora de decantarse por alguna de las alternativas vitales que se les presentan.

Decía que la premisa argumental de la que parte Los domingos no es particularmente verosímil, sin llegar a ser del todo extravagante: la hija adolescente de una familia de clase media bilbaína formula su intención de convertirse en monja de clausura. Es algo que no sucede casi nunca, si bien la historia de la familia nos ayuda a explicarlo: la madre falleció años atrás –entendemos que víctima de una enfermedad– y desde entonces el padre, que se dedica a la restauración y arrostra relativas dificultades financieras, se ocupa de criar a sus tres hijas. Sin embargo, solo Ainara trató a su madre lo bastante y con el grado de conciencia necesario para crear un vínculo sentimental perdurable; durante una comida se menciona el medallón de la virgen que la difunta regaló a la hija mayor antes de morir, evidenciándose que posee un valor extraordinario para ella e insinuándose que la madre era una persona religiosa y quizá algo desequilibrada. Por lo demás, las tres hijas han asistido al mismo colegio católico, algo nada extraño ni en España –ya se ha dicho– ni en ese País Vasco gobernado eternamente por un PNV que pone velas al dios del tradicionalismo (moral) y al diablo del progresismo (social).

Es justamente la depuración del caso lo que lo dota fuerza ilustrativa: si la niña hubiera crecido en un ambiente familiar de fuerte religiosidad o hubiera sido adoctrinada en su colegio de manera agresiva, el espectador habría podido explicarse fácilmente la vocación de Ainara como efecto de la presión ambiental. Pero no es el caso, aunque resulta asimismo evidente que ha vivido su aún corta vida en un entorno –familiar y educativo– que la ha puesto en contacto con ideas religiosas; si lo hubiera hecho en una aldea perdida de la Alpujarra o con unos padres de creencias socialdemócratas, su desarrollo personal habría sido distinto. De hecho, las personas con las que Ainara tiene contacto frecuente adoptan posiciones diferentes hacia la religión: su abuela parece ser una creyente que se adapta pragmáticamente a los nuevos tiempos, aceptando con resignación que su hijo haya encontrado nueva pareja; su tía se declara no creyente y expresa sentimientos hostiles hacia las monjas, urgiendo a la niña a que conozca mundo antes de tomar ninguna decisión terminante; sus amigos, en fin, tanto ellos como ellas, cantan en el coro y visten con recato… pero se interesan por el sexo tanto como cualquier otro adolescente y no hacen ascos a su práctica: un contraste que la directora subraya en el arranque mediante la coincidencia en el mismo plano de una canción de Quevedo –cantante que practica el salaz reguetón– y del crucifijo que cuelga de la habitación del convento donde Aianara y sus amigas fuman mientras charlan sobre lo divino y lo humano.

De manera que Ainara es una excepción, alguien que dice haberse sentido atraída por la vida que llevan las monjas y que se ha embarcado, de la mano de la priora y del joven sacerdote que ejerce de “director espiritual” en su colegio, en un proceso de “discernimiento vocacional” cuyo propósito es determinar si posee una auténtica vocación; el convento, a su vez, ha de decidir si la considera idónea para engrosar su plantilla. Ainara insiste en que ha encontrado una felicidad plena a sus diecisiete años, reproduciendo un vocabulario que es también el de las monjas y el sacerdote: la fe es un don, se tiene o no se tiene, quien la tiene lo sabe. Así que nadie la elige en sentido propio; uno es el elegido por Jesucristo. La llamada divina se describe como una suerte de deslumbramiento capaz de alterar los planes de cualquier hija de vecina: una de las novicias del convento relata que estaba cursando estudios de Medicina cuando visitó el convento y comprendió que allí era donde debía vivir; la madre priora confiesa a Ainara que “dejó un novio fuera” en su momento; y esta última misma se prosterna ante el altar el día del funeral de su abuela y pide a Jesucristo que “haga con ella lo que quiera”… pues suya es. Quien resulta así “poseído” deja de ser libre, conmovido ante algo que no comprende, sin dejar a su vez de ser libre: quiere hacer lo que está obligado a hacer. El fenómeno recuerda al del súbito enamoramiento, que Jarvis Cocker describía del siguiente modo en uno de los hits de Pulp:

What is this feeling called love?
Why me, why you?
Why here, why now?

