Los hermanos Armando (Pedro de Tavira) y Enrique Barrientos (Enrique Arrizon), hijos del poderoso comandante Fernando Barrientos (Daniel Giménez Cacho), cabeza de la Dirección Nacional de Seguridad (DNS), la policía política del Estado mexicano, se encuentran en un automóvil, en alguna calle de la Ciudad de México.
Los dos muchachos no podían ser más diferentes. Armando es desparpajado, desobligado, cínico, baquetón: la vergüenza de su padre. Enrique es bien portado, decente, orgulloso, trabajador; el orgullo de don Fernando.
La conversación de los dos hermanos es interrumpida por un policía que le pide a Armando mover su automóvil. El muchacho, con un cigarrillo de mota en la mano, saca de su bolsillo una identificación oficial como miembro de la DNS y se la muestra al oficial. El policía rehúye la mirada, se disculpa, se aleja de ahí. Ante la mirada de asombro de Enrique, Armando sonríe, encogiéndose de hombros. La charola es un regalo de su padre, es muy útil y no tiene empacho en usarla cuando se puede. La escena termina con una frase lapidaria, dicha en un tono casual, displicente por parte de Armando y dirigida hacia su ingenuo hermano: “Que no quieras darte cuenta en qué país vives, no es mi pedo”.
La descrita es una pequeña escena del episodio 6 (“Silencio”) de Un extraño enemigo (México, 2018-), serie de 8 capítulos dirigida por el ascendente Gabriel Ripstein. Sin embargo, estoy convencido que ese diálogo, aparentemente menor y sin importancia, representa uno de los momentos claves de la serie televisiva: uno, como espectador, entiende que Enrique es un buen muchacho, un tipo decente y bienintencionado. Pero también uno sabe que quien está mejor preparado para triunfar en el México de 1968 –¿y en el de 2018?– es su hermano mayor, el cinicazo de Armando. Él sí entiende el país en el que vive.
Producida por Televisa y Amazon Prime Video, plataforma en la que se estrenó el pasado 2 de octubre, Un extraño enemigo es uno de los mejores thrillers políticos realizados en México. Escrito por el propio Ripstein en colaboración con media docena de guionistas, la serie está centrada en el nacimiento, desarrollo y posterior represión del movimiento estudiantil que nació el 22 de julio de 1968 y que culminó, como todos sabemos, con la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre de ese mismo año.
Sin embargo, el protagonista no es aquí la masa estudiantil alegre y soliviantada –como lo es en el invaluable documental de culto recién restaurado El grito (López Aretche, 1968)– y ni siquiera algunos de sus más conocidos liderazgos, por más que uno de ellos, bien interpretado por Andrés Delgado, nos remita a uno de los dirigentes históricos del movimiento, el escritor y periodista Luis González de Alba, ya fallecido.
El protagonista de Un extraño enemigo es la fascinante e inasible tenebra nacional, personificada a la perfección por el ya mencionado comandante Fernando Barrientos, representación dramática del policía y político veracruzano Fernando Gutiérrez Barrios (1927-2000), cabeza de la Dirección Federal de Seguridad durante el régimen de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970).
Desde La sombra del caudillo (Bracho, 1960), enlatada durante 30 años a petición aparentemente del ejército mexicano, no habíamos visto en las pantallas nacionales –fílmicas o televisivas, da lo mismo– los perversos y sangrientos entretelones de una sucesión presidencial en México.
Basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán, publicada en el exilio madrileño en 1929 y en la que se adaptó a la ficción literaria las sucesiones presidenciales de 1924 y 1928, La sombra del caudillo, la película, nos presenta con una crudeza insólita para la época el motor que movía –¿y moverá, ahora que ha resucitado el presidencialismo mexicano?– la política nacional: el verbo madrugar.
Ya que entiende que el favor del Caudillo (Miguel Ángel Ferriz, cual sibilino Álvaro Obregón) no se inclina hacia él sino hacia el secretario de Gobernación (Ignacio López Tarso interpretando a un seco Plutarco Elías Calles), el honesto militar Ignacio Aguirre (Tito Junco, entre Francisco Serrano y Adolfo de la Huerta) renuncia a la candidatura presidencial. Pero las ambiciones que lo rodean y la suya propia lo hacen cambiar de opinión, por lo que termina desafiando al régimen, lo que provoca su ejecución y la de sus más cercanos partidarios a la orilla de una carretera. Quiso madrugar y lo madrugaron.
En Un extraño enemigo, estamos en el otoño de 1968, a semanas de la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos y el presidente Gustavo Díaz Ordaz (espléndido Hernán Del Riego, siempre con los brazos cruzados, protegiéndose de cualquier contacto detrás de su investidura) no piensa en otra cosa. Los estudiantes universitarios están en la calle protestando, los deportistas de todo el mundo están a punto de llegar, la embajada norteamericana expresa su preocupación por las posibles infiltraciones comunistas y los miembros del gabinete saben que esta es su oportunidad para ganar el dedazo presidencial.
Es decir, quien le resuelva el problema a Díaz Ordaz, tendrá la candidatura en la mano. Así piensa el duro regente de la Ciudad de México, el general Alfonso Coronal del Rosal (Fernando Becerril); así lo piensa el blando secretario de la presidencia, Emilio Martínez Manatou (Javier Díaz Dueñas). El serio y burocrático secretario de gobernación, Luis Echeverría (Antonio de la Vega), piensa distinto: ¿qué tal si la carrera presidencial se gana no resolviendo el problema sino haciéndolo más grande?
El guion escrito por Ripstein y colaboradores plantea, de hecho, que la idea nace de la sofisticada y torcida mente de Fernando Barrientos quien, con la ayuda de policías infiltrados, empieza a dividir y azuzar al movimiento estudiantil desde el interior, mientras que, desde el exterior, enfrenta a Coronal del Rosal con Martínez Manatou, observando desde la distancia el desgaste de sus rivales y alimentando, poco a poco, la paranoia de Díaz Ordaz.
La explicación no es nueva –de hecho, esta lectura se ha convertido, con el paso del tiempo, en una de las más aceptadas–, pero sí lo es verla convertida en una acezante serie televisiva, impecablemente realizada y ambientada –fotografía en tonos deslavados de Jaime Reynoso, diseño de producción de Antonio Muñoz Hierro, vestuario de Claudia Sandoval–, con una dirección de actores notable y, eso sí, un discurso político desazonante –¿acaso desmovilizador?
En el México de 1928 de Martín Luis Guzmán, la política se regía a balazos y madruguetes. Cuarenta años después, la sucesión presidencial de 1968 se decidió con otro madruguete, planeado y ejecutado desde la sombra, en la más oscura tenebra política. Ni los estudiantes con sus ideales ni el voto libre del pueblo –que no era libre ni valía tanto, al final de cuentas– tenían el poder: para llegar a sentarse en la silla del águila, se necesitaban otras virtudes. O, mejor dicho, otros vicios.
Así volvemos a la escena con la que inicié el texto: Fernando Barrientos sabe, como su hijo Armando, en qué país vive. No se hace ilusiones porque nunca las ha tenido. Aunque tendrá que pagar un precio por ello.
Acompañado en la banda sonora por las apabullantes percusiones de Les tambours du Bronx (“Extreme”), Barrientos entiende que, al final de cuentas, él también ha sido madrugado. El Estado criminal mexicano, cual Cronos, no tiene empacho en devorar a sus hijos.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.