Entre una identidad y otra, en un elusivo estado de cambio constante, con un pie en el horror puro y el otro en donde mejor se asiente (en la comedia desbocada, en la seria reflexión existencial, en la fantasía más desatada, en la maniática exploración formalista), el mejor cine de horror de fin de año está conformado por un puñado de películas trans.
Me refiero, en orden de preferencia, a La sustancia (Fargeat, 2024), que sigue en cartelera y que se mueve eficazmente entre el bodyhorror cronenbergiano y la discutida/discutible sátira femenina/feminista. Luego, a la recién estrenada De naturaleza violenta (Canadá, 2024), ópera prima de Chris Nash, un implacable slasher realizado con tal precisión formal que pareciera que los hermanos Dardenne le pidieron ayuda a Bela Tarr para dirigir una nueva versión de Viernes 13 (Cunningham, 1980) con un renacido Jason Vorhees canadiense. Y, en tercer lugar, Vi el brillo del televisor (E.U. – Reino Unido, 2024), tercer largometraje (segundo de ficción) de la cineasta no binaria Jane Schoenbrun, cuyo filme anterior, Todos vamos a la feria del mundo (2021), pudimos ver el año pasado en México.
A decir verdad, tal como sucedía en Todos vamos a la feria del mundo, no estoy seguro que Vi el brillo del televisor –disponible en Apple TV desde hace unas semanas– califique como filme de horror. Más bien, estamos ante un OCNI (Objeto Cinematográfico No Identificado), acaso el más desafiante y perturbador del año. Entre los desdoblamientos narrativos del más delirante David Lynch y la angustia adolescente alucinada/alucinante de Donnie Darko (Kelly, 2001), esta nueva película de Schoenbrun nos induce inicialmente al tedio que se encadena con el asombro que desemboca en la franca exasperación. En más de una ocasión, uno quiere que la película ya termine; sin embargo, al finalizar, la cinta sigue proyectándose en el subconsciente.
Estamos en algún suburbio gringo, a mediados de los años 90. Owen (Ian Foreman), un chamaco afroamericano de 12 años de edad y que cursa el séptimo grado, se topa con Maddy (Brigette Lundy-Paine), una jovencita que está en el noveno grado y que lee con fruición cierta guía de un popular programa televisivo “para niñas” llamado The pink opaque. Owen sabe de la existencia del programa, pero no ha visto un solo episodio porque su estricto papá blanco (Fred Durst) y su cariñosa mamá negra (Danielle Deadwyler) no dejan que vea la televisión más allá de las diez de la noche. De esta manera, Owen le pide permiso a sus padres para dormir con un amigo, con el fin de ir a la casa de Maddy y ver ese programa fantástico-juvenil en el que dos jovencitas que viven en distintos lugares y completamente alejadas, están de todas formas conectadas psíquicamente, a tal grado que luchan, en cada episodio sabatino, contra “el monstruo de la semana”, cada uno de esos seres creado y regenteado por el todopoderoso villano de la teleserie, “el señor Melancolía”.
El guion escrito por Schoenbrun avanza y retrocede en el tiempo, guiado por la narración a la cámara del propio Owen, quien ha crecido para convertirse en un solitario jovencito sin amistades a la vista (Justice Smith), pero que sigue alimentando una relación platónica y a distancia con Maddy, pues la muchacha le graba en VHS todos los episodios de The pink opaque que Owen sigue sin poder ver, porque su seco padre de pocas palabras no lo deja ver televisión “tan tarde”. Es obvio que Owen y Maddy tienen mucho en común, pero cada uno sigue viviendo en su propia burbuja, por más que al final de la preparatoria ella ha salido del clóset mientras que él sigue confundido o, por lo menos, dice estarlo: no sabe si le gustan las mujeres o los hombres, pero sí sabe que le gusta ver programas de televisión. Esta relación cercana y distante a la vez se marca por el manejo de la cámara: rara vez, sobre todo al inicio, están los dos en el mismo encuadre, y cuando están, aparecen separados, en cada extremo.
La puesta en imágenes –fotografía de Eric Yue, montaje de Sofi Marshall– cambia de piel, se transforma en cada momento. De encuadres geométricos a lo Wes Anderson pasamos a un tracking shot de más de dos minutos a lo Gus Van Sant (Elefante, 2003), adornado con una tipografía digna de alguna comedia juvenil romántica y noventera. De todas formas, en cada insólito cambio de tono –que incluye un guiño inevitable al clásico cronenbergiano Cuerpos invadidos (1983)– sigue presente la sensación de que estamos en medio de la pesadilla privada y personal de alguien más.
Vi el brillo del televisor es un perturbador mindfucking lynchiano que, en primera instancia, funciona como una elusiva alegoría queer pero también ofrece otro tipo de ecos a quienes no pertenecemos a esa comunidad, pues retrata con inocultable melancolía –tan entendible y compartible– un par de existencias “vividas” (¿y desperdiciada en el caso de Owen?) en ese bravo mundo virtual, ese que se despliega en el brillo del televisor del título, el mismo al que entramos todos los días, en cada pantalla a la que estamos conectados.
¿Será que soñamos nuestra existencia? ¿Que vivimos en el sueño confeccionado por alguien más? ¿No será que la vida es una ilusión/una sombra, una ficción? ¿Iluminada, además, por el brillo de un televisor? Perdón: ¿dije al inicio que esta película no es de horror? Me equivoqué: sí lo es. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.