La tesis es sencilla y de una hipérbole debatible: 1999 fue el mejor año de películas hollywoodenses. Va con contundencia elaborada: el “año cinematográfico más rebelde, influyente e implacablemente placentero de todos los tiempos”. En Best. Movie. Year. Ever (2019), el periodista Brian Raftery argumenta que el último año del siglo XX estuvo lleno de películas originales propulsadas por un grupúsculo de cineastas estadounidenses con voces originales (David Fincher, las hermanas Wachowski, M. Night Shyamalan, Sofia Coppola y otros) que arriesgaron y conquistaron los ojos de las audiencias y de los directores de siempre: los Steven Spielberg, Martin Scorsese, Kathryn Bigelow y Clint Eastwood.
Un repaso por las películas de ese año avala la idea del periodista: la hipermasculina El club de la pelea, ciegamente idolatrada por la generación MTV; para los adolescentes, las icónicas y atrevidas 10 cosas que odio de ti (más icónica que atrevida), American Pie (más atrevida que icónica) y Juegos sexuales (más icónica, más atrevida); la opereta Rushmore, de Wes Anderson; la primera de Sofia Coppola, Vírgenes suicidas, y la última de Stanley Kubrick, Ojos bien cerrados; el regreso de Star Wars con Episodio I: La amenaza fantasma y la revolución de Matrix que cimbró a dos generaciones; el mejor secreto de un final, Sexto sentido, y un experimento en MiniDV convertido en fenómeno viral, El proyecto de la bruja de Blair.
Lejos del mainstream y los presupuestos pomposos había más proyectos para todos: el clásico estadounidense que se llevó el Oscar de ese año, Belleza americana; la realidad virtual llevada a músculos y pensamientos, ¿Quieres ser John Malkovich?; Pacino, Crowe y Plummer como los mejores profesores de periodismo desde Hoffman y Redford, en El informante; la temeraria Los muchachos no lloran y la coral Magnolia, con tantos clubs de fans. Nada mal para los últimos doce meses del siglo.
Después de esa gran cosecha, ¿qué salió de los hornos del valle de San Fernando? Mi hipótesis, igual de exagerada, igual de debatible, parte de lo escrito por Raftery: en el primer lustro del nuevo milenio (meses más, meses menos), Hollywood no tenía ni idea de qué hacer, y se nota en la mayoría de las propuestas de aquel momento.
Menú desabrido
En esos cinco años tuvimos malas, malísimas ofertas cinematográficas que salían de Hollywood y llegaban a nuestras salas de cine favoritas: Parque Jurásico 3 (¡ah, qué mala es!); el remake burtoniano de El planeta de los simios (y ese final de mátate); 007: Otro día para morir (con todo y el ridículo Aston Martin invisible) y el intento deslucido de dos agentes secretos en XXX y XXX2; Hulk (esa cosa soporífera de Ang Lee) y El castigador (esa cosa decepcionante con Travolta); El núcleo (catástrofe a lo Michael Bay o Roland Emmerich, pero sin ellos), La liga de los hombres extraordinarios y Van Helsing (buenas ideas, malas ejecuciones… aunque la verdad ni tan buenas ideas); El último samurai (la película más “meh” de Tom Cruise); Scooby Doo, Tomb Raider, El ataque de las arañas… y puedo seguir.
Excepciones hay, como siempre. Ese lapso también arrojó películas icónicas y franquicias que empezaron a consolidar el camino de lo que venía: la trilogía de El señor de los anillos; Donnie Darko, 8 mile, Los otros y las primeras tres de Harry Potter; el nacimiento de franquicias como Identidad desconocida y Spider-Man de Sam Raimi; la consolidación de otros súper personajes en Constantine y Batman inicia; comedias grandiosas y citables como ¿Y dónde están las rubias? y Chicas pesadas; apuestas sólidas como Escuela de rock y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Podría seguir, pero tampoco hay muchas más.
En este lapso, hasta los grandes nombres del cine estadounidense presentaron proyectos que distan mucho en energía, propuesta y trascendencia de sus obras maestras anteriores o posteriores. Ridley Scott se aventuró con tres faux pas: Hannibal, Los tramposos y Cruzada; Scorsese fue blando con El aviador y los hermanos Coen llegaron a salas con El quinteto de la muerte; Woody Allen dio cuatro tiros al aire –incluyendo Muero por ti– antes de presentar su grandiosa Match point. Hay, de nuevo, excepciones: David Lynch con Mulholland Drive; Steven Spielberg con Sentencia previa; Michael Mann con Colateral; Quentin Tarantino briago con el marketing de su Kill Bill.
