El lector, de Stephe Daldry

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“El tema del secreto es fundamental en la literatura de Occidente; la idea de personaje se define a partir de individuos que poseen información específica, la cual, por distintas razones –a veces perversas, a veces nobles–, se han propuesto no revelar.” El alumno Michael Berg, de quince años, toma nota de lo dicho por su profesor. En esos días gloriosas de 1958 su relación con los libros ha rebasado las lecciones y las aulas: cada tarde, a cambio de la lectura de pasajes de la obra de Homero, Chéjov o el autor en turno en su guía de estudios, una mujer veinte años mayor que él le revela nuevas posibilidades de su recién estrenada sexualidad. Lo que aprende ese día en la escuela prueba ser una sentencia ominosa: si en ese momento la clandestinidad de su relación con Hanna, la misteriosa boletera de tranvía, no hace sino avivar el placer, algunos años más tarde la decisión de mantener oculta esa y otras verdades acabará por convertirlos a ambos en personajes de una historia desdichada.

La novela El lector, del alemán Bernhard Schlink, trata de la manera en que la revelación de un secreto puede contaminar el recuerdo de experiencias felices, e incluso resquebrajar nuestro sentido de realidad. Narrada en primera persona, no es tanto un relato de eventos como una autobiografía moral. El que escribe busca llegar a términos con su pasado y con su conciencia. Quiere explicarse a sí mismo sus motivos para mentir.

El director inglés Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas) ha llevado a la pantalla la estrujante novela de Schlink; y en el proceso la despoja de todas las preguntas quemantes que atormentan a Michael Berg. Si bien no pierde de vista que la vida de su protagonista se define por la carencia y luego la posesión de cierta información brutal, su versión para la pantalla ahoga la voz de Michael en medio de un estilo pomposo, que quiere poner el acento en la efímera relación de amor.

La historia arranca en Berlín, en 1995, con una escena que sugiere la incapacidad de un Michael adulto (Ralph Fiennes) para vincularse con una mujer. En adelante, a través de flashbacks, se dan a conocer los detalles de sus encuentros con Hanna (Kate Winslet), su separación abrupta y las circunstancias en las que vuelve a encontrarla seis años después. Convertido en estudiante de leyes, Michael presencia el juicio en que se acusa a Hanna de haber trabajado para la SS, como guardia de prisioneros en Auschwitz y encargada de seleccionar en el campo de concentración de Cracovia a las mujeres que serían trasladadas allá. Desde una lógica amoral, Hanna acepta los cargos: lo único que hacía –dice sin arrepentimiento– era cumplir con su trabajo. Sólo respinga ante un cargo: el que la acusa de haber escrito el reporte en que ella y otras vigilantes se responsabilizan de la muerte de trescientas prisioneras encerradas dentro una iglesia en llamas. Es falso que haya escrito el reporte, y sólo ella puede demostrar por qué. Hacerlo no la libraría de la cárcel, pero sí reduciría su sentencia. También implicaría revelar algo que la avergüenza a más no poder. Michael descifra el secreto y se debate entre intervenir o no. Prefiere guardar silencio, convencido de que Hanna ha considerado las implicaciones de su silencio, y a él le corresponde respetar su decisión.

Las diferencias entre lo correcto y lo legal, los criterios para la aplicación retroactiva de la justicia, la forma en que una generación colaboró con el Tercer Reich y, en fin, las dificultades de Michael para distinguir entre sus sentimientos y el deber de su generación dejan de ser ideas y se convierten en problemas muy concretos durante las escenas del juicio de Hanna. Son el punto de no retorno en la biografía de Michael: son culpables de ensuciar su memoria, cambian su percepción del mundo y ya nunca le permiten recuperar su identidad. Pero Daldry, a diferencia de Schlink, las resuelve con mucha prisa: pone la reflexión histórica en boca de un solo estudiante y limita al actor Bruno Ganz (el Hitler espeluznante de La caída) a símbolo sin matices de la “generación cómplice”.

Si la novela de Schlink toca el tema de la percepción selectiva, la toxicidad de las verdades a medias y el hábito de preservar la apariencia sobre todas las cosas, la película de Daldry corre en sentido contrario y echa mano de cualquier recurso que distraiga al espectador de la verdadera cuestión. Una fotografía impecable –el brillo preciso en el charco preciso, un invierno de grises armónicos– y la música que sugiere sentimientos tristes y nobles vuelven plácidos escenarios que no lo son: los tribunales, la cárcel y hasta un campo de concentración. Si bien es probable que las tardes largas, de cuerpos sudados y lecturas clásicas tuvieran en la memoria de Michael una estética glaseada, esto ya no sería cierto a partir del día en que vio a Hanna en el tribunal. La mirada grandilocuente de Daldry ignora los quiebres en la memoria de Michael y, por tanto, la condición mínima de un relato de expiación. ~

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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