… It doesn’t make no sense, no
It’s not convenient, no
It doesn’t fit my plans, no
It’s something I don’t understand, oh

La posibilidad de elegir

Y es que Ainara debía seguir el camino marcado para cualquier joven de su edad y estrato socioeconómico: estudiar una carrera universitaria, casarse, formar una familia; la versión secular de la costumbre. Su tía Maite, mujer de carácter que atraviesa dificultades con su pareja, lo tiene claro y lucha por persuadirla, enfrentándose a un hermano –el padre de Ainara– de inclinaciones autoritarias y alguien que acaso diga ser comprensivo con la fe de su hija solo para despejar su propio camino: quedarse con sus hijas pequeñas y con su nueva pareja, que le dará un hijo y la ilusión de un nuevo comienzo. La tía Maite plantea una objeción elemental: Ainara no está en condiciones de decidir sobre la preferibilidad de una forma de vida que conducirá al aislamiento mundano, pues no ha conocido todavía otras formas de vida. Máxime cuando hablamos de una adolescente a la que, aun estando a punto de cumplir los dieciocho años, podemos considerar impresionable por elementales razones de maduración personal. Pide tiempo, pues confía en que el tiempo terminará por alterar sus preferencias.

Ainara responde que la decisión la ha tomado dios en su nombre; las monjas dicen lo mismo, apelando con ello a una instancia supraindividual a la que no cabe plantear reclamaciones. El novio argentino de la tía Maite pregunta a Ainara sobre sus conversaciones con la divinidad: cuando ella le habla ¿Jesucristo mismo le responde? “A veces”, responde la niña. Hablamos entonces de un proceso de iluminación personal al que solo otorgará credibilidad quien ya esté persuadido de que semejante acontecimiento puede tener lugar; solo quien crea en fenómenos religiosos que trascienden lo visible y remiten a un dios intervencionista podrá aceptar que Ainara ha sido llamada a entregar su vida a dios. Pero la religión católica no es ni mucho menos la única metafísica impermeable al razonamiento ajeno que nos encontramos en las sociedades contemporáneas: en este mismo blog hemos hablado de la tauromaquia y aun podríamos añadir a esa lista cualquier ideología política que se asiente sobre un conjunto de preceptos cerrados cuya validez se da por supuesta y no admiten discusión alguna. Siendo raro que alguien se haga hoy monja, no faltan quienes se hacen okupas o anticapitalistas o abertzales o “survivalistas” e incluso surferos, abrazando una forma de vida a la que dedican energías y recursos, condicionando inevitablemente en distintos grados la vida de quienes los rodean. A menudo, estas decisiones vitales conducen a una de esas “huidas del mundo” a las que dedicó un libro Antonio Pau: recordemos las comunidades marginales de que se daba noticia en Nomadland, la película de Chloé Zhao. También son marginales los conventos de clausura: concédase al menos que las monjas que allí viven no hacen daño a nadie.

¿Está Ainara tomando una decisión autónoma? En principio, decidimos con autonomía cuando lo hacemos reflexivamente; la autonomía es el uso cualificado de la libertad personal. Pero tampoco esto nos lleva demasiado lejos; la doctrina no acaba de ponerse de acuerdo. Martha Nussbaum sostiene que el valor de la autonomía reside en el hecho de que nos permite vivir nuestra vida en lugar de vivir la que otros quieren que vivamos. De ahí que Thomas Scanlon concluya que el resultado de nuestros procesos decisorios no solo se justifique por su resultado, sino por el hecho de que expresan lo que somos: nos convierte en autores de nuestra vida. Aunque eso no excluye que podamos conocernos mal a nosotros mismos o llegar a autoengañarnos, colocándonos sin darnos cuenta en situaciones –laborales, sentimentales, familiares– que terminarán por alienarnos. Más exigente, Joseph Raz cree que la autonomía es un principio perfeccionista y solo puede entenderse realizada si abrazamos una concepción valiosa de la vida buena. Beate Rössler protesta: si así fuera, no podríamos elegir. ¿Es que una vida autónoma tiene que ser una vida con fuerte carga moral? No lo parece: “Decisivo para la vida buena autónoma es la noción de que tenemos la posibilidad de elegir”. Y quien decide siempre es una persona que tiene biografía, identidad, contexto. Se sigue de ahí que todas las decisiones autónomas son decisiones mediadas por una densa trama de influencias, lo que no quiere decir que sean por ello decisiones impuestas a quienes se exponen a aquellas.

