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Chernobyl: el átomo y la posverdad

Más que un relato sobre una tragedia pasada, Chernobyl, la miniserie de HBO, es la primera gran serie televisiva sobre los efectos de la posverdad.
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La impresión reinante era que iba a durar para siempre. No importaba si eras adulto o niño, hasta mediados de los 80 nadie pensaba que algo en nuestro país pudiera cambiar. No realmente. 

Andrei Makarevich, líder de la banda rusa Mashina Vremeni (Máquina del tiempo).

En Everything was forever, until it was no more (Princeton University press 2005), Alexei Yurchak, profesor de la facultad de Antropología de la Universidad de California en Berkeley y experto en ideologías y cultura popular, escribe sobre la paradoja enfrentada por la Unión Soviética durante el período que antecedió el colapso comunista, cuando prevalecía la sensación de que el grueso de la población sabía del mal estado en que se encontraba el sistema, pero pretendía que todo marchaba sobre ruedas como resultado de la incapacidad de imaginar una alternativa viable. Este estado de autoengaño, acuñado por Yurchak como hipernormalización, fue aceptado como el estilo de vida dominante durante varios años en la nación que fuera denominada por el presidente estadounidense Ronald Reagan como “Imperio del mal”. La duplicidad definía al Homo sovieticus: se vive en la mentira, pero se cree en los ideales. Lo importante era preservar una narrativa sentimental que les permitiera a políticos y ciudadanos identificarse como personas decentes y leales en un mundo binario de héroes y villanos. El Homo sovieticus no era una máquina sin sentimientos que realizaba ciegamente lo que se le decía (cliché al que lo reducen con irritante frecuencia las narrativas occidentales), pero sí un individuo que rara vez se atrevía a romper públicamente con los rituales que definían el aparente consenso comunista.

En Hipernormalización (2016), trabajo producido por la BBC, el documentalista Adam Curtis retoma el concepto de Yurchak para explicar cómo los poderes políticos, financieros y tecnológicos que supuestamente controlan el planeta han impuesto la artificialidad por encima de la evidencia. La secuencia global, argumenta Curtis, sigue una lógica similar a la que prevaleció durante la hipernormalización soviética: los ciudadanos están conscientes de que las autoridades mienten, los gobiernos saben que la sociedad los considera unos mentirosos, ambos, sin embargo, asumen las mentiras como verdades con el fin de crear un sentido de pertenencia y plenitud que poco o nada tiene que ver con la realidad.

En 2016, el diccionario Oxford seleccionó el término “posverdad” como la palabra del año. La razón: como consecuencia de la campaña electoral estadounidense, la palabra fue una de las más usadas durante esos doce meses. De acuerdo con el diccionario Oxford, la posverdad se refiere a “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”; es decir, el individuo se guía más por la simpatía y la emoción que por los hechos, a los cuales no parece darles importancia. Las personas en la posverdad no se conectan a los medios para informarse, sino para reafirmar opiniones y prejuicios. Aunque se viviera en la mentira, la verdad era percibida en occidente como un objetivo a alcanzar durante los años de la Guerra Fría. Las cosas han cambiado sustancialmente en este siglo: la autenticidad ha desplazado a la verdad como ideal a seguir: lo que importa es imponer la visión de la tribu, así sea de forma inescrupulosa e intolerante.

Todos hablan hoy de Chernobyl, la serie producida por HBO y Sky que, contra todos los pronósticos, se ha convertido en un fenómeno mundial. Tras el final de Game of Thrones, la miniserie es el nuevo tema de conversación de las audiencias internacionales. El factor que explica tanta popularidad está intrínsecamente relacionado con la pertinencia del programa: es, palabras más, palabras menos, la primera gran serie televisiva sobre los efectos de la posverdad. Chernobyl es un relato que desglosa las causas y consecuencias de la explosión del reactor 4 de la planta de Chernóbil el 26 de abril de 1986 –una tragedia que, a más de tres décadas de haber sucedido, permanecía relativamente inexplorada en la cultura popular–, pero cuya finalidad ulterior es reflexionar sobre cómo el deseo de imponer la propaganda por encima del sentido común genera daños catastróficos y pérdida de vidas; una narrativa cuya tesis principal aplica para fenómenos que van desde la guerra contra el cambio climático, el creciente rechazo a la ciencia y la resurgencia de liderazgos demagógicos en diversas partes del orbe.

