En mi primaria no existía el salón 41. “Es el número de los puñales”, me dijo algún compañero. Aun a los 10 años no parecía razonable que una escuela siguiera esa lógica, pero como había escuchado antes esa palabra, puñal, y sabía bien cómo dolía, no pregunté más. Con todo, el número seguía apareciendo en otros lados como sinónimo de “puñal” o “joto”: burlas al cumplir los 41 años, hoteles que pasan de la habitación 40 a la 42, taxistas que usan el número para referirse a un pasajero “rarito”. El fantasma de un número recorría irracionalmente la cultura mexicana. Y entonces leí a Carlos Monsiváis.
Siendo mexicano, leer a Monsiváis es leerse a uno mismo, y más si uno es joto. Mi educación sentimental, mis códigos culturales, mi historia, están ahí, en sus textos. Pero leerlo críticamente es darse cuenta también de sus propias intenciones políticas. Las intervenciones ensayísticas de Monsi sobre lo LGBT+, publicadas durante los años ochenta y noventa, y reunidas más adelante en Que se abra esa puerta son búsquedas de una gramática potente para entender la disidencia sexual en México. Habló casi hagiográficamente de la importancia de figuras como Nancy Cárdenas –la primera persona en salir del clóset en televisión nacional– o Salvador Novo –el santo patrono de la jotería en México, con todo y lo que conllevaría en sus últimos años, tan cerca del PRI y tan lejos de sus amigos–, pero también escribió de personajes o sucesos mucho más antiguos, como el asesinato de Cotita de la Encarnación alrededor del año 1658, o de giros lingüísticos (más bien, eufemismos) como el del “pecado nefando”, utilizado ampliamente en la Nueva España. En algunos casos, como en el del Baile de los 41, sus ensayos persiguen algo aún más expansivo: la institución del mito fundacional. Sus textos son, en ese sentido, ejemplos de la mejor crítica cultural, aquella que indaga, reformula y trasforma.
Si bien la paranoia semántica alrededor del número 41 existía en la razón cultural (que más bien era prejuicio social), no fue sino hasta que Monsiváis escarbó en ello, en varios de sus textos luminosos, irónicos y complejos, que se recobró la memoria de este suceso (la Gran Redada, le llama él) en la conciencia de la comunidad, que llevaba años de lucha en una especie de abstracto histórico. Los movimientos LGBT+ en los setenta y ochenta eran su propia tradición, y el gran cronista protogay les dio un contexto más amplio: su propia educación sentimental y política, que es también la nuestra.
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El baile de los 41 (David Pablos, 2020) no es una película irrespetuosa, ofensiva o siquiera particularmente mala, pero es una película tibia. Es un producto para el gran público, y eso en cierto sentido está bien, porque permite que la anécdota, o el mito que vislumbraba Monsiváis, alcance a gente a la que de otra manera no llegaría, incluido un gran número de jóvenes LGBT+. Pero la higienización del retrato de la homosexualidad la convierte en una oportunidad artística y política perdida.
El Baile fue una fiesta, y la vida nocturna es uno de los territorios más importantes de subjetivación LGBT+ en nuestro país (como comprobó, por ejemplo, la curaduría de Armando Criseto Patiño para la exposición Viviendo de noche en El Chopo). El Baile mostró, en palabras de Monsiváis, “una ventana a la segunda mitad del siglo XIX y sus tabernas, sitios de mala muerte, proxenetas, jóvenes ‘alquilables’, burdeles ‘especializados’ (más que lugares fijos, lo que parece imposible, laberinto de guaridas)”, es decir, todo aquello considerado sórdido o pecaminoso incluso hasta hoy, e incluso por la comunidad misma. Hay evidencias de que El Baile fue un gran encuentro sexual, donde además se “subastaba” a algunos hombres jóvenes, y que terminó en la primer razia documentada. Pero esos ataques brutales continuaron hasta los años ochenta en la Ciudad de México, y mucho más recientemente en otras ciudades. De entre los 41, a los que no pudieron pagar grandes mordidas los llevaron a campos de trabajo forzado y a cárceles como Lecumberri, y probablemente fueron usados como soldados rasos.
Ninguna de estas referencias históricas está presente en la película. Se trata más bien de un retrato idealizado (es decir, heterosexual), desprovisto de contexto histórico fuera del detonante que involucra a Porfirio Díaz. Aun cuando incluye una fiesta sexual, su representación de lo gay es la del diseño de producción, la de la coreografía, la del encuadre sublimemente iluminado que responde a una lógica heteronormada y alejada del significado sísmico profundo de este hecho. La existencia de Ignacio de la Torre, el yerno de Díaz supuestamente sorprendido en el Baile, en el mito monsivaisiano es importante no por el chisme en sí mismo, sino porque prueba la pendulación de lo homosexual en la vida política del país. La película, en cambio, toma esa habladuría como punto de fuga (y de llegada), desactivando toda posibilidad de construcción compleja, sea política o emocional.
Su peor desacierto, en este sentido, es su centro dramático: el triángulo amoroso entre de la Torre, Amada Díaz y un muy ficcional tercer elemento, Evaristo Rivas. El foco de la narración está en esa dinámica, melodramática en esencia, pero sobre todo pensada para el público heterosexual. El director y la guionista cayeron en el mayor despropósito que podía cometer la película: no trata de los 41. Esos personajes son sombras, excusas, cuerpos, movimientos afeminados, vestuarios de época. El llanto de uno de ellos, mientras lo rapan violentamente al final de la película, es solo un instante descontextualizado. El drama está en otro lado.
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La película tiene fallas —sobre todo la plaga de imprecisiones históricas, que ha notado en varios momentos Sergio Téllez-Pon, y en particular una: no hay una sola pista para afirmar que se tratara de un “club”, como ostenta la película; es evidente, leyendo los documentos de la época, que el término fue producto del escarnio social y periodístico después de la fiesta— y enormes aciertos, que son muchos: varias actuaciones espectaculares, en especial la de Mabel Cadena como Alma; algunos momentos de la dirección, llena de silencios, claroscuros, sugerencias; un par de travellings; el mundo visual, producto de un rigor y una calidad en el diseño de arte pocas veces visto en el cine nacional.
Al usar este evento fundacional, sin embargo, la película traiciona a su fuente primera, Monsiváis, y a su vocación original de visibilización. “Aunque no lo parezca, y por así decirlo, la Redada ‘inventa’ la homosexualidad en México”, escribió. “Las anomalías ascienden a la superficie de la burla y la amenaza penitenciaria, y esta primera visibilidad es definitiva”. Quizá soy ingenuo y no debería extrañarme que una producción adquirida por Netflix, como tantas otras de la maquinaria hiperhollywoodense, sea desprovista de su potencia política. Esto seguirá sucediendo, precisamente por la marginalidad que los deseos diversos representan aún en la cultura. Nos seguirá faltando la película que nos los muestre, los celebre y los grite como lo hacemos nosotros desde 1901. Mientras, defenderemos, como Monsiváis, la importancia política de los sucesos, los personajes y las luchas que nos han dado un linaje político e identitario, frente a la exclusión esquizofrénica de los “invertidos”. Se lo debemos a los que nos precedieron.
(Ciudad de México, 1989) es escritor, director de escena y traductor. Actualmente es becario del programa Jóvenes Creadores del exFonca.