Por una de esas coincidencias, recién llegaron a México dos películas que remiten a Irán. Una de ellas, Copia fiel, confronta al público de forma lúdica con uno de los dilemas más discutidos de la posmodernidad: cómo distinguir el original de una copia perfecta y, en todo caso, para qué. La otra cinta, El secreto de Soraya M., recrea la historia real de una mujer iraní que en 1985 fue condenada a morir por lapidación. La primera es dirigida por Abbas Kiarostami, el cineasta iraní más reconocido en el mundo. La segunda, por Cyrus Nowrasteh, un norteamericano de padres iraníes, que de niño vivió algunos años en Teherán.
El hilo que las une es débil. Copia fiel es la obra de un director preocupado por la forma, e inclinado a cultivar la ambigüedad del leguaje poético; El secreto de Soraya M., en cambio, es clara en su intención de denuncia y no se distingue por sus hallazgos estéticos. Otras películas ligadas a Irán, como la brillante Persépolis (Paronnaud, 2007), conjugan creatividad y un punto de vista social. Lo que hace relevante la exhibición simultánea de Copia fiel y El secreto de Soraya M. es que coincide en el tiempo con el fenómeno que tiene al mundo entero conteniendo la respiración: la llamada “primavera árabe”, y la pregunta sobre el futuro de los regímenes totalitarios islámicos últimamente amenazados por la rebelión. Si los brotes de protesta en cadena culminarán en reformas civiles o si el vacío de poder será aprovechado por nuevos extremistas es todavía una moneda en el aire. El cine, por el momento, consigue que los de afuera imaginemos vagamente los abusos que han empujado a los ciudadanos de los países árabes a salir a las calles para hacerse escuchar.
Esto no siempre sucede a través de las películas. Es el caso de Copia fiel, la menos iraní y más apolítica de su director. No solo es la primera que filma fuera de Irán, sino que el perfil de sus personajes y, en general, su materia, reducen al máximo la posibilidad de referencias simbólicas a la situación iraní. Pero sucede que la ironía se hizo invitar al Festival de Cannes. Hace justamente un año, cuando Kiarostami y Juliette Binoche, protagonista deCopia fiel, participaban en una conferencia de prensa a propósito de que la película concursaba en la sección oficial, un periodista preguntó al director si era verdad que su colega Jafar Panahi se había puesto en huelga de hambre. (Panahi había sido invitado a ser parte del jurado de ese año, pero el régimen lo encarceló por preparar un documental sobre el fraude electoral iraní.) Usualmente cuidadoso para hablar de cuestiones políticas –al punto de irritar a otros artistas de su país–, Kiarostami declaró que el arte de su país estaba bajo el ataque del régimen, y que la situación de su colega era “intolerable”. Binoche, sentada a su lado, no pudo contener el llanto. La imagen de la actriz y la nota sobre Panahi dieron la vuelta al mundo, y volvieron a difundirse cuando, unos días después, Binoche obtuvo el premio a la mejor actriz del festival por su trabajo en Copia fiel.
La cinta que desencadenó el incidente está situada en la Toscana, y describe la relación entre un escritor inglés y la mujer francesa que asiste a la presentación de su último libro (que lleva el título de la película y trata del concepto de autenticidad en el arte). Después de la presentación, van a una aldea cercana. En el trayecto trasladan el asunto del original y la copia al mundo de los objetos comunes, y usan la discusión como pretexto para coquetear. Cuando la mesera de una trattoria da por hecho que están casados, ambos empiezan a comportarse como un matrimonio de años, reprochándose mutuamente el deterioro de la relación. ¿Cuál es su verdadero vínculo? No importa –o no debería. Pero es la forma astuta con la que Kiarostami confronta al público con su necesidad de distinguir entre autenticidad y plagio (incluso dentro del cine, el arte que –dijo Benjamin– terminaría por disipar el “aura” de la originalidad). No importa que ambas relaciones entre personajes sean verosímiles: al momento de sospechar que una de ellas es falsa, el público dirigirá su atención a descubrir los detalles que le revelen cuál.
En casi todos sentidos distinta a Copia fiel, El secreto de Soraya M. divide a sus personajes en víctimas y verdugos, y usa un esquema simple para discutir los intereses corruptos detrás de la aplicación de la ley islámica (o sharía).
Y, sobre todo, busca describir de la forma más cruda posible la brutalidad de una muerte que consiste en ser enterrado de la cintura para abajo para luego recibir pedradas dirigidas a la cabeza. Ya sea que una piedra grande logre fracturar el cráneo, o que la acumulación de golpes acabe por desangrar a la víctima, los justicieros no paran hasta lograr su misión.
El caso de Soraya Manutchehri fue conocido en el mundo gracias al libro La femme lapidée, del periodista Freidoune Sahebjam. Como se narra en la película, Sahebjam recorría Irán en 1985, y se detuvo en una aldea solo para reparar su auto. Ahí fue abordado por una mujer devastada por el dolor, que insistió en contarle la historia de su sobrina: una madre de dos niños acusada –falsamente– de adulterio por su marido, y recién lapidada por los hombres de la aldea.
La secuencia que muestra la lapidación de Soraya dura veinte minutos y muestra planos cerrados de la cara de la protagonista, cada vez más desfigurada. Las imágenes, obviamente espantosas, le han ganado a la película calificativos como “pornografía de la tortura”. Me pregunto si habría otra manera de crear una lapidación.
Eso de ahorrarle al público la “parte fea” de un asesinato quizá funcione para historias totalmente ficticias, pero no cuando lo que se muestra es una práctica aprobada por las leyes de un país. Veinte años después de la lapidación de Soraya, la iraní Sakineh Ashtiani recibió una sentencia idéntica. La única diferencia de peso entre un caso y el otro es que Ashtiani fue sentenciada en la era de internet. Si aún no se cumple la sentencia (aunque tampoco se ha suspendido), ha sido por injerencia de la comunidad internacional.
El tono didáctico de El secreto de Soraya M. le impide ingresar a las filas del “cine de arte”. Sin embargo, atiende necesidades como hacer más tangibles (en la medida de lo posible) crueldades como la descrita, e incluso mostrar cómo el propio Corán es tergiversado para servir a intereses propios, afectando a los musulmanes que defienden su religión. Sobre el adulterio en concreto, el libro sagrado ordena que para aplicar el castigo es necesaria la declaración de testigos presenciales (nada menos que cuatro), y aconseja el perdón si los adúlteros se arrepienten. Para evitar que los acusados escapen del castigo, el código penal iraní instaurado en la revolución de 1979 permite a los jueces prescindir de testigos y dedica unos cuantos artículos a precisar las condiciones de una buena lapidación.
Alguna vez Abbas Kiarostami declaró que la decisión de permanecer en Irán después del 79 consolidó su identidad nacional y afirmó sus habilidades como director. Fue el azar, sin embargo, lo que al final apretó el lazo entre nacionalidad y vocación. Gracias a que su prestigio atrajo a una estrella de cine, y esa estrella de cine atrajo la atención del mundo, el director se convirtió en activista improvisado, y una película suya –la menos probable de todas– en vehículo para denunciar a los tiranos de su país. A un año de que el gesto compungido de Binoche quedara asociado a la película Copia fiel, los directivos de Cannes anunciaron que en esta edición –la que apenas concluyó– se proyectaría In film nist, la película que filmó Jafar Panahi antes de ir a prisión, y en donde cuenta cómo fueron los meses en espera de la sentencia que, al final, lo condenó. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.