Rezaré por ti

Ocurre que la decisión que toma Ainara parece tomarla otro, ya que ella deja que sea dios quien decida; un dios con el que mantiene una relación cuyos términos han fijado sus directores espirituales. Podemos inferir que la tía Maite tiene razón: una niña que ha sufrido la muerte temprana de una madre devota es más influenciable que cualquiera de sus compañeras de clase. Claro que se hará mayor de edad en unos meses y podrá decidir libremente si se marcha o no al convento; la familia tiene pocas armas en su mano. Y no puede descartarse que Ainara desee salir de un marco vital –la nueva familia de su padre– en la que se siente fuera de lugar. Por otro lado, aunque la película transcurre durante un periodo limitado de tiempo, apreciamos una evolución en Ainara: a medida que se va convenciendo de la necesidad de hacer lo que va a hacer, se expresa con mayor laconismo y severidad. El diálogo final con su tía refleja este proceso de asimilación dogmática: tiene lugar después de que aquella haya mentido a las monjas, a las que dice que la joven mantuvo relaciones sexuales con un chico, cosa que no sucedió y que quizá la propia Maite malentendió. Pero la confianza de Ainara en ella se resiente y cuando su tía se echa a llorar, después de preguntar a su padre por qué no ha tratado de retenerla, la respuesta de la joven es elocuente: “Rezaré por ti”. Y sale de la casa.

Habrá espectadores que crean estar viendo una película de terror: asistimos a una posesión infernal que se lleva a término en nombre de la fe en la divinidad. Otros, en cambio, aplaudirán; alguien se ha salvado. Y aun habrá quienes suspendan el juicio, remitiéndose a la decisión autónoma de una persona a la que asiste el derecho de marcar el rumbo de su vida. El espectador de Los domingos se convierte así en un prisma que refleja sus propias convicciones morales e ideológicas. Por eso hay quien juzga que la tía Maite es presentada negativamente, ya que termina la película rompiendo con ese hermano que no ha querido retener a Ainara y para colmo se ha quedado la casa de la madre de ambos so pretexto de sus dificultades económicas. Pero no está claro, porque la directora no juzga: Maite puede “leerse” como la única persona en el filme que comprende la gravedad de lo que está sucediendo. También aquí se da alguna paradoja, sin embargo, ya que Maite es infeliz con su propia vida y amaga con romper la relación que mantiene con su novio, a quien obviamente no ama ni respeta. ¡La vida es desordenada y confusa! Cuando Maite rompe con su hermano, lo que incluye un repudio explícito ante notario, descubrimos que se ha casado con el novio a quien quería dejar; al final de la película la vemos acercarse a él –está junto al hijo que trae de otra relación anterior– y descubrimos en su rostro la verdad del asunto: se ha resignado y no será feliz. ¿Acaso llegará a admirar a su sobrina, que ha sabido romper con todo siguiendo los dictados de su conciencia y afirmando su libertad?

La autonomía personal: nadie dijo que fuera fácil 

Obviamente, la dificultad estriba en elucidar en qué supuestos el individuo se ve constreñido a tomar una decisión que, de otro modo, quizá no hubiera tomado; y en cuáles, sin llegar tan lejos, se ve de alguna manera conducido a ella. Si una persona es adulta, hay que suponerla capaz de resistir esa influencia y –salvo en aquellos casos en los que se la fuerce– la ley tiene poco que decir al respecto. En Los domingos, el asunto se complica por la edad de la protagonista: no parece estar en disposición de tomar decisiones maduras sobre su futuro; la que adopta tiene un carácter «fuerte» que le cierra muchas alternativas. Sin embargo, aceptamos sin pestañear la influencia “fuerte” que los padres ejercen sobre sus hijos, a los que socializan en sus valores y a quienes transmiten sus creencias… Confiamos en que su paso por el sistema educativo les proporcionará visiones alternativas del mundo. Y si bien Ainara va –por decisión de su padre– a un colegio religioso, no puede decirse que los colegios seculares destaquen siempre por su neutralidad moral: echen un vistazo a los libros de texto. Idealmente, la educación pública y los progenitores mismos habrían de enseñar a los hijos a decidir con autonomía sobre su propia vida; los colegios religiosos transmiten una visión del mundo en la que esa autonomía se ve mediada por la fe. Pero los compañeros de Ainara no se encaminan al convento y la canción de Quevedo que abre la película deja a las claras que estos jóvenes no viven separados del mundo exterior. Y no deja de ser cierto que otros creen en el materialismo histórico, el complejo de Edipo o el determinismo biológico: la autonomía personal tiene muchos escépticos.

Hay que suponer que Los domingos gustará por igual a comunitaristas y a liberales: a los primeros porque nos recuerda que las comunidades y tradiciones en cuyo interior nos socializamos tienen más fuerza de lo que creemos en la formación de la subjetividad; a los segundos, porque esa constatación deja claro que debemos tomarnos en serio el problema de la autonomía personal, que no podemos a su vez reducir a términos simplistas. Porque las motivaciones son complejas, las conductas son ambiguas, la identidad es misteriosa. De ahí que la autonomía personal sea un ideal regulativo que hemos de esforzarnos por realizar, si es que podemos o sabemos hacerlo: nadie dijo que fuera fácil. Y a la vista está.


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