El costo de las mentiras

Conformada por cinco episodios de alrededor de una hora, Chernobyl abre con una advertencia. Momentos antes de suicidarse, Valery Legásov (Jared Harris), científico que lideró el control de crisis y limpieza de Chernóbil, establece frente a una grabadora los riesgos que la sociedad corre cuando decide sustituir la verdad por la potencia de las narrativas:  

“¿Cuánto cuestan las mentiras? El riesgo no es que las confundamos con verdades. El peligro es que tras escuchar tantas mentiras ya no podamos reconocer la verdad. ¿Qué hacemos entonces? ¿Queda algo que no sea abandonar la esperanza y contentarnos con historias, narrativas, cuentos? En estas narrativas, da igual quiénes son los héroes. Lo que queremos saber es a quién culpar”.

Legásov se quita la vida el 27 de abril de 1988, dos años después de la explosión del reactor 4 de Chernóbil. El programa sitúa la muerte casi en el momento preciso en que sucedió la explosión: las 01:23:45 horas. El testimonio, embellecido por la pluma de Craig Mazin, escritor y showrunner de la serie, está incluido en un paquete de grabaciones donde Legasov explica de manera pormenorizada lo que sucedió en los días posteriores al accidente. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) nos dice que la cifra de muertos ascendió a 4,000, organizaciones como Greenpeace la sitúan en 90,000, el gobierno ruso apenas acepta un número de 31 personas fallecidas. Las grabaciones del científico brindan algunas luces de lo sucedido, pero son insuficientes para saber con exactitud el alcance de la devastación. La reflexión inicial de Legasov será retomada en “Vichnaya Pamyat”, último episodio de la serie, durante el juicio del gerente de la planta, Anatoli Diátlov (Paul Ritter, repulsivo), y los directivos Víktor Briujánov (Con Onelill) y Nikolái Fomin (Adrian Rawlins). Estos hombres fueron culpables de múltiples negligencias, aunque, para su descargo, siempre operaron bajo el supuesto de que la acumulación de errores humanos, en el peor escenario posible, podía ser detenida con apretar un botón de seguridad, el AZ-5. Falso: en aras de ahorrar dinero, las varillas de boro diseñadas para enfriar el reactor en caso de una emergencia fueron construidas con puntas de grafito, lo que provocó una reacción adversa que derivó en la explosión. Como revelan las investigaciones de Ulana Khomyuk (personaje ficticio interpretado por Emily Watson para representar al equipo de científicos que acompañó la misión), lejos de cancelar el peligro, el AZ-5 terminó siendo el detonador del Apocalipsis.

En el tercer episodio (“Open wide, O Earth”), Charkov (Alan Williams), alto mando de la KGB, señala que el sistema de vigilancia controlado por la agencia de espionaje es un “círculo de rendición de cuentas”. Charkov miente, por supuesto: la burocracia soviética jamás asumió responsabilidad alguna. La culpa siempre era de alguien más. Cuando Briujánov es notificado del incidente, una de sus primeras reacciones es deslindarse de toda culpabilidad bajo la coartada de que estaba dormido en el momento de la explosión. Esta actitud –una mezcla de arrogancia y terror ante el castigo que viene– es replicada por Diátlov en el juicio que toma lugar en el último episodio: pese a haber ordenado la prueba de seguridad que desemboca en la tragedia, el funcionario argumenta que “estaba en el baño” durante los minutos que antecedieron al accidente. Los tres reciben sentencias menores e incluso regresan tiempo después al servicio público. La rendición de cuentas también elude a los altos mandos que esconden las fallas estructurales del reactor. A quien sí vemos caer es a Legásov, cuyo castigo por revelar la cadena de errores que provocaron la crisis es el descrédito y el aislamiento civil. Como bien le previene Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård), dirigente designado para el control de daños en el campo, la persona que corre el riesgo de “humillar a una nación obsesionada con no ser humillada” debe estar dispuesta a asumir un precio alto. La química entre Harris y Skarsgård es estupenda, sobre todo cuando encuentran algo de luz en oscuridad, como en la secuencia que muestra cómo el vehículo lunar ruso logra desplazarse brevemente para remover el material radioactivo del techo de la planta. Chernobyl es, entre otras cosas, una entrañable buddy movie.

La serie también funciona como un homenaje a la resiliencia del pueblo ruso. Los mineros que trabajan desnudos a 50 grados centígrados, los “biorrobots” kamikaze que suben a empujar el grafito al núcleo, los buzos que cierran las válvulas, los oficiales que trabajan día y noche a sabiendas que la radiación reducirá su expectativa de vida, todos ellos, sin excepción, asumen el desafío como un deber ineludible. Estos ciudadanos no son robots enajenados por la ideología –como queda evidenciado en la secuencia donde el secretario de Energía intenta reclutar sin explicaciones a los mineros–, al contrario: están plenamente conscientes de la manipulación hipernormalizadora de los altos mandos; sin embargo, como lo hicieron las generaciones que los precedieron, interiorizan el sacrificio como la razón misma de su existencia. Mazin muestra un respeto marcado ante estos héroes desconocidos y los presenta en el relato con nombre y apellido cada vez que tiene oportunidad. Es un gesto humanista rara vez visto en la televisión occidental.

