El tercer festival de cine más antiguo del mundo, después de los de Venecia y Moscú, es el que se organiza desde 1946 en Locarno, Suiza. La emisión número 78 finalizó el pasado fin de semana, con el triunfo del cineasta japonés Shô Miyake, quien ganó el Leopardo de Oro por su más reciente filme, Tabi to hibi (2025), que seguramente veremos en los meses por venir en Morelia, FICUNAM, similares y conexos. El jurado, presidido por el director camboyano Rithy Panh y entre cuyos miembros estuvo el mexicano Carlos Reygadas, nombró también a la argentina Cecilia Kang como la mejor directora emergente por Hijo mayor (2025), su tercer largometraje, aunque apenas el primero de ficción, pues sus dos primeras cintas fueron documentales.
En esta sección, Cineasti del presente, suelen encontrarse los trabajos de cineastas ascendentes con propuestas y miradas audaces y arriesgadas. Ese fue el caso de The fin (Corea del Sur-Alemania-Catar, 2025), segundo largometraje de Syeyoung Park, que nos presenta un escenario postapocalíptico en el que los coreanos del futuro sobreviven aislados en una Seúl devastada, divididos entre los buenos ciudadanos –que tienen acceso a lujos como pescar en pilas de agua, para recordar como funcionaba el mundo antes de las guerras y el colapso ambiental– y los subhumanos, unos mutantes llamados “Omega” que tienen pies diferentes y la aleta oculta del título y que, además, se encargan de los trabajos más peligrosos, como recoger los desechos contaminantes.
La historia escrita por el propio director tiene como protagonista a una burócrata recién contratada por el gobierno para detectar, señalar y capturar a los mutantes “ilegales” –haga de cuenta la “heroica” chambita de los ICE gringos–, quien se topará en su momento con una jovencita Omega que ha podido confundirse exitosamente entre los humanos. El planteamiento argumental tiene ecos inconfundibles de Blade Runner (Scott, 1982), aunque Park le impone un tono aún más oscuro que el de aquel irremontable clásico ochentero. Estamos ante un auténtico triunfo de la imaginación más pesimista, aunque, en la mejor tradición de la ciencia ficción especulativa, mucho de lo que vemos en este filme –la alienación en la que viven los ciudadanos, la división artificial provocada por un gobierno despótico– no tenemos que imaginarlo porque ya está en el presente.
En un tono completamente distinto y fuera del concurso oficial, se presentóLegend of the happy worker (E.U., 2025), el más reciente largometraje del veterano Duwayne Dunham, un realizador más conocido por sus múltiples trabajos televisivos y por ser uno de los editores de cabecera de David Lynch, con quien colaboró en el montaje de Terciopelo azul (1987), Salvaje de corazón (1990) y en la teleserie de culto Twin Peaks. De hecho, el propio Lynch aparece como uno de los productores ejecutivos de esta auténtica extravagancia que sí es posible conectar con el cineasta recién desaparecido, pues tanto la premisa como su ejecución nos remiten a la desconcertante sinceridad lyncheana que podemos ver, por ejemplo, en Una historia sencilla (1999), en su obsesión recurrente por El mago de Oz (Fleming y otros, 1939) y por sus visitas diarias a cierta sucursal del restaurante de comida rápida Big Boy, en donde durante años pidió siempre su malteada de chocolate y su café.
Es imposible, pues, no pensar en Lynch al ver Legend of the happy worker. Estamos en un terregoso valle del oeste gringo, donde el enérgico descendiente del primer colono de ese lugar (Thomas Haden Church) sigue manejando el negocio familiar, que no consiste más que en hacer hoyos en la tierra, es decir, cavar y hacerlo “condenadamente bien”. Uno de los mejores cavadores, el siempre alegre, optimista y feliz Joe (Josh Whitehouse), se anima a preguntarle al dueño y gran señor de esas tierras una pregunta clave: ¿por qué hacen eso?
Esta reflexión existencial sobre el sentido del trabajo y la lógica del capitalismo se mueve entre la sátira más feroz y la sinceridad más desarmante. Dunham echa mano de la desbordada estilización artificiosa de El mago de Oz no solo en su puesta en imágenes –esas tierras rojizo/amarillentas, esos anacrónicos back-projections–, sino en su dirección de actores –todos ellos parecen haber salido del Hollywood de los años 40– y hasta en la música que acompaña las aventuras de los personajes, pues la exultante partitura de cine del oeste que escuchamos de principio a fin de podría haber sido escrita por, digamos, Dimitri Tiomkin.
También presentada fuera de la competencia oficial, Keep quiet (E.U., 2025), quinto largometraje del buen artesano Vincent Grashaw, abreva de premisas y planteamientos hollywoodenses, aunque lo hace de una manera mucho más seria que Dunham. De todo lo que pude ver a la distancia de lo programado en Locarno 2025, este sólido drama policial es el que podría aparecer más temprano que tarde no solo en cualquier plataforma de streaming, sino que, además, tiene lo necesario para figurar en la temporada de premios, pues puede darle a su protagonista, un espléndido Lou Diamond Phillips, el reconocimiento que desde hace mucho tiempo merece.
