Cuenta la leyenda que, a mediados de los años 70, el gran cineasta Billy Wilder se topó con el también director Louis Malle, quien acababa de dirigir la cinta experimental Black Moon (1975). Malle estaba nervioso porque el filme, con un presupuesto de dos millones de dólares, era el más caro que había realizado hasta ese momento. “¿De qué trata tu película?”, preguntó Willder. Malle, balbuceando, trató de responder: “Es complicado: se trata de una historia que ocurre en un sueño dentro de otro sueño”. Sin parpadear, Wilder dictaminó: “Hijo, acabas de perder dos millones de dólares”.
Me resultó imposible no recordar esa legendaria one-liner de Wilder después de ver Beau tiene miedo (Beau is afraid, E.U., 2023), tercer largometraje del ascendente cineasta neoyorkino Ari Aster, (quien tiene ya en su haber dos extraordinarios filmes de horror: El legado del diablo, de 2018, y Midsommar: el terror no espera la noche, de 2019). Ya me puedo imaginar a Aster tratando de explicarle a Wilder el sentido de su película: “es complicado, es como una sesión ininterrumpida de tres horas con mi psicólogo, nomás que como si fuera una pesadilla que cada vez que avanza se pone peor”. Parafraseando a Wilder, cualquiera podría haberle dicho a Aster: “¿Y tú crees que la gente va a pagar por ver eso?”.
Pregunta retórica: claro que habrá gente dispuesta a hacerlo –yo lo hice la semana pasada, en una sala en la que se encontraban otras tres personas–, aunque a saber si serán suficientes para que la tan de moda casa productora A24 recupere su inversión. Ojalá que sí porque, aunque el filme de Aster es muy fallido, no deja nunca de resultar interesante, incluso en los momentos en los que busca exasperar más al espectador. O acaso resulta interesante por eso mismo: porque busca de manera consciente retar al público a permanecer frente a la pantalla a lo largo de tres horas, siguiendo a un personaje tan torpe y desesperante que el Woody Allen de los años 70 u 80 o los más recientes schlemiels de Charlie Kauffman podrían parecer, en comparación, émulos de Cary Grant. Beau tiene miedo forma parte de esa extraña categoría de películas a las que podríamos catalogar como desastres meritorios: si este es el tipo de fracasos que va a dirigir Aster, no tendría ningún problema en ver otros más de este mismo calibre.
La cinta, cuyo embrión se encuentra en el cortometraje Beau (2011), del propio Aster, sigue al fracasado cincuentón Beau Wasserman (un Joaquín Phoenix apagadón) que vive en una Nueva York tan decadente que hace que la Gran Manzana scorsesesiana de Taxi Driver (1976) parezca escenario de los Teletubbies. Beau ha decidido visitar a su imponente mamá, que vive fuera de la ciudad, pero cuando sale apurado rumbo al aeropuerto alguien le roba la maleta y las llaves, lo que inicia una serie de episodios pesadillescos. Esto lo llevará primero a ser “adoptado” por una “perfecta” familia nuclear en busca de un hijo sustituto, luego a refugiarse en el seno de una pequeña comunidad teatrera en el que verá montada una alegoría de su propia vida, para llegar finalmente al temido hogar materno, a encontrarse inesperadamente con su guapachoso primer amor (Parker Posey, más bienvenida que nunca) y a confrontar sus irresolubles broncas existenciales, que son básicamente las de cualquier Edipo reprimido (Allen, 1989).
La primera hora de Beau tiene miedo, tan cómica como perturbadora, es con mucho lo mejor. Lo que le sucede al desafortunado Beau tiene visos no solo de catástrofe sino de auténtica pesadilla: las llamadas telefónicas de mamá, el cambio de medicamento que le indica su terapeuta, la falta de agua corriente, su tarjeta de crédito sin fondos y la invasión de su departamento por una horda de homeless, todo en una ciudad postapocalíptica en la que cualquier asesino desnudo y circuncidado –no es que yo sea muy observador: así lo describen en el noticiero– puede salir a la calle a apuñalar gente nomás porque sí.
La enervante puesta en imágenes de Aster incomoda sin brindar un minuto de reposo a través de los sucios encuadres de Pawel Pogorzelski, la brusca edición de Lucian Johnston y las calculadas sobreactuaciones que rodean al pasivo Beau de Joaquin Phoenix. La imposibilidad de Beau de llegar al aeropuerto para ir a visitar a su mamá es un desliz freudiano muy elemental: es evidente que desde el momento en el que él nació –el filme inicia con nuestro protagonista llegando al mundo–, Beau ha vivido bajo la imponente sombra de su madre, de la que no se puede –¿ni se quiere?– librar, porque así es más fácil culpar a alguien de todos sus fracasos de ayer, hoy y mañana. Cada nuevo episodio de este homérico regreso a casa está marcado por la pérdida de conocimiento de Beau. En esos momentos la pantalla cambia a negro, no tanto para señalar su desmayo como para advertir que vamos a descender a otro círculo infernal más en la culposa psique de este lamentable inepto sin remedio.
Todo esto puede resultar ominoso y, en cierto sentido lo es:¿de verdad se va a animar usted a ver tres horas de psicoterapia fílmica? Al mismo tiempo, Beau tiene miedo nunca deja de ser compulsivamente visible, sea por su desafío a las convenciones narrativas –la historia no avanza, solo se acumula–, por sus destellos delirantes de humor y horror surreal, o porque ver a Phoenix permanecer fiel a su repelente personaje termina siendo un espectáculo en sí mismo. A final de cuentas, buena parte del mérito que tiene este exasperante ejercicio terapéutico se debe al compromiso de Phoenix por hacer que nos hartemos de él. Es admirable. Pero ojalá no lo vuelva a hacer. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.