Sin ser una parodia desaforada, al estilo de Los hermanos Marx en el Oeste (1940) o Lonesome cowboys, de Andy Warhol (1968), por citar dos hitos –y dos antípodas– del western cómico, Valor de ley sigue la línea débil, para mí un tanto decepcionante, de las últimas cuatro películas de estos genios de la caricatura. Los Coen, que firman como de costumbre el guión, en este caso adaptado de la novela homónima de Charles Portis, ya ni se molestan (yo diría que a partir de 2001, cuando hicieron su última obra maestra, El hombre que nunca estuvo allí) en articular sus filmes, más allá del corte trepidante de su relato y la sorpresa visual de sus encuadres. Han abandonado el estudio de los caracteres, y solo crean tipos, a menudo memorables pero casi siempre insustanciales.
He seguido las indicaciones de los cineastas, evitando, como ellos mismos dicen haberlo hecho, la comparación con el primer Valor de ley cinematográfico, el de Henry Hathaway (de 1969), y yendo a las fuentes de Portis. Valor de ley, que ha sido reeditada en español por Debolsillo con motivo del estreno, es un libro excelente de un género que no frecuento, y los Coen lo adaptan con fidelidad y un escamoteo que, según los cánones antiliterarios más trillados, parecía obligatorio: el de la voz juvenil de Mattie, la protagonista de catorce años. En la novela, esa narración conduce y comenta con gracia peculiar todas las peripecias, haciendo así muy elocuente la rememoración adulta con la que se cierra la historia; en la película, Mattie solo habla en off al comienzo y al final, y tampoco ayuda el que la niña Hailee Steinfeld ponga a lo largo de todas las escenas una misma cara de fiera determinación exclusivamente dental, más que espiritual.
Lo lamentable del endeble trazado –digámoslo así– dramático de los Coen es que ni siquiera los actores curtidos consiguen darle alma a su personaje; no se la daba, pese al Óscar, Javier Bardem a su astracanado Chigurh de No es país para viejos, y no se la dan Jeff Bridges, Matt Damon y Josh Brolin a los suyos en Valor de ley. La pérdida es particularmente penosa en Brolin, que encarna al asesino Chaney, en el filme un figurón de iniquidad odiosa y en la novela un personaje trágico, torturado, cercano a los felones de Shakespeare, que, al ser capturado, no para de proclamar su desdicha: “Nada me sale bien.” En contraste, y dado que solo tienen que retratarlos con la pincelada brillante que caracteriza a los realizadores, los secundarios más episódicos se lucen siempre; aquí, por ejemplo, los forajidos de la cabaña (Quincy y el joven Moon) y el comerciante Stonehill; aunque la brocha esperpéntica se hace demasiado gruesa en la aparición del matasanos cubierto con la piel del oso, un personaje inventado por los Coen y poco pertinente.
La película, no hace falta decirlo hablando de estos dos magníficos hombres de cine, se ve sin desmayo, y tiene secuencias de refinadísima filigrana: el ahorcamiento de los bandidos en la plaza (con la típica broma incorrecta coeniana, aquí en torno a la figura del indio), el duelo nocturno a campo abierto, o la escena de la cueva de las serpientes, que, por difícil que parezca, es más truculenta aún en el texto original de Portis. Hay, sin embargo, en este Valor de ley un amaneramiento formal que podría deberse al gesto de homenaje a un género tan histórico y tan nacional como es el western, abordado por vez primera por los Coen. El director de fotografía Roger Deakins, un colaborador habitual, quiere hacer lienzos pictóricos con su luz fílmica, abusando, a mi juicio, del color caramelo y de la nevisca, en permanente busca del antinaturalismo que –según él mismo manifestó en una entrevista con Patricia Thomson– los directores querían. Esa aura irreal se hace casi un dibujo animado en la cabalgada del desenlace, de una plasticidad de cielos estrellados y figuras en escorzo un poco elemental. He leído dos explicaciones a dicha estilización onírica. La que da Roger Deakins, más solemne, la entronca con la pintura abstracta; Joel Coen, contestando a la revista Newsweek, la atribuía, quizá en broma, a las normativas vigentes de respeto a los animales, que les obligaba a eludir en pantalla los sufrimientos del caballo.
La coda de la adulta Mattie buscando por las ferias del Medio Oeste al anciano y degradado Marshall que le salvó la vida podría tener pathos si antes se hubiera desarrollado más el vínculo de confidencia y desconfianza vencida entre la niña y el tuerto Rooster, un aspecto que los Coen aligeran. En ese sentido –ya que voy a acabar me saltaré mis propios propósitos– la relación de comedia patriarcal que Hathaway, un artesano de Hollywood, establecía entre el zumbón John Wayne y la joven Kim Darby, la pareja protagonista del Valor de ley de 1969, era más expansiva que la que han forjado con Bridges y Hailee Steinfeld estos exquisitos artistas que son, sin duda, los hermanos Coen. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).