Incluso a los directores que se habían lucido en 99 les costó superar sus proyectos de aquel año: David Fincher con La habitación del pánico; M. Night Shyamalan con Señales y La aldea; las hermanas Wachowski con las secuelas de Matrix; Spike Jonze con El ladrón de orquídeas. Las únicas que sí lograron mantener o superar el margen fueron Sofia Coppola, con su excelso ensayo sobre la incomunicación Perdidos en Tokio, y Sam Mendes con esa clase maestra de dirección a Paul Newman y Tom Hanks en Camino a la perdición.
La luz al final del túnel llegó después de esos años, con pocos pies y casi nada de cabeza. En Casino Royale, Daniel Craig asombró como James Bond a críticos, admiradores y haters por doquier; El diablo viste a la moda es un elegante chick flick que se defiende al contar con una Meryl Streep siendo Meryl Streep y una Anne Hathaway al tú por tú.
Sin embargo, a grandes rasgos, 2001-2005 fue un periodo de cosechas pobres tras el “gran año” de 1999. Ese lustro demostró que las películas –y los estudios– de Hollywood estaban en crisis espiritual.
Atascados y sin creatividad explosiva
En su libro Film after film: Or what became of 21st century cinema?, el crítico James Hoberman argumenta que “el desarrollo cultural no está determinado por un calendario ni sujeto a periodos arbitrarios. Y, sin embargo, en el caso del cine hay dos razones –o dos razones y media– para considerar la posibilidad de que, desde 2001, la naturaleza y desarrollo del medio cinematográfico se hayan alterado irrevocablemente”. Esas razones (me permitiré agregar una más) cambiaron la manera en que la industria cinematográfica estadounidense ideaba y planeaba películas (desde el guion hasta la posproducción) y dieron pie a un impasse de la creatividad experimental y arriesgada en la mayoría de sus miembros.
La primera razón para el embotellamiento creativo se estrelló en las ventanas neoyorquinas con el milenio ya en nuestros calendarios: el 11 de septiembre de 2001. Los eventos de ese día fueron la “máxima experiencia cinematográfica”: un atentado impresionante, las cadenas de noticias por cable mostrando en loop la destrucción de las torres y el Pentágono, teorías de la conspiración brotando dentro y fuera de las pantallas.
Y Hollywood como el primer señalado. El gran Robert Altman intentó ser autocrítico en su momento y dijo que “los terroristas le copiaron a las películas. Nadie se hubiera atrevido a hacer tal atrocidad si no se hubiera inspirado en una película. Nosotros creamos esa atmósfera y les enseñamos cómo hacerlo”. El blockbuster se sentía culpable. O, al menos, los cineastas tenían muchas dudas (y mucha vergüenza).
La segunda razón fue la llegada de internet. Coincidencia aparte, en el cierre del siglo XX la era digital maduró y nos envolvió con Napster y LimeWire, DVDs, quemadores de CDs junto a torres de discos en blanco para quemar todo (Nine Inch Nails, Age of Empires 2, la película A los trece o porno). Era el mundo antes de YouTube, por mencionar a un pionero de la web 2.0. Era el prefacio de nuestra perdición en entornos virtuales, redes sociales, videojuegos y comercio electrónico.
La media razón va ligada al internet y es el efecto 2000 o Y2K, esa mentira que suponía el fin del mundo a las 00:00 horas del 1 de enero del 2000. Las cadenas de noticias por cable, en otro castroso loop, nos enjaretaron reportajes, entrevistas y opiniones. En su libro, Raftery arguye que esa desatada paranoia animó al grupo del 99 a sacar sus películas antes de que todo se fuera al carajo.
Una apuesta a lo disruptivo en un mundo raro
Agrego una tercera razón a esas dos y media: la vigorización de las imágenes generadas por computadora o Computer Generated Imagery, CGI, por sus siglas en inglés. Hoberman lo dice de modo más drástico: “el desarrollo del CGI rompió la relación especial que existía entre la fotografía y el mundo”. Hollywood cambió por completo y los ejecutivos de los grandes estudios, emocionados, apostaron por esta tecnología de inmersión generada por computadoras y mucha pantalla verde. Contaban, por supuesto, con el apoyo de su industria creativa, enrarecida por las secuelas del 11 de septiembre, específicamente, las maniobras bélicas de George W. Bush en Afganistán e Irak.
