Hace unos días, el ensayista Luigi Amara se preguntaba y nos preguntaba en la red social X: “¿Los cineastas mexicanos por fin descubrieron que la falta de guiones podía suplirse con la adaptación de libros, o más bien los autores escriben ahora con un ojo atento a las insinuaciones de la pantalla?”. Es un buen tema a discutir y más porque hemos visto, con unos cuantos días de distancia, el estreno de tres películas nacionales basadas en sendas exitosas novelas contemporáneas, a saber y por orden de aparición: Temporada de huracanes (2023), de Elisa Miller, sobre la novela de 2017 de Fernanda Melchor; Recursos humanos (2023), de Jesús Magaña, adaptación del libro de 2007 de Antonio Ortuño; y, a partir de ayer, en Netflix, No voy a pedirle a nadie que me crea (2023), dirigida por Fernando Frías de la Parra y basada en el texto homónimo de Juan Pablo Villalobos, ganador del Premio Herralde de Novela 2016.
La provocación de Amara es más que pertinente, aunque como buena zancadilla fílmico/literaria, no tenga necesidad de una respuesta. En todo caso, la pregunta nos lleva a encadenar otra pregunta más: ¿de qué manera cada texto, con su universo, estructura y lenguaje propios aterrizó en la pantalla cinematográfica a través de sus respectivas adaptaciones? Es decir, más allá de las virtudes literarias de cada novela, que las tienen, ¿qué tan afortunada resultó su traducción/transfusión fílmica? Yo diría que, en el caso de Yo no voy a pedirle a nadie que me crea, Frías está más cerca del meritorio pero disparejo filme de Magaña que del laborioso ejercicio cinematográfico de Miller en su trasposición de la novela de Melchor.
El problema de Yo no voy a pedirle a nadie que me crea radica, a mi ver, en la dificultad de traducir el humor punzante, irónico y a veces hasta vitriólico de Villalobos. El guion, escrito por el propio director y María Camila Arias, respeta en líneas generales la historia del libro y hace todo lo posible por rescatar el elemento más rico de la novela, que es ese cambio constante de narradores y, por lo tanto, de lenguaje, que va del protagonista Juan Pablo, su novia Valentina, el desmadroso primo de Juan Pablo llamado Lorenzo y la mamá de Juan Pablo, una desternillante doñita mexicana clasemediera racista y clasista a la que todos hemos conocido –si no es que todos hemos sido– alguna vez.
La historia, repito, es la misma: el inarticulado Juan Pablo (Darío Yazbek Bernal) está a punto de dejar Guadalajara para irse a estudiar un doctorado en la Pompeu Fabra de Barcelona, cuando su primo ladilla Lorenzo (Darío Rocas) le dice que quiere verlo porque tiene un proyecto de negocios muy importante que quiere compartirle. Juan Pablo va a ver a su primo a una bodega en donde lo encuentra amarrado y amordazado: todo parece indicar que Lorenzo se metió con los socios equivocados. Este será el inicio de una pesadilla interminable para este tímido estudiante de literatura, especialista en Jorge Ibargüengoitia, quien terminará viajando a Barcelona con su novia Valentina (la ascendente Natalia Solián) con la orden terminante de cambiar de tema de investigación –de “los límites del humor en la literatura del siglo XX” a una sesuda reflexión sobre cuestiones de género, misoginia y homofobia– para poder así cambiar de tutor y hacer migas con una tal Laia (Anna Castilla), una joven catalana a la que debe de enamorar, sin importar que la muchacha, feminista y activista, sea también lesbiana.
Desde el inicio, el espectador está igual de perdido que Juan Pablo, quien escribe todos los días sus desventuras como esbozo de una futura novela que luego terminará. Mientras su resentida y abandonada novia Valentina se pierde por las calles más horrendas de Barcelona comunicándose telefónicamente con su hermana en México, la mamá de Juan Pablo le envía unos extenuantes mensajes de voz a su hijo en segunda persona (“no me lo tomes a mal, pero tu madre…”) y hasta el primo bueno para nada aparece también en cierta videollamada póstuma que alertará a Valentina del problema en el que está metido Juan Pablo.
Pero, a ver, ¿de verdad unos narcos mexicanos se iban a tomar tantas molestias académicas para poder contactar a un político catalán con el fin de que les lavara unos cuantos millones de euros? No se preocupe: ni la novela de Villalobos ni la película de Frías pretenden ser realistas. La premisa rocambolesca, artificialmente enmarañada, es parte del chiste, así como ese desfile de personajes caricaturescos y estereotipados que vemos entre escena y escena: un “moro” que es “musulmán” pero que en realidad es un turco ateo, un chino de mirada torva que no suelta el cigarro, un argentino que no dice una frase sin repetir quince veces la palabra “boludo” y así hasta llenar una galería. Lo que sucede es que lo que es gracioso en el libro –por ejemplo, la “novela” escrita por Juan Pablo o la interminable logorrea de su mamá– no resulta igual de afortunado en la película porque no tiene el equivalente cinematográfico que lo haga funcionar.
Lo que terminamos viendo en Yo no voy a pedirle a nadie que me crea no es más que una muy funcional puesta en imágenes de ese complejo y violento entramado criminal en el que se ha sumergido Juan Pablo sin querer y por pura mala suerte (¿quién le manda tener un primo así?), con algunas alusiones a otro tema que está muy presente en el libro y no tanto en la cinta. Me refiero a esa filosa mirada satírica al mundo académico activista y políticamente correcto en el que se mueve Juan Pablo y que tiene algunos de los momentos fílmicos más afortunados en esas tomas abiertas a los ventanales de la universidad, en la que los estudiantes parecen pequeños hámsteres pasando de una oficina a otra.
Eso es Juan Pablo, efectivamente: un pobre diablo que no sabe bien a bien en qué se ha metido, no sabe cómo salir de ese embrollo ni, por lo tanto, tiene manera de ganar. Nomás anda por ahí dando vueltas y vueltas, de un lado a otro, en una Barcelona francamente espantosa, decrépita y corrupta, en la que nadie está feliz, nadie está contento y nadie está satisfecho de nada. Visite Barcelona. O mejor no. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.