Teddy (Phillips), un veterano policía tribal en una reservación india del medio oeste americano, recibe como pareja a una jovencita citadina proveniente de Tulsa (Dana Namerode), a quien enseña cómo debe ser el trabajo de combate y prevención del delito en esa comunidad nativo-americana. Aparentemente no hay mucho que hacer en ese lugar, hasta que un expresidiario recién liberado regresa al pueblo para desatar la violencia y sacar del closet uno que otro secreto que nadie quiere recordar.
La segura dirección de Grashaw, tanto en el manejo de sus actores como en la resolución de las escenas de acción, está bien aplicada a un inteligente guion escrito por el debutante Zach Montague, quien no solo le saca la vuelta al manido cliché de la pareja dispareja de policías en peligro –hombre y mujer, veterano y novata, rural y citadina, indio y blanca– sino que transmite un genuino sentido de autenticidad: esos personajes existen, esos paisajes también y hay un Estados Unidos desconocido para el gran público. Ya veremos si Phillips aparece nominado por esta actuación a inicios del año próximo.
Una de las secciones más atractivas de Locarno es la llamada Histoire(s) du cinéma, en la que suelen mostrarse cintas dirigidas por los cineastas invitados de cada emisión del festival –este año se programaron varias películas de los justamente homenajeados Jackie Chan y Alexander Payne– y, además, filmes restaurados de algunos de los grandes maestros, exhibidos con la etiqueta “Patrimonio de Locarno”.
En este 2025 el plato fuerte de esta sección fue, sin duda alguna, Anno uno (Italia, 1974), el vigesimosexto y penúltimo largometraje de Roberto Rossellini. Una de las películas más emblemáticas de la última etapa del director, tanto en la forma como en el fondo, Anno uno es la serena biopic del influyente político demócrata cristiano Alcide De Gasperi (1881-1953), uno de los artífices de la fragmentada y compleja democracia italiana postfacista, primero como presidente del todavía Reino de Italia, de 1945 a 1946, y posteriormente, ya convertido el país en república, como presidente del Consejo de Ministros de 1945 a 1953, cuando se empezaba no solo a reconstruir toda Europa sino, también, a dividirse todos los países en los dos bloques que se disputarían los Estados Unidos y la Unión Soviética en la Guerra fría.
Interpretado por Luigi Vannuchhi, el De Gasperi de Rossellini es un político profesional que busca en todo momento los consensos más amplios para formar y sostener la estabilidad del gobierno, aunque a la postre no dude en tomar posiciones claras y alejarse de los extremos, sea el fascismo que sigue latente por más que Mussolini haya sido ejecutado, sea el comunismo al que entiende, con razón o sin ella, como una amenaza a la soberanía italiana por la innegable influencia soviética.
Como suele suceder con los grandes maestros en sus últimos filmes, estamos ante un Rossellini sereno y depurado. La cámara de Mario Montuori se mueve con tanta elegancia como funcionalidad, dejando que los actores se muevan de manera natural en el encuadre –hay una larga escena sin corte al mejor estilo plateau del cine silente– y privilegiando no solo la toma extendida sino las de grupo y alejadas. De esta manera, se subraya narrativa y estilísticamente que, más allá de lo que esté pensando y haciendo ese “gran hombre” que fue Alcide De Gasperi, suceden otras muchas cosas en otras partes, sea en el campo de batalla –de ahí los cortes a las batallas de los aliados derrotando a los alemanes–, sea en las ruidosas calles de Roma –las escenas de protestas y mítines–, sea hasta en los cafés, con esa suerte de coro griego al que vemos discutir, de vez en vez a lo largo de todo el filme, con café y vinito en las manos, las novedades, los rumores y los chismes de la agotadora grilla política italiana.
En su tiempo, Anno uno fue recibida con indiferencia por el público afín a la centroderecha, y con franca animadversión desde la izquierda más radical. Es entendible: el estreno sucedió en los tiempos del enfrentamiento y cohabitación entre la democracia cristiana y el partido comunista, una época turbulenta que desembocaría en el secuestro y asesinato del primer ministro Aldo Moro. No era el momento más propicio, pues, para la biografía de unos de los negociadores más moderados y hábiles que tuvo Italia en la postguerra, apenas comparable, por cierto, con el mismo Aldo Moro.
En un mensaje que aparece en pantalla y que precede a la impecable copia de Anno uno que se presentó en Locarno, la directora del festival, Giona A. Nazzaro aclara que el rescate de este filme de Rossellini se debe no solo a la indiscutible estatura del cineasta –cuyo prestigio ha ido creciendo con el paso de los años, por cierto–, sino por la temática, que resulta tan pertinente o, incluso más, que en los años 70, pues ahora mismo la democracia y las libertades, dice Nazzaro, están amenazadas globalmente. ¿De qué y de quién estará hablando? No estoy seguro, pero sospecho que de ningún político suizo. ~