¿Por qué es tan difícil hacer buen cine de terror y tan fácil hacerlo no sólo malo sino pésimo; será porque es un género que suele considerarse menor y asociarse con el consumo juvenil, acrítico y por ende enfocado únicamente al entretenimiento? La pregunta lleva rondándome varios años, desde aquellas tardes de adolescencia que invertí en exhaustivos maratones gore –algunos dirán que fue una de las peores inversiones posibles: no lo creo así–, y me vuelve a asaltar ahora que por simple morbo vi dos filmes vinculados tanto por actuaciones deficientes –dominadas por el humor involuntario– y una casi nula tensión narrativa –algo que, hasta donde sé, debe ser intrínseco al género– como por títulos en español que resultan intercambiables: Extrañas apariciones (The Haunting in Connecticut, 2009) y Presencias extrañas (The Uninvited, 2009). Ambos filmes, el primero dirigido por Peter Cornwell y el segundo por los hermanos Charles y Thomas Guard –los tres debutan en el campo del largometraje–, comparten también uno de los rasgos más distintivos y se diría obligatorios del género a últimas fechas: la inclusión de chicas veinteañeras cuyos indudables atributos físicos son inversamente proporcionales a su talento histriónico, y que por contrato tienen que protagonizar al menos una escena regida por la escasez de ropa –interior de preferencia– o por la desnudez interrumpida por sábanas, cortinas de baño, etcétera. (Si ya hay un subgénero llamado torture porn o gorno, representado entre otros ejemplos por las franquicias de Saw y Hostel, ¿por qué aún no cuelgan la etiqueta de softerror o chick thrill a películas como las que nos ocupan?) Y todavía más: Extrañas apariciones y Presencias extrañas cuentan con actores de reconocida trayectoria (Elias Koteas y David Strathairn, respectivamente) que necesitaban engrosar sus chequeras o querían probar suerte en este género, aunque Koteas ya había trabajado en Fallen (Hoblit, 1998) y Lost Souls (Kaminski, 2000). Si la segunda hipótesis es la correcta, a ambos intérpretes les salió el tiro por la culata. Con creces.
Sea como sea, estas dos cintas se relacionan merced a la baja calidad narrativa –otro rasgo del cine que apela al susto barato– y a una “extrañeza” que se transmite al espectador. Basada en supuestos hechos reales acaecidos en la década de los ochenta –ay, realidad, cuántos pecados se cometen en tu nombre–, Extrañas apariciones intenta en vano refrescar uno de los legados de la literatura gótica, el espacio hechizado, mediante la historia de una familia que se muda a Connecticut para estar cerca del hospital donde el hijo mayor recibe su tratamiento contra el cáncer. La premisa de la enfermedad como umbral o frontera para acceder al orbe de los muertos no tarda en confundir la efectividad con el efectismo: proliferan los acordes y ruidos que buscan el sobresalto y aderezan cortes súbitos en deuda con el videoclip, los flashbacks en sepia –pero claro: las normas dictan que el pasado debe tener ese color– que ilustran los apuros del médium adolescente que habitó el depósito de cadáveres trocado ahora en mansión embrujada, las sombras que se separan de las tinieblas para cristalizar en figuras de ultratumba cuyo mal maquillaje mueve a todo menos al espanto. Lejos de Apariciones (An American Haunting, Solomon, 2005), otro filme “basado en hechos reales” cuya cualidad es ligar la posesión fantasmal con el incesto, y más lejos aún de Los otros (Amenábar, 2001), de donde retoma a la fuerza el tema de la fotografía de difuntos, Extrañas apariciones –me temo que los encargados de rebautizar las películas en español no ganan lo suficiente para comprar diccionarios– es una torpe mezcolanza en la que el desganado exorcista de Elias Koteas convive con la joven sobrina/niñera (Amanda Crew) que protagoniza la enésima imitación de la escena de la ducha de Psicosis (¿ya no habrá, me pregunto, herederos de Hitchcock dispuestos a cobrar regalías?).
La torpeza, sin embargo, aumenta exponencialmente en Presencias extrañas, que se “inspira” en Janghwa, Hongryeon (Los poseídos, 2003), la magnífica película del surcoreano Kim Jee-woon, para transformarla en un potaje indigesto. El único remedio contra la indigestión que se apodera del espectador desde el arranque de una historia que había reconstruido –en pasado perfecto y no precisamente sepia– el espacio hechizado con sutileza y originalidad, acudiendo a las fracturas psíquicas, lo constituyen los labios carnosos de Emily Browning y el vientre plano de Arielle Kebbel, las actrices que luchan por dar verosimilitud a Anna y Alex, las hermanas sometidas a los designios de una madrastra más pérfida que Cruela de Vil (Elizabeth Banks). No exagero al decir que llega el momento en que todo el suspenso se circunscribe a la siguiente y por fortuna nada extraña aparición de la boca de Anna –motivo, por qué no, de un elogio incorporado al guión– o las curvas de Alex, que también por fortuna son cubiertas apenas por bikinis digamos minimalistas o vestidos que dejan poco, muy poco a la imaginación. No soy ningún inocente: sé que desde el auge del cine gore y de terror en los años setenta –consecuencia, dicen Manuel Valencia y Eduardo Guillot, del fin de la edad dorada de los drive-ins y de la búsqueda de nuevas transgresiones visuales para seducir al público– uno de los principales atractivos del género ha sido la fusión de violencia y sexualidad; Scream (Craven, 1996) reformuló este y otros tópicos con una ironía que, esa sí, se extraña en la gran mayoría de las películas “de miedo” made in Hollywood. Pero ¿qué ocurre cuando todo el peso de la trama recae no en el pavor ambivalente a lo salvaje y lo ignoto, a las nuevas transgresiones visuales, sino en el despliegue de una belleza femenina con muchas horas de gimnasio y pocas, muy pocas de vuelo actoral? Es sencillo: comenzamos a añorar a Jamie Lee Curtis, la scream queen por excelencia de tantas cintas de juventud. Y descubrimos, luego de ver subproductos como Extrañas apariciones o Presencias extrañas –para el caso es lo mismo–, un hecho incontrovertible: el terror, al igual que la Alice que da nombre al filme clásico de Martin Scorsese, ya no vive aquí.
– Mauricio Montiel Figueiras