Estrenado en el Festival de Cannes 2005 dentro de la sección “Una cierta mirada”, Hotel (2004), segundo largometraje de la vienesa Jessica Hausner, entronca con la metafísica del terror planteada por cineastas como David Lynch, Roman Polanski y el Stanley Kubrick de El resplandor, olvidándose de clichés para internarse con paso firme y angustiante en un terreno familiar que acaba por volverse terra incognita. Así lo dice la propia Hausner, nacida en 1972:
La clásica película de horror representa un alivio para el público: el miedo y el lado sombrío de las cosas tienen un rostro. Lo que me interesó fue evitar justo algo por el estilo y abordar la esencia misma del miedo […] También me sedujo el reto de recrear la noción generalizada de lo enigmático. La trama de Hotel gira en torno de un misterio a todas luces peligroso que la gente intenta resolver empleando distintos métodos, pero que a fin de cuentas no se resuelve. Es un miedo básico: el pavor a la oscuridad, la soledad y lo incomprensible.
La trama, abundemos, es de una sencillez pasmosa: Irene (Franziska Weisz), una joven que recién ha dejado el hogar paterno, es contratada como recepcionista –y, se intuye, centinela del sótano– del Waldhaus, un hotel en los Alpes austriacos cuya pulcritud raya en la asepsia clínica y que gracias al ojo del fotógrafo Martin Gschlacht remite al Overlook, la entidad maléfica erguida en las montañas de Colorado donde se sitúa El resplandor. Al contrario de la cinta de Kubrick, dominada por una cámara que acosa a los personajes como si fuera un cazador etéreo, Hotel se construye con base en extensas tomas fijas –los únicos paneos, dato simbólico, se reservan casi por completo para el plano onírico– que ayudan a generar una inquietud in crescendo que será acentuada por la ausencia casi total de música de fondo y por la presencia invisible de Eva, la recepcionista anterior desaparecida en circunstancias difusas, cuyo pelo oscuro captado en un retrato contrasta con la melena rubia de Irene. (La dualidad femenina tan cara a Alfred Hitchcock salta a la vista.) A cargo de Frieder Glöckner, el diseño acústico de Hotel –ruidos que parecen venir de otra esfera, quizá la exteriorización de los demonios interiores de Irene; murmullos que cristalizan en el Ave María rezado obsesivamente por la esposa del conserje (Rosa Waissnix); melodías ambientales que se interrumpen de modo constante– facilita la irrupción de lo siniestro y obliga a pensar en Lost Highway (1996), en lo que David Lynch dice acerca de la morada de su protagonista escindido: “La casa es un sitio donde las cosas pueden ir mal, y los sonidos vienen de esa noción”; una noción que evoca a su vez el postulado de Fredric Jameson: “La tendencia más profunda de lo posmoderno a una separación y una coexistencia de niveles y subsistemas [ha hecho que el sonido] funcione como contrapunto de lo visual en lugar de simplemente subrayarlo.”
Pródigo pues en indicios sonoros que denotan una anomalía más psíquica que física, el filme de Hausner cuenta con otros elementos duales: los pasillos en tinieblas del hotel –uno se vuelve pesadilla recurrente– se prolongan en la floresta y sobre todo en la gruta regidas por el mito de la Señora del Bosque, una mujer acusada de brujería y llevada a la hoguera en 1591 que recuerda no sólo los relatos de los hermanos Grimm –influencia que la cineasta admite– sino El proyecto de la bruja de Blair (1999), y cuya efigie se conserva en una vitrina; la alberca limpia y tenebrosa donde nada Irene se desdobla en el estanque cubierto de lirio en que la policía descubre algo que puede o no ser el cuerpo de la recepcionista desaparecida. Estamos en el reino de la incertidumbre y la alienación, habitado por seres que se niegan a revelar el secreto que los une, cercado por una espesura donde un grito femenino se oye tres bíblicas veces –en la realidad y en el sueño–, controlado por una amenaza que convierte a los objetos en fetiches lúgubres como sucede en El inquilino (Polanski, 1976): las gafas de Eva, localizadas en un cajón, que Irene debe usar cuando las suyas se rompen; el amuleto de la suerte que se esfuma para ser hallado luego entre los árboles y que Irene presta poco antes del final de la película, sin notar su semejanza con el emblema que figura en el umbral de la cueva trocada en santuario de la Señora del Bosque. (“La única Señora del Bosque que conozco eres tú”, dice a Irene su novio Erik [Christopher Schärf] en algún momento.) Estamos en una atmósfera en que prevalecen las miradas oblicuas, los corredores sojuzgados por sombras ancestrales y las cortinas que ocultan un desasosiego similar al de Terciopelo azul (Lynch, 1986), los empleados-robots y los huéspedes inadvertidos. Estamos en una de las grandes herencias góticas: el espacio hechizado, ahí donde el inconsciente libera sus hordas de fantasmas.
– Mauricio Montiel Figueiras