 

La felicidad de toda la humanidad

Chernobyl está dirigida por Johan Renck, director sueco cuyos créditos incluyen comerciales (Paco Rabanne: Pure XS for Her) e incursiones esporádicas en la televisión (Breaking Bad, Walking Dead, Halt and Catch Fire y la europea The Last Panthers). Hasta ahora, sus piezas más celebradas eran Blackstar y Lazarus, los mortuorios videos que realizó en 2016 para promocionar el último álbum de David Bowie. Chernobyl representa un salto cualitativo en su carrera. Situada en las antípodas de la crónica naturalista e impersonal, aunque siempre respetuosa de la dinámica que siguieron los hechos, la narrativa adopta el tono inquietante de una cinta de horror. Las referencias son múltiples: la atmósfera fantasmagórica de las actividades castrenses del cuarto episodio (“The Happiness of all Mankind”) es prácticamente un homenaje estilístico a Ven y Mira (Klimov,1985), una influencia capital en el tono general de la serie; los servidores condenados a revisar el núcleo de la planta remiten a los exploradores de la “zona” en Stalker (Tarkovski,1979); el angustiante recorrido de los buzos recuerda a Alien (Scott, 1979) y The Thing (Carpenter, 1982). El mérito no radica en abrevar de una notable variedad de fuentes –documentales, fotografía, ficción y recuentos periodísticos, como Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich

((Mazin toma varias historias y diálogos del libro de Alexiévich, premio Nobel de Literatura 2015. Si bien Alexiévich se manifestó extrañada por no aparecer en los créditos de la serie, la reconoció como un trabajo valioso que le hacía justicia a la dimensión de la tragedia. Aquí una lista completa de los trabajos consultados por Mazin y Renck.
))

–, sino en consolidar ese abanico en una narrativa contundente e idiosincrática.

 

La sinestesia prevalece. Todo está contaminado: elementos primarios como el agua y la tierra son capturados por la cámara de Jakob Ihre con una pulsión orgánica y aterradora; la paleta cromática de verdes y grises se transmuta en el equivalente del sabor metálico que los protagonistas afirman percibir en el ambiente; el creciente sonido de los medidores de radioactividad deviene en asfixia y vértigo. También hay belleza en la devastación: la lluvia de cenizas mortales que cae sobre los rostros fascinados que atestiguan la fusión de todos los colores del arcoíris desde el puente de Prípiat; un perro que corre desbocado tras un camión; la esposa amorosa que toma la mano del cuerpo putrefacto en que se ha convertido su marido; el insecto vivaz que acompaña el extravío existencial de Scherbina tras saberse frágil y desechable. La textura industrial de música de Hildur Guðnadóttir –una reinterpretación de los sonidos captados por la chelista durante su visita a una planta nuclear en Lituania– cierra el circuito ominoso de la obra. Chernobyl es una experiencia estética inmersiva y estremecedora; gran cinéma, pues.

Hacia el colapso

En una entrevista realizada en 2006, Mijaíl Gorbachov, exsecretario General del Comité Central del Partido Comunista, consideró que la explosión de Chernóbil fue el verdadero factor que motivó la caída de la potencia roja. La cadena de negligencias que provocó la tragedia, aunada a la incapacidad del aparato gubernamental para reconocer lo sucedido, destruyó el consenso hipernormalizador que sostenía al imperio soviético, el cual se desplomó con rapidez extrema.

El átomo y su misterio siempre han servido como un vehículo para comentar sobre el contexto sociopolítico de la época, sea el clima paranoico del inicio de la Guerra Fría (las películas de monstruos e insectos radiactivos que poblaron las matinés de los cincuenta), la turbulencia provocada por la defensa de los derechos civiles (El síndrome de China, Silkwood), el miedo a la confrontación nuclear (El día después) o la guerra contra la verdad, como ahora lo hace Chernobyl. La naturaleza invisible y letal de la energía nuclear la torna en un monstruo alegórico perfecto. De ahí la urgencia del trabajo de Mazin y Renck. En una circunstancia donde los científicos empiezan a debatir que la cuestión ya no es evitar el desastre ecológico, sino prevenir que las turbulencias sociales provocadas por el cambio climático deriven en el colapso institucional del planeta, la lección de lo acontecido en Chernóbil es contundente: no hay autoengaño que dure por siempre, ni siquiera el que es compartido por toda una nación. Ojalá que no tengamos que vomitar sangre para entenderlo. *

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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