La vida de un hombre cualquiera

“Sueños de trenes”, del director Clint Bentley, es un sereno filme épico que sigue a su protagonista en el paso de un siglo a otro, mientras intenta entender el sentido de su vida.
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Desde los primeros minutos de Sueños de trenes (Train dreams, E.U., 2025), película recién estrenada en Netflix, la rasposa narración en off de Will Patton nos aclara que nuestro silencioso protagonista, Robert Grainier (Joel Edgerton) tendrá una larga vida, misma que veremos comprimida en los 102 minutos de duración del segundo largometraje de Clint Bentley (notable ópera prima Jockey, de 2021).

Conocemos a Grainier a los 6 o 7 años, viajando en un tren rumbo a Fry, un pequeño pueblo de Idaho, a fines del siglo XIX. No sabemos qué pasó con sus padres, pero ni él mismo lo sabe. La seca narración omnisciente nos informa de lo esencial: huérfano de padre y madre, criado por parientes en ese remoto lugar del noroeste americano, Grainier entra en contacto de manera temprana con la violencia más abusiva –es mudo testigo de la atrabiliaria deportación de decenas de trabajadores chinos– y hasta con la inevitabilidad de la muerte –le da de beber a un anónimo pobre diablo (Clifton Collins Jr. en cameo), que yace agonizante en el bosque–, hasta que empieza a laborar de sol a sombra para una compañía ferroviaria que está trazando nuevas rutas por ese inabarcable territorio aún virgen. En una de esas jornadas, Grainier es testigo y hasta colaborador más o menos activo/pasivo de otra injusticia más: el sacrificio de un trabajador chino (Alfred Hsing), que es tirado de un puente recién construido. Aunque Grainier pregunta y vuelve a preguntar qué hizo o por qué están haciendo eso con él, nadie responde. Acaso porque nadie lo sabe y a nadie le importa.

El guion escrito por el propio director en colaboración con el también cineasta Greg Kwedar (realizador del buen drama carcelario nominado al Oscar Las vidas de Sing Sing, 2023) está basado en la homónima novela Train dreams (2012), de Denis Jonson (1949-2017), un pequeño libro que se consume en una sola sentada, no solo por su brevedad, sino porque es imposible abandonarlo en cuanto uno empieza a leerlo. Estamos ante una sencilla pero muy sugerente prosa, digna heredera, estilísticamente hablando, de Hemingway, mientras que, temáticamente, Jonson explora con poética serenidad, sin sentimentalismo de ninguna especie, la vida entera de una persona cualquiera, común y corriente, no en el momento de su partida, como en la obra cumbre tolstotiana La muerte de Iván Illich (1886), sino más bien a lo largo de toda su existencia, sumando cada fragmento significativo, desde sus primeros recuerdos –ese viaje infantil en el tren hacia su nueva familia– hasta sus últimos pensamientos, que no alcanzó a compartir con nadie.

La adaptación de Bentley y Kwedar, fiel en líneas generales a la novela, se despega visualmente en su depurada puesta en imágenes. Me refiero a la arrobadora fotografía paisajista de Adolpho Veloso que también sabe explorar y explotar a la perfección el estoico rostro de Joel Edgerton en primer plano, los acercamientos a las manos callosas de los personajes o el formato académico 4:3 que resulta perfecto para encajonar a esos trabajadores ferroviarios o a esos correosos leñadores mientras descansan alrededor del fuego cada noche. Por su parte, la edición de Parker Laramie, aunque ilustra algunas digresiones líricas del narrador en off –los sueños de Grainier que se fusionan con sus alucinaciones y hasta con sus recuerdos–, está dominada por un impulso narrativo directo y funcional, como si Bentley y su montajista estuvieran buscando una traducción fílmica de la sencilla prosa de Jonson. De esta manera, por ejemplo, si Grainier es acosado por el recuerdo de aquel trabajador chino que fue asesinado sin más ni más por los trabajadores ferroviarios, la presencia del personaje se presentará en un simple corte directo, al lado de nuestro protagonista.

Cada episodio de la larga vida de Grainier –feliz, infeliz, traumático o hasta extraordinario, por lo menos para él– está enlazado con esta misma tranquilidad estilística. Incluso los ocasionales momentos de humor, protagonizados por un viejo hablantín interpretado por un irreconocible William H. Macy, están resueltos con ejemplar sencillez: un plano general en el que el Arn Peeples de Macy está sentado comiéndose una manzana en el centro del encuadre, dando lecciones de lo duro que es ese trabajo, mientras vemos a todos los leñadores rompiéndose el lomo alrededor de él. Lo mismo sucede en los inesperados momentos de violencia, como el abrupto final que tiene otro trabajador, conocido como el Pastor Frank (Paul Schneider), cuando es alcanzado por su pasado, igual en un contundente plano general ante el desconcierto de todos los demás trabajadores.

Grainier ha realizado un sereno filme épico, valga el oxímoron, en el que seguimos de principio a fin la vida de un hombre cualquiera, quien pasa de un siglo a otro, tratando de entender su propia vida y el sentido de ella, mientras todo a su alrededor cambia por su trabajo, el de él y el de muchos otros, sea talando esos centenarios árboles, sea dinamitando esas montañas para dejar pasar el ferrocarril. Se trata de una vida como cualquier otra pero, también, única e irrepetible, con sus momentos de felicidad absoluta y de tragedia indecible. Pero así es esto: solo puede vivirse hacia adelante, por más que sea imposible dejar atrás lo que se vivió.

El epitafio de Grainier, narrado en off y sacado directamente de los últimos párrafos de la novela de Jonson (“No compró jamás un arma de fuego, nunca habló por teléfono, nunca supo quiénes fueron sus padres, no dejó herederos”) me remitió de inmediato a Antonio Machado, como si ese modesto trabajador, nacido en algún lugar del noroeste americano, hubiera sido imaginado por el poeta español: “Son buenas gentes que viven/laboran, pasan y sueñan/y en un día como tantos/descansan bajo la tierra”. Quién mereciera ser descrito así. ~


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