Vi con retraso en los cines Renoir Retiro de Madrid la película Inside Job la misma tarde en que se anunció la muerte de Jorge Semprún, un intelectual cuya elevada talla humana ha sido para mí mayor que la valía de su obra escrita. En el cine, Semprún, que tuvo siempre, hasta en la vejez, físico y maneras de galán, trabajó de guionista con algunos excelentes cineastas, haciendo, a lo largo de poco más de una década (entre 1966 y 1978), películas políticas muy europeas, y no solo de tema. Fueron títulos, sobre todo el primero en el que colaboró con Resnais –La guerra ha terminado (1966)– y los dos primeros escritos para Costa-Gavras –Z (1969) y La confesión (1970)–, de gran relevancia moral, innovadores en su alegato, pero, a mi juicio, de no muy distinguida calidad cinematográfica. Incluso trabajando para un extraordinario director como Joseph Losey –en Las rutas del sur (1978)–, el denso tejido ideológico que Semprún aportaba a temas candentes iba en detrimento del armazón narrativo de las historias contadas, que aspiraban a ser alegorías de la resistencia al franquismo y sus desilusiones (La guerra ha terminado y Las rutas del sur) o denuncia, en su momento osada e intempestiva, de los posos estalinistas del comunismo centroeuropeo (La confesión).
En ninguna de ellas el núcleo histórico del compromiso y el marco ficticio cristalizaban en algo similar a Salvatore Giuliano, la obra maestra de Francesco Rosi que en 1962 se adelantó al formato del documental manipulado por la invención que ahora está tan en boga. Las limitaciones discursivas del guionista Semprún en la trilogía valientemente revisionista que interpretó Yves Montand para Resnais, Losey y Costa-Gavras se advierten comparando esas películas con las que posteriormente hizo Costa-Gavras trabajando con guionistas de menos categoría intelectual pero más sabiduría dramática, logrando esas dos extraordinarias muestras del cine de memoria política que fueron Desaparecido (1982) y La caja de música (1989).
Ahora bien, estamos hablando y poniéndole peros al cine político realizado cuando el cine tenía más rango y más ambición, y las grandes construcciones historicistas cobraban fuerza en relatos de un magistral empuje romántico, los mejores de ellos dirigidos, por alguna razón inexplicable (¿o lo explicaría la tradición operística?), por cineastas italianos, y sobre todo por dos, cada uno a su modo discípulo de Visconti: Bertolucci con Antes de la revolución, El conformista o Novecento; y Gianni Amelio con Lamerica. Frente a ellas, las películas que ahora nos conmueven, o al menos nos mueven a ir a los cines, que ya es mucho, son de otra estirpe, acorde con los tiempos. Películas que extienden vigorosamente el clásico cine bélico de Fuller o Anthony Mann, añadiéndole una noción política más nítida, e incluso más crítica; por ejemplo la estupenda En tierra hostil de Kathryn Bigelow, o los numerosos documentales y seudodocumentales que suelen venir con frecuencia de la franja indie norteamericana: los divertidos panfletos de Michael Moore, la juiciosa Una verdad incómoda de Al Gore, la más bien indigesta empanada mental sobre Guantánamo del británico Michael Winterbottom, y ahora la interesantísima Inside Job de Charles Ferguson.
El éxito mundial de Inside Job reconforta mucho y despierta a la vez una nostalgia de los lenguajes fuertes en el arte. Apasionante de ver, inquisitiva sin trampas, muy bien argumentada, Inside Job no pasa de ser en su planteamiento un buen programa de formato televisivo cuyo gran mérito es su valor cívico y su oportuna salida pública en medio de la crisis bancario-político-gubernamental que recorre, como un fantasma forrado de billetes ilícitos, el mundo. Es también, y eso constituye para mí su principal virtud, una película demoledora en su pesimismo, pues sabe presentar y elaborar de modo irrebatible no ya lo que presentíamos o temíamos sino lo que nos espera irremediablemente: una sociedad global mandada por los mismos amos en la sombra que engañaron, robaron y salieron indemnes, y que ahora, con otros gobiernos más progresistas, siguen manteniéndose como quinta columna empotrada en las fuerzas de salvación de la macroeconomía.
La película, y es solo un ejemplo, desmonta de modo palmario los sucios manejos extorsionistas de las agencias de calificación financiera, esas hoy célebres Moody’s, Fitch y Standards & Poor’s, cuyos nombres no nos ha quedado más remedio que aprender, y a la vez confirma que nuestro futuro depende de ellas –pues siguen dictando a los zapateros, passos coelhos y papandreus de la tierra lo que tienen que hacer en sus mercados interiores.
La gran pegada de una película algo árida y a veces fea, por el abuso del gráfico y la estadística en la pantalla, es su sutil pero contundente maniqueísmo, nada chusco en comparación con el invasivo y narcisista estilo de Michael Moore. Inside Job es un western de las altas finanzas, y su acierto está en introducir, plasmando un asunto tan poco figurativo, malos y buenos, emboscadas y duelos a muerte, e incluso, en una de las entrevistas más agradecidas, una madame opulenta al frente de un saloon de chicas seguramente tan rubias como ella y atendiendo a diez mil clientes, de los que la mitad, ella misma lo afirma ante la cámara, son los cuatreros de Wall Street. Como pasa en el cine de género, en Inside Job resultan más atractivos los malvados, en especial esa lumbrera académica y consejero de Bush llamado Glenn Hubbard, frío y calculador hasta el último momento, quizá por saber que a él nunca le llegará la hora del sheriff.
Ferguson termina su documental sobrevolando la Estatua de la Libertad y lanzando un mensaje que quiere ser de esperanza. Los espectadores sabemos, sin embargo, que en esta película del oeste no oiremos al final el toque de corneta de la caballería yanqui que viene a rescatarnos. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).