Qué gran talento el que se adivina en los guiones en los que los actores, diciendo frases cotidianas, parecen estar recitando poemas o dando claves secretas sin que los personajes se den cuenta de que están en una película. En la primera secuencia de La quimera alguien dice “el sol nos sigue”, y es verdad que se refiere a que a pesar del desplazamiento del tren el sol siempre les da en la cara, pero a la vez, y aunque la película apenas acabe de empezar, entendemos que la frase podría aplicarse a toda la humanidad a lo largo de su historia, y el sol aquí puede entenderse como el impulso de la vida o como una compañía no humana pero cercana, cálida y constante.
La quimera es el cuarto largometraje de Alice Rohrwacher, después de Corpo Celeste, El país de las maravillas y Lazzaro feliz. En uno de los carteles promocionales aparece un hombre colgado boca abajo, igual que el arcano número 12 del tarot, que se llama precisamente El colgado, o Le pendu. En el tarot, El sol es el arcano 19, a dos cartas de la última, El mundo, cuando estamos ya a punto de completar todo un ciclo. No sé si la película llevará dentro todas las cartas del tarot; empecé a sospecharlo cuando en una secuencia en que hay un pasacalles, muy verbenera y de aire medieval, se inserta un plano del protagonista (Arthur, el colgado, interpretado por Josh O’Connor) sobre el fondo de un edificio en el que se ve claramente el cartel con el nombre de la calle, Vicolo de la Stella (la estrella es el arcano 17). Pero no fui capaz de ir haciendo un riguroso recuento de símbolos, porque no conozco muchos y porque habría perdido el ritmo de la narración de una película tan exuberante. Me fijaré en eso la próxima vez que la vea. Y sin embargo los personajes sí parecen actuar movidos por unas fuerzas superiores, y encarnar mandatos y pulsiones que los trascienden.
Estamos a principios de los años ochenta, y Arthur ha llegado de muy lejos, a un pueblo toscano, en una zona donde das una patada y te sale una vasija etrusca. Forma parte de un grupo de tombaroli, o asaltadores de restos arqueológicos que venden en el mercado negro. Arthur tiene un don y un dolor, que es el pertrecho de los héroes de los cuentos clásicos. Las películas de Rohrwacher tienen aire de cuento clásico, y a veces los personajes son tan puros y están tan “fuera del mundo” que al principio te resistes un poco a tomarlos en serio, hasta que te das cuenta de que esa resistencia tiene más que ver con el cinismo que has ido incorporando a tu vida que con la historia que te están contando, y de que lo que estás sintiendo se parece más bien a “la furia de Calibán al no verse reflejado en el espejo”, como escribió Oscar Wilde en el prefacio del El retrato de Dorian Gray.
Un gesto característico de Arthur es que se gira a veces de golpe, como llamado por un fantasma. Nos damos cuenta de que puede ver algunas cosas que los demás no ven. Hay secuencias de la película que son como recuerdos, visiones o injerencias de otro mundo en el nuestro. Lo espectral se manifiesta como presencia numinosa o como escalofrío ctónico. Aquí se están sacando a la luz objetos y emociones enterrados durante siglos, encima de los cuales sacamos adelante nuestra vida sin reparar en el influjo que quizá tengan en ella, entre lo psicoanalítico y lo mecánico.
En algunas entrevistas explica la directora que desde pequeña, cuando ya las conocía porque el tráfico de restos arqueológicos estaba a la orden del día en los primeros ochenta en la zona donde vivía, las historias de saqueadores de tumbas le hacían estremecerse. Más allá del expolio y la dispersión del patrimonio, lo que le parecía más reprobable a la niña Alice era la profanación de esos lugares y el desprecio a los deseos de las personas que los proyectaron, por mucho que llevasen tanto tiempo muertas que ya nadie las podría recordar. Con ese sentimiento aún presente se puso a rodar la película, en la que al empezar estamos del lado de los saqueadores, una troupe de buscavidas, unos golfillos de Pinocho, cuya historia también nos cuentan una pareja de intérpretes de canciones populares, a modo de romances de ciego que forman parte de una banda sonora llena de significado. También a través de la música están presentes Orfeo y Eurídice, y otros enamorados míticos, como Ariadna y Teseo, esta vez en algunas imágenes recurrentes. Sus historias tienen que ver con la de Arthur. Él, atento, rebelde y solitario, es capaz de relacionarse tanto con los delincuentes de poca monta como con la profesora de música retirada que interpreta Isabella Rossellini −que a su vez tiene varias hijas, todas pelirrojas, que se nos presentan como salidas de un cuento de hadas−, con la espigada y valiente Italia, con la banda de delincuentes más integrados, pero está siempre con un pie fuera, como entre dos mundos.
La película es alegre y triste, explosiva y sobrecogedora, y parece tener dos finales, los dos muy bellos, en los que los dos mundos en los que vive Arthur se superponen, vibran al unísono como una fotografía debajo del agua, echan un pulso, hasta que uno de los dos acaba por vencer.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).