Jim Jarmusch: Los límites sin control

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“Las mejores películas son como los sueños que no estás seguro de haber tenido”, afirma la Rubia, uno de los personajes del filme más reciente de Jim Jarmusch. Lamentablemente, Los límites del control (2009) no es otra de las entregas memorables del cineasta de Akron, Ohio. Se trata, como los sueños, de un trabajo visualmente atractivo y enigmático, fundado en un argumento aparentemente inexpugnable y en todo caso discernible por la vía de la interpretación, pero que termina por ser únicamente una experiencia personal y olvidable. Como muchos de nuestros sueños, no precisamente los mejores.

En ese sentido, Los límites del control se ubica más cerca de la búsqueda experimental de Vacaciones permanentes, el primer largometraje del autor, que de trabajos posteriores mejor equilibrados. Como ésta, la nueva película resulta un exceso de solipsismo, pero sin su frescura y candidez. Casi treinta años han pasado entre una y otra y se nota: el joven e inexperto autor que filmó su ópera prima en las calles menos glamorosas de Nueva York, con un presupuesto obtenido en su mayor parte de una beca estudiantil, es ahora la gran figura del cine independiente que a principios de año trasladó a España a todo un elenco y un crew cinematográficos para rodar durante varias semanas una especie de film noir filosófico de factura exquisita y argumento pretenciosamente hermético y autorreferencial.

La trama se centra en la misión que debe cumplir el Solitario –el lacónico personaje interpretado por el extraordinario Isaach de Bankolé, el actor de Costa de Marfil y nuevo fetiche del director–, una misión cuyo objetivo el espectador desconoce y cuyas pistas se le irán revelando al propio personaje a través de extrañas claves anotadas en papelitos y escondidas dentro de cajas de cerillos que canjea con misteriosos corresponsales sin nombre, marcados en la ficha técnica por su origen o alguna característica exterior: Criollo (Alex Descas), Francés (Jean-François Stevenin), Violín (Luis Tosar), Guitarra (John Hurt), Rubia (Tilda Swinton), Desnuda (Paz de la Huerta), Mexicano (Gael García Bernal), Americano (Bill Murray).

Como en una especie de versión “bizarra”[1] de “El Acercamiento a Almotásim”, a través de cada nuevo contacto el Solitario se aproxima a su meta, una que al final resulta si no previsible sí decepcionante por su retintín ideológico: el mal (el Poder) omnívoro y omnipresente. Así, una historia que prometía derivar hacia derroteros discursivos más profundos e interesantes termina por convertirse en una arenga en contra del imperio económico/corporativo/político/militar de unos Estados Unidos personificados por el imperturbable Bill Murray, de quien quizá podría haberse esperado más que esa breve intervención sin demasiado chiste.

Los límites del control es una película que cuenta con los mejores atributos del cine de Jarmusch: hay esa especie de misterio detrás de cada imagen; un misterio al que, antes que a resolverlo, se nos invita a internarnos por la vía de la contemplación. La cinta, llena de reminiscencias y referentes de filmes anteriores del autor, está poblada de su imaginería clásica: panoramas desiertos, aves que entran y salen de cuadro, tomas fijas que retratan lo anodino y tedioso del mundo como estéticamente estimulante, la concreción visual del universo como un espacio que “no tiene centro ni esquinas”, la posibilidad de la comunicación más allá de las lenguas, la condición trashumante del protagonista, los rituales que —como en Ghost Dog. El camino del samurái— preceden al cumplimiento de la misión.

Sin embargo, todas sus virtudes pierden efectividad dentro de una historia que, fuera de los contextos de los mejores filmes de Jim Jarmusch, termina por convertirse en una especie de trivia visual para conocedores de su obra, en un capricho, me temo, sin mayor trascendencia: un ampuloso, autocomplaciente y decepcionante film d’auteur.

– Víctor Cabrera

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[1] En el sentido en que las historietas de DC Comics designaban a los dobles malévolos de sus superhéroes.

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