Hacia el final de Bird. Emprender el vuelo (Reino Unido – E.U. – Francia – Alemania, 2024), sexto largometraje de la consolidada cineasta inglesa Andrea Arnold (Fish tank, 2009; temprana obra maestra Cumbres borrascosas, 2011; Dulzura americana,2016), un personaje le dice al otro, a modo de serena enseñanza existencial, que “la vida no siempre carece de sentido”. Se trata de una afirmación esperanzadora que, cuando nos acercamos al desenlace del filme, sirve de necesario contrapunto para todo lo que hemos visto: pobreza, abandono, adicción y violencia, aunque, entre tantas sostenidas desgracias, también hemos visto generosidad, solidaridad, amor y, sobre todo, sinceridad.
Presentada en competencia en Cannes 2024 –en donde fue vergonzosamente ninguneada por el lamentable jurado presidido por Greta Gerwig, que decidió premiar en su lugar a la indefendible Emilia Pérez (Audiard, 2024)– Birdestá marcada, de principio a fin, por la sinceridad. No hay doblez alguna en los personajes centrales: no la hay en Bug (Kerry Keoghan, sensacional), ese pésimo papá egoísta y desobligado que de todas formas quiere iniciar una nueva vida con su joven prometida; no la hay en la inquieta adolescente Bailey (la debutante Nykiya Adams), que se está descubriendo a sí misma y su posible futuro en esa olvidada zona semirrural del norte de Kent; no la hay, mucho menos, en ese excéntrico desconocido, el Bird del título (Franz Rogowski, frágil), que ha aparecido de la nada en busca de sus orígenes familiares porque nació varios años atrás en el mismo edificio en el que vive Bailey. La sinceridad es, pues, un valor fundamental para todos los personajes involucrados en el filme, lo que incluye a un valioso sapo sudamericano, que Bug cría para vender su baba, supuestamente alucinógena, como droga, y así poder pagar su inminente boda con la alegre Kayleigh (Frankie Box). El asunto es que, según Bug, el sapo de marras solo babea cuando escucha “música sincera”. Por ejemplo, “Yellow”, de Coldplay.
Arnold nos engaña con la verdad desde el inicio. Aunque el escenario argumental es descarnadamente realista hasta llegar a rozar la pornomiseria melodramática –estamos en un barrio pobre y bravo en algún pueblo costero del sur de Inglaterrra, con peligros inminentes en cada esquina, violencia en cualquier hogar, adicciones y embarazos adolescentes a pasto–, muy pronto nos damos cuenta que el duro y rudo mundo que estamos atestiguando lo experimentaremos a través de los ojos y la sensibilidad de la curiosa preadolescente Bailey, quien gusta de escaparse de las cochambrosas cuatro paredes en las que vive. Bailey se va a deambular por aquí y por allá durante todo el día, se recuesta en el suelo de algún descampado a pasar la noche y deja que un caballo suelto la despierte. Ahí, en ese lugar tan simple, ordinario y, a la vez, mágico, Bailey se encontrará con Bird, un extraño hombre de hablar suave, casi infantil, que sonríe, brinca y da piruetas, como si fuera un duende.
La lírica puesta en imágenes de Arnold –nerviosa cámara en mano, edición sincopada/fragmentada, encuadres subjetivos desde la perspectiva de la protagonista– nos hace dudar de inmediato. ¿No será que la súbita aparición de Bird, literalmente traído por los fuertes vientos de la campiña de Kent, es un producto de la imaginación de Bailey? No es así: el excéntrico tipo también es visto por otros personajes, camina por las calles del lugar, toca varias puertas, pregunta por unos padres que no recuerda e interviene en un momento clave, cuando Bailey visita a su adicta madre, abusada violentamente por su nuevo novio. Es decir, Bird existe en el mundo real, aunque es evidente que también pertenece a otro mundo muy distinto, uno en el que se mueve Bailey, sea a través de su imaginación, sea porque tiene acceso a ese universo mágico en el que los cuervos llevan mensajes de amor, en el que es posible comunicarse con las aves, en el que alguien se transforma en un parpadeo para salvar el día, en el que un zorrito llega de invitado a una boda y en el que los sapos producen baba psicotrópica al escuchar música.
Esta ambigüedad en Birdes clave para que el filme funcione con sus propias reglas, esas que le permiten a Arnold crear un sincrético universo narrativo en el que lo real se alterna –o incluso se fusiona– con lo fantástico y lo maravilloso. A través de esta radical posición argumental, Arnold aspira a presentarnos una reconfortante verdad moral a la que llegamos no a través del sufrimiento gratuito de los personajes sino al atestiguar la conmovedora solidaridad entre ellos, la genuina sinceridad de sus sentimientos. Puede que el vaquetonazo de Bug no sea el mejor padre posible, pero es el único que tiene Bailey. Puede que su desafortunada mamá tenga pésimo gusto para elegir a sus novios, pero sigue estando ahí. Y puede que la vida para Bailey, al entrar a la adolescencia, no pinte color de rosa, pero al final le queda claro que, ahí, entre sus vecinos y su extendida familia, nunca estará sola. “No one here is alone”, palabra (sincera) de Blur. ~