Márquez Abella y el cine alimenticio

Luis Buñuel decía que de vez en cuando cualquier cineasta se ve obligado a realizar cintas industriales que se alejan de sus intereses personales. Puede ser el caso de “A millones de kilómetros”, un sólido melodrama de superación que no se mueve un centímetro del modelo hollywoodense.
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Luis Buñuel bautizó a algunos de sus filmes industriales mexicanos, realizados en plena Época de Oro, como “películas alimenticias”. Se refería, en concreto, a encargos que llegaban a él a través de sus productores, especialmente Óscar Dancigers, para quien Buñuel realizó varias de esas “películas alimenticias”, como Gran Casino (1947), El gran calavera (1949) o La hija del engaño (1951). Se trata de cintas industriales, realizadas en su momento con rapidez, profesionalismo y corrección técnica. Buñuel afirmaba que cualquier cineasta que trabajara en una industria fílmica estaba obligado, de vez en cuando, a realizar alguno de estos proyectos. La única condición, decía, era evitar dirigir algo que estuviera en contra de las convicciones más personales del realizador. Por lo demás, no hay nada indigno en trabajar en proyectos de otros y menos aún cuando se hace bien, con responsabilidad, buen gusto y profesionalismo. De esta manera, ha dicho también Martin Scorsese, se puede ganar la confianza de los productores y, de vez en cuando, te pueden dejar levantar tus propios proyectos: “hago esto para ti para que luego me dejes hacer algo más personal”.

Guardando las debidas distancias, que no son menores, es posible que esta lógica buñueliana/scorsesiana haya llevado a Alejandra Márquez Abella a dirigir la recontra-archi-super convencional pero, a la postre, bastante efectiva A millones de kilómetros (A million miles away, E.U.-México, 2023), su cuarto largometraje, para Amazon Studios. Estrenada en pleno 15 de septiembre en la plataforma de streaming de Prime Video, A millones de kilómetros es un sólido melodrama de superación, inspiración y representación que no se mueve un centímetro del típico modelo hollywoodense de cualquier feel-good movie similar al estilo de, digamos, Talentos ocultos (Melfi, 2016).

Con una prestancia narrativa irreprochable, por más que no haya un solo momento que estilísticamente se pueda destacar, Márquez Abella nos entrega aquí el relato inspirador de cómo un chamaco nacido en el valle de California llamado José Hernández (Juan Pablo Monterrubio de niño, Michael Peña como adulto), de familia campesina migrante michoacana, jornalero agrícola en su niñez y adolescencia, se convirtió en el primer astronauta mexicano-estadounidense en viajar al espacio en 2009 en el transbordador Discovery, en calidad de, nada menos, ingeniero responsable de a bordo. El guion, basado en las propias memorias del muy admirable señor Hernández, pisa todas las bases obligatorias, habidas y por haber de este tipo de películas, desde sus dificultades iniciales con el manejo del inglés hasta su tenacidad (¿o más bien obsesión?) por ser un astronauta de la NASA, pasando por el sacrificio de sus padres para que él se graduara en la universidad, el racismo apenas embozado que tuvo que sufrir por ser latino en cierto laboratorio de ingeniería y su muy poblada vida matrimonial al lado de su luchona esposa Adela (Rosa Salazar) y sus ¡cinco hijitos!

Por supuesto, no es en esta previsible historia en donde podemos encontrar algunos pequeños placeres al ver A millones de kilómetros, sino en el manejo de todo el competente reparto extendido, incluyendo los bienvenidos cameos de Gerardo Trejoluna, Mercedes Hernández y Francisco Barreiro; en la muy eficaz edición de Hervé Schneid, que evita por fortuna cualquier redundancia narrativa; y, sobre todo, en esa arma (no tan) secreta que resulta ser la supervisión musical de Joe Rodríguez y Javier Nuño que, además de ser impecable en su selección (Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez y Juanga al lado de algún cover de California Dreamin’ o de la también inevitable This Land is your land), logra no solo el mejor momento de toda la película, sino el más pertinente, políticamente hablando.

Me refiero al uso clave de Los Tigres del Norte y su clásico “Contrabando y traición”. Al entrar a trabajar al Lawrence Livermore National Laboratory en 1985, el siempre alegre José Hernández de Michael Peña llega en su auto al estacionamiento escuchando a todo volumen aquello de “Partieron de San Isidro / procedentes de Tijuana”, para luego apagar abruptamente la canción, ante la mirada de desaprobación de uno de sus nuevos compañeros. Años después, cuando Hernández finalmente llegue, después de vencer una docena de rechazos, al estacionamiento del Centro Espacial Johnson de la NASA, no apagará la radio y, al contrario, le subirá todo el volumen para seguir escuchando, muy sonriente, “traían las llantas del carro / repletas de hierba mala”. Es decir, el orgullo por las raíces, por ser quien uno es, por venir de donde uno viene, por ser un mexicano nacido en Estados Unidos, pasa por respetar a Los Tigres del Norte. ¡Cómo chingados no!

Esta escena y alguna otra más, que tiene que ver con la relación de José con su malogrado primo Beto (Bobby Soto), son los únicos momentos en que Márquez Abella se permite salirse del previsible y blandísimo relato inspirador. De hecho, el tono de A millones de kilómetros parece haber sido calcado del clásico beisbolero Ídolo, amante y héroe (Wood, 1942), hagiográfica biopic de Lou Gehrig. Es tan clara la santidad del primera base de los Yanquis interpretado por Gary Cooper que cualquier posibilidad de conflicto verdadero, cualquier giro argumental inesperado, están negados de antemano. Desde que empezamos a ver la película sabemos que Gehrig es un tipo extraordinario y que, al final, lo espera el sufrimiento y el sacrifico cuando se dé a conocer la enfermedad degenerativa que luego llevará su nombre. La película funciona, pues, como eficaz confirmación del estatus de héroe que Gherig ya se había ganado. Lo mismo sucede con José Hernández y el triunfo al que está destinado desde un inicio, pues no tendrá mayores obstáculos que las inevitables dificultades económicas, la confusión de una empleada que cree que José es el nuevo afanador y el trato poco respetuoso de sus jefes, que, eso sí, cambiará de inmediato cuando el recién llegado ingeniero demuestre su desbordado talento.

A final de cuentas, Márquez Abella ha entregado un muy profesional filme hollywoodense, una típica película alimenticia buñueliana de la cual –con todo y sus evidentes servidumbres inspiradoras, aleccionadoras y moralizantes ya descritas– tendría que sentirse muy orgullosa. Uno nunca sabe: acaso después de este pago de piso, veamos una cinta más audaz y personal de la cineasta, que ya tiene en su haber, ¿acaso demasiado pronto?, una auténtica obra mayor como Las niñas bien (2018). Y si no es así, qué importa: si Márquez Abella es capaz de hacer filmes tan entretenidos como A millones de kilómetros, podría tener asegurada una larga carrera como eficaz artesana hollywoodense. Nunca hay que decir nunca jamás. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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