En el inicio fue Wonka

La precuela de la historia de Willy Wonka, dirigida por Paul King, captura la magia del universo de Roald Dahl, pero no su oscuridad. Aunque esto no es un defecto.
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Desde que los grandes estudios hollywoodenses se sumergieron a inicios de este siglo en el pantano de la “propiedad intelectual” –es decir, la producción interminable de secuelas, precuelas, remakes, reboots y filmes basados en cómics y best sellers juveniles e infantiles–, la más grande e influyente industria fílmica del orbe nos ha castigado con una serie de productos comerciales tan intercambiables como desechables. Algunos ejemplos: las historias de Marvel pueden extenderse del cine a la televisión y viceversa, vemos sin parpadear la sustitución continua de los actores que interpretan a cualquier superhéroe (sea Batman o El hombre araña) y nos topamos en la pantalla chica o en la grande con los orígenes de cualquier saga más o menos canónica, sea la Star Wars, Harry Potter o Los juegos del hambre. El resultado de esta apuesta de negocios más que creativa es que las grandes producciones hollywoodenses llevan dos décadas estancadas en la franca puerilidad, sino es que en la intrascendencia. O, para decirlo en las mesuradas palabras de Alejandro González Iñárritu, en el abierto y franco “genocidio cultural”.

Por supuesto, dentro de este malhadado modelo Disney –es decir, en este tipo de producción y exhibición centrado en la “propiedad intelectual”– hay excepciones a la regla: cintas que aun proviniendo de este mismo impulso iterativo logran rescatar dignamente historias bien conocidas (Batman: el caballero de la noche, Nolan, 2008), convertir un desvergonzado producto comercial en un contradictorio tema de conversación cultural (Barbie, Gerwig, 2023) y, ahora, con el reciente estreno de Wonka (Reino Unido – E.U. – Canadá, 2023), replantear exitosamente el origen de cierto personaje clásico fílmico/literario desde otra perspectiva y hasta desde otro género, pues estamos ante un filme musical claramente anclado en la tradición hollywoodense de Mi bella dama (Cukor, 1961) y, sobre todo,Mary Poppins (Stevenson, 1964), pues las canciones de Neil Hannon abrevan directamente de sus tonos y hasta de algunas de sus melodías.

Wonka es una precuela de una historia ya contada en dos versiones cinematográficas, la irremontable de 1971, dirigida por Mel Stuart y protagonizada por Gene Wilder en el papel de Willy Wonka, y el remake de 2005 de Tim Burton con Johnny Depp interpretando el papel principal. Ambas, por supuesto, están basadas en la novela original de Roald Dahl, Charlie y la fábrica de chocolates (1964), un texto infantil clásico que, como buena fábula moralista (que no moralina), logra fusionar la creación de un encantador mundo lleno de magia y fantasía –la fábrica de chocolates del excéntrico Willy Wonka– con una historia ejemplar en la que el niño protagonista –el Charlie del título– deberá aprender cuáles son las virtudes que debe abrazar y cuáles los vicios que debe rechazar, enfrentando una serie de pruebas que, en el mejor estilo del escritor galés, no carecen de ingenio ni, tampoco, de crueldad.

El argumento para Wonka escrito por el propio director Paul King nos plantea, pues, la llegada a Londres de un joven Willy Wonka (Timothée Chalamet) que llega a la gran ciudad con el sueño de abrir una tienda de chocolates (“A hatful of dreams”). A pesar de que demuestra su talento único al regalarle a los transeúntes un chocolate mágico y volador (“You’ve never had a chocolate like this”), el iluso e ilusionado Wonka termina de esclavo de una dickensiana villana explotadora, Mrs. Scrubbit (Olivia Colman, desatada) quien lo obliga a trabajar día y noche lavando sábanas con otro puñado de pobres diablos como él (“Scrub scrub”). La mala suerte de Wonka no termina ahí, pues el siniestro cártel chocolatero comandando por el siniestro Slugworth (Paterson Joseph) ya probó su chocolate mágico, así que no permitirá que esa competencia tenga la mínima oportunidad de abrir su tienda (“Sweet tooth”). Mientras tanto, Willy termina adoptando como hermana menor a la vivaz huerfanita Noodle (Calah Lane), quien sueña con huir de la señora Scrubbit (“For a moment”), al mismo tiempo que el infortunado joven chocolatero, siempre optimista, descubre que un extraño y diminuto personaje de piel naranja y pelo verde (Hugh Grant robándose la película) le ha estado robando sus chocolates por las noches (“Oompa Loompa”). Con la ayuda de sus amigos esclavos, Wonka logra escaparse de las garras de la señora Scrubbit para empezar a maravillar a todos con sus chocolates hechos con leche de jirafa (“A world of your own”) pero Slugworth, sus compinches y el chocohólico jefe de la policía (Keegan-Michael Key) sabotean su negocio.

Siguiendo el mismo camino planteado en su irresistible díptico sobre el encantador oso peruano Paddington (2014 y 2017), King nos presenta a un Willy Wonka juvenil que carece de los rasgos oscuros de sus encarnaciones literarias y cinematográficas. Es decir, Wonka captura la magia del universo de Roald Dahl pero no su oscuridad, aunque esto es más una característica que un defecto. La infidelidad al Willy Wonka original tiene que ver con el tipo de historias que le interesan a King: la de inmigrantes nobles y buenos, enfrentados a la mezquindad y a la avaricia. Ese niño apenas crecido que es el Willy Wonka de Chalamet podrá dudar en algún momento de sus sueños, pero es obvio que cualquier titubeo es temporal, pues para Paul King la generosidad y la empatía no tienen más remedio que triunfar.

En la forma, Wonka es un musical típico de nuestro siglo, es decir, más musical-opereta que musical-ballet. Tal como entendió Bob Fosse en su tiempo, King sabe muy bien que su estrella protagonista no canta mal las rancheras, pero es evidente que no está hecho para el baile en serio, es decir, no es Fred Astaire ni Gene Kelly (aunque, ¿quién lo es?). Así pues, si Chamalet no baila mucho –como sucedía con Shirley McLaine o Liza Minelli en el cine de Fosse–, pues que baile entonces el encuadre, que el ritmo lo marquen los cortes entre toma y toma. De esta manera, el montaje de Mark Everson logra que algunos números musicales –especialmente “Scrub scrub” y la segunda interpretación de “You’ve never had a chocolate like this”– funcionen no como simples ilustraciones de las pegajosas melodías, sino como genuinas y orgullosas piezas cinematográficas. La imagen es la que baila frente a nosotros y nuestros pies, desde la butaca, la acompañan. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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