Desde que, según los mitos griegos ordenados por Robert Graves, Orfeo, “el poeta y músico más famoso de todos los tiempos”, utilizó “el pasaje que se abre en Aorno” para bajar al Hades en busca de su esposa Eurídice, muerta por una mordedura de víbora, el inframundo funciona como metáfora del inconsciente, en cuyas profundidades se agitan los demonios que uno debe enfrentar para volver a la luz. En 1864 tres discípulos incidentales de Orfeo, Otto Liddenbrock, Axel y Hans, emprendieron un viaje al centro de la tierra –un volcán fue su pasaje de Aorno– no sólo para descubrir un orbe mesozoico intacto, sino para constatar que el subsuelo encarna el lado o más bien el nivel primitivo que acecha en nuestro interior. A partir de entonces, la novela de Julio Verne ha sido motor de un sinfín de homenajes literarios y adaptaciones fílmicas, la más reciente de las cuales, dirigida por Gavin Scott, se lanzó en 2007. El influjo verneano es palpable asimismo en un puñado de películas de ciencia ficción y terror que han transitado con desigual fortuna por las pantallas desde el inicio del milenio: Criaturas de la noche (Twohy, 2000), Atrapados (Hamm, 2001), El núcleo (Amiel, 2003), La cueva (Hunt, 2005); incluso Lost, la teleserie que redefine el tópico de la isla desierta y misteriosa –de nuevo Verne–, cuenta entre sus vertiginosos giros argumentales con una escotilla trocada en acceso a un búnker bajo tierra. En todas se insinúa, con mayor o menor nitidez, la noción de lo subterráneo como cristalización de las simas psíquicas.
En El descenso (2005), segundo filme del inglés Neil Marshall –que se negó inteligentemente a participar en la secuela, dirigida por Jon Harris y a punto de estrenarse–, el pasaje de Aorno se traslada a los montes Apalaches, a donde va a dar un sexteto femenino en pos de temblores espeleológicos: Sarah (Shauna Macdonald), Juno (Natalie Mendoza), Beth (Alex Reid), Rebecca (Saskia Mulder), Sam (MyAnna Buring) y Holly (Nora-Jane Noone). Trastocando con su soltería y su liderazgo de bordes masculinos el rol de su homónima mitológica, diosa de la feminidad y el matrimonio, Juno guía a sus compañeras en un periplo verneano a través de un sistema de cavernas al parecer inexplorado; periplo que trata de paliar de algún modo el trauma de Sarah –su marido y su hija fallecieron en un accidente ocurrido un año atrás– y durante el que los demonios del Hades cobrarán una vida insólita, brutalmente tangible, en forma de una casta de depredadores que medra en la negrura con la pureza amoral, la carencia de remordimientos, la perfecta hostilidad del monstruo patentado por la odisea espacial de Alien. Orfeo se ha esfumado con todo y la lira que orientó a Eurídice –aunque en vano– hacia la luz diurna; queda la noche perenne del subsuelo, surcada a duras penas por linternas y bengalas que alumbran un ámbito digámosle embrionario donde hay cabida para pinturas rupestres que evocan Altamira, para restos humanos y animales y en especial para el horror vacui. Queda el delirio claustrofóbico, la extenuación física y psicológica patente también en Tocando la cima (Macdonald, 2003), que involucra un doble movimiento –subir/bajar la montaña Siula Grande en Perú– en aras de una liberación que brilla por su ausencia en la cinta de Neil Marshall. Quedan las pulsiones atávicas, que afloran para desatar un verdadero aquelarre orgánico. Queda Eurídice, que se ha precipitado motu proprio a las entrañas telúricas para batallar con sus fantasmas convertidos en engendros que –se intuye– podrían ser miembros de su misma raza: hombres y mujeres que en algún momento se rindieron a los encantos del salvajismo y la oscuridad.
Muestra de gore profundo, El descenso apela a ciertos clichés del género para darles una vuelta de tuerca y ofrecer un teatro de sombras que se sacuden contra un telón simbólico. Al abandonar a Juno a merced de los depredadores, Sarah renuncia a su condición no sólo femenina sino humana: se ha inclinado por la barbarie, por el llamado de la selva. En la escena final la vemos acuclillada en una suerte de útero terroso, recibiendo la visita de su hija muerta. Eurídice desciende, empieza a respirar a sus anchas y se transforma en habitante dilecta del inframundo: Adiós, Orfeo, ya no te necesito.
– Mauricio Montiel Figueiras