Lo bueno de ese lustro caótico fue que los estudios se dieron el tiempo para consolidar el CGI y preparar proyectos que rompieron uno que otro plato –la épica 300, en 2007– y otros que destruyeron toda la cocina –como la soberbia Batman: el caballero de la noche, en 2008. Además, en esos años Marvel Studios empezó a dibujar los bocetos del prodigio comercial más ambicioso, por lo menos, desde las primeras tres películas de Star Wars: el universo cinematográfico de Marvel. Tan bien lo hizo que, en 2009, Disney compró la orquesta de superhéroes marvelianos por la prudente cantidad de cuatro mil millones de dólares.
El alboroto del nuevo millonario
Posteriormente, Hollywood se reacomodó y nos ofreció, en dos años –2010 y 2011– que bien le podrían competir el título de “Best” a 1999, obras sublimes como Red social, El origen, Drive y Tenemos que hablar de Kevin. Pero nada dura. En febrero de 2013 llegó un jugador ya conocido, pero reforzado con nuevas y rechonchas ambiciones: Netflix y su House of Cards enamoraron y arrasaron, y el gigante de la N se infló de billetes. Le cambió la jugada a Hollywood y la máquina de entretenimiento empezó a vivir una crisis similar a la del lustro fatídico de 2001-2005.
Esta vez, la crisis no fue causada por una tecnología, como el CGI, o por el manejo de temáticas difíciles, como el 11 de septiembre, o novedosas, como el internet. Es un impasse desencadenado por la presentación, duración, control y formato de cada película terminada, que vivirá y se perderá (¡ja!) entre miniseries, seriales, 356 capítulos de Grey’s Anatomy, secuelas, precuelas o 23 películas del Universo Cinemático de Marvel.
Las compañías de streaming han demostrado su insaciable apetito. Seducen a grandes directores con presupuestos magnánimos para sus próximos proyectos cinematográficos, tanto como a auteurs que se aventuran a formatos de televisión (aunque en el hoy pandémico todo lo veamos en un televisor plano). Además, son fieles a su estrategia de más series, más documentales, más docuseries, más películas en sus catálogos. Con los grandes estudios y los espectadores más interesados en el enésimo blockbuster de superhéroes o en el universo mamarracho de Star Wars, los ejecutivos de los gigantes del streaming tienen el camino libre para dar luz verde a cualquier tipo de proyecto que puedan presentar como “contenido original” y exclusivo de su menú.
Una nueva crisis espiritual
El mundo sin salas de cine es un mundo sin porteros. Con tal de tener más (sobre todo en un periodo de distanciamiento físico), las plataformas no le dan importancia a los filtros de calidad y se decantan por el anything goes sobre el let’s kick some ass en cuanto a filmes se trata. Al mismo tiempo, un algoritmo selecciona y propone películas con base en lo que se parece (si es que se parece) a lo último que te gustó (si es que de verdad te gustó). No es un amigo que quiere convencerte de que veas lo que ama. Es data que quiere que sigas frente a la pantalla.
En los últimos meses, los servicios de suscripción nos ofrecieron películas sin potencia como Project power, Velvet buzzsaw, Hillbilly: una elegía rural, Mulán y 5 sangres; u otras que simplemente pasaron desapercibidas como Cielo de medianoche, Triple frontera, Máquina de guerra y Dragged across concrete. Nos quejamos de que no hay películas nuevas cuando, en realidad, se estrena una docena cada semana entre todos los servicios.
Eventualmente, la potente creatividad exploratoria y arriesgada de Hollywood se acomodará entre películas con estreno en salas, películas directas a streaming, series y demás. Por el momento, los mejores escritores en el mundo no están escribiendo novelas o guiones de películas: están escribiendo capítulos de series (ahí están sus Sorpranos, Mad Men, Breaking Bad o Game of Thrones). Y es que los del streaming pagan más y ofrecen las mejores prestaciones.
Volverán los proyectos cinematográficos sólidos que destrocen platos o toda la cocina, aunque no se siente que en 2021 o 2022 (esperemos que sí) California nos vaya a aventar algo de la calidad de, por ejemplo, Parásitos, que pasó de fenómeno de festival de cine a explosión masiva y éxito de crítica, audiencias, taquilla y premios.
Quizá las grandes mentes de la costa Oeste deberían sentarse a analizar cómo contar sus historias en empaques innovadores, en vez de dejarse arrastrar por el más, más, más de los nuevos jefes golosos de la industria del entretenimiento. Quizá lo hagan, y 2023, 2024 o 2025 le ganen a 1999 como el mejor año de las películas hollywoodenses. Quizá.
(Guadalajara, 1988). Maestro en Comunicación Política por la Universidad Libre de Berlín, trabaja como editor en una agencia de contenidos en la Ciudad de México. Es aficionado de Scorsese, Buñuel, Sorrentino y de las películas ochenteras de Hollywood.