La figura del Festival Internacional de Cine en Guadalajara es el alemán Werner Herzog. A él se rindió tributo en un homenaje, y con él llegó la mayor parte de su filmografía en una valiosa y amplia retrospectiva. Particular expectación provocó Cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010), su más reciente largometraje documental, que tiene la particularidad de ser presentado en 3D. En él explora una cueva en Chauvet, Francia, donde se descubrieron las pinturas más antiguas de las que se tiene registro. Las pinturas y el espacio que ocupan abren el cofre de la fascinación por su belleza plástica, por la ambición de materializar el movimiento mediante la “multiplicación” de las patas de bisontes y leones y por el registro de todo esto, que por momentos es asombroso. El uso del 3D es contrastante, pues a veces crea prodigios pero a veces mareos.
Fiel a su costumbre, Herzog entrega un agudo ensayo audiovisual que da cuenta de lo extraordinario por medio de entrevistas a sus personajes, en este caso los responsables de las investigaciones, mientras su voz va haciendo la narración, pero sobre todo la reflexión, de lo que aquello provoca y sugiere. El alemán procede por lo general como un científico: encuentra lo que busca, y él busca (en las) maravillas. Esta vocación es perceptible en sus ficciones, pero aún más en sus documentales. Si antes había ubicado pretextos provechosos en Antártica (Encuentros al fin del mundo, 2007), en el universo budista (Rueda del tiempo, 2003) y en los llameantes pozos petroleros de Kuwait (Lecciones de oscuridad, 1992), entre otros, ahora literalmente hace labores de espeleología para rastrear el fundamento de la humanidad, de lo que nos hizo y nos hace humanos. Y, con un científico, Herzog esboza una definición mejor que homo sapiens: homo spiritualis.
No menos maravillas reserva Nostalgia de la luz (2010) del chileno Patricio Guzmán, uno de los grandes documentalistas latinoamericanos, quien aquí entrega la que tal vez es su obra más personal. Guzmán viaja al desierto de Atacama, donde se ubican los observatorios más grandes del planeta, y ahí dialoga con un astrónomo que explica que el presente no existe y que su labor es explorar el pasado. Ahí también encuentra a un grupo de mujeres que busca los restos de sus desaparecidos, pues se sabe que por esos rumbos hubo un campo de concentración de la dictadura pinochetista y ahí se han encontrado huesos de algunas víctimas.
A Guzmán lo mueve una obsesión: ventilar el dolor producido por el golpe de estado de septiembre de 1973 y sus consecuencias. Y ante el silencio o la indiferencia de la mayor parte de los chilenos (los que aún buscan, como las mujeres de Atacama, son vistos como dementes), y para mantener el asunto presente, el documentalista perpetra un ensayo que registra a los que exploran el cielo y el suelo, porque a ambos los une (y los une Guzmán) el pasado.
El cineasta, cuya voz se escucha a menudo, en algún momento dice que “la memoria tiene gravedad: siempre nos atrae”. De su memoria da cuenta toda su obra: es emotiva, obstinada, persistente… y tiene un gran peso.