¿Cuál es la labor de una compañía nacional de teatro? Las respuestas pueden ser tantas como poéticas teatrales existen. En México, en el caso de la Compañía Nacional de Teatro, puede decirse que se ha tratado preservar la tradición, crear un proyecto a largo plazo y dar trabajo estable y digno, pero no tanto de difundir en todo el territorio, innovar sobre la escena o apoyar a artistas jóvenes (fuera de su elenco), como es el caso en otros teatros nacionales. Es interesante ver que ese impulso, al parecer, está cambiando.
En 2008, en gran parte por los esfuerzos de Luis de Tavira y algunos burócratas visionarios, la Compañía Nacional fue reestructurada para incluir a un elenco estable como becarios del Fonca, un cambio significativo que ha brindado una estabilidad insospechada en el panorama teatral mexicano. Los resultados: proyectos mamotréticos –en gran medida porque casi nadie más en este país puede producirlos– lo mismo que obras de pequeñísimo formato, casi todas dueñas de una teatralidad relativamente conservadora. Los resultados, desiguales. El público, lejano.
Sin embargo, después de una monárquica (y monástica) dirección artística cuyo límite no existía –y que, después de las discusiones serias y argumentadas de críticos como Rubén Ortiz, Enrique Olmos de Ita, More Barrett y Alejandra Serrano en 2016, fue espontáneamente establecido en ocho años, que se cumplían ese mismo año–, el reinado del último cacique del teatro mexicano terminó. Luis de Tavira fue reemplazado por el también director de escena y funcionario cultural Enrique Singer.
Las cosas al interior de la Compañía han mejorado en amplitud de miras: la paridad de género, la inclusión de actores indígenas y de tez morena, la adición de músicos a la planta estable de “becarios” de la Compañía, la expansión de algunos modos de producción. Pero los grandes recortes desde la administración de Peña Nieto, agravados radicalmente por la “austeridad” del gobierno de López Obrador, así como la pandemia de covid-19, han causado una severa caída en el número de producciones, así como en el número de funciones al interior del país.
El saldo general ha sido el del anquilosamiento formal, de procesos y de discursos: una manera de hacer teatro que sigue funcionando, pero que no permite que otras sean exploradas y, sobre todo, producidas por el sitio que puede darles visibilidad y reconocimiento a nivel nacional. Un tibio cambio de rumbo se sintió en 2017 con Enemigo del pueblo, la relativamente arriesgada adaptación de David Gaitán de la obra de Ibsen, y en 2018 con el Proyecto Sed, pieza dirigida por Laura Uribe, resultado de un proceso de investigación transdisciplinaria sobre el agua y la defensa de los bosques. Los resultados, desiguales.
Por eso el estreno de Pollito, escrita por Talia Yael y dirigida por Micaela Gramajo, parece abrir un sitio distinto para la Compañía, no solo en lo formal, sino también en lo procesual, lo discursivo y lo político. Es una obra extremadamente potente que indaga, en muchos sentidos, sobre lo femenino y las relaciones entre mujeres, en particular entre madre e hija. La complejidad emocional y erótica se encarnan en una pieza que hubiera sido imposible ver relacionada con el nombre de la Compañía Nacional hace unos años.
Ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo en 2019, la obra funda un espacio poéticamente complejo alrededor de una niña, llamada Pollito, y sus experiencias con su madre, la ausencia de su padre, su cuerpo, su sangre (en más de un sentido) y, en general, el acto mismo de crecer siendo niña. Es un paisaje familiar, un linaje poético a partir del extrañamiento, incluso de lo siniestro (siguiendo a Freud); la obra sostiene y se burla del acercamiento psicoanalítico a la infancia y es así también una provocación, un universo construido sobre una teoría endeble y machista lo mismo que sugerente y provocadora.
Sin complacencia y sin prejuicios, Pollito renuncia conscientemente a la trama o, más precisamente, a la explicitación de lo anecdótico. Es, en muchos sentidos, más bien un poema dramático. Talia Yael solo se permite un momento para evidenciar la vulnerabilidad que atraviesa metafóricamente la protagonista. Pollito le pregunta a su abuela, imaginada como una cabra: “Abuela, ¿por qué nacemos quebradas?” La respuesta es un lacónico balido.
Es una muestra clara del universo de la obra. Pero quizá su característica más relevante sea la ausencia: no la del padre (o más aún, la de los hombres) sino, primero, la ausencia de moral¸ que es acaso su rasgo más importante. Los actos de los personajes –crueles, luminosos, complejos– nunca son pasados por un filtro que prefigure una conciencia, ya no digamos un prejuicio, moral. Esto permite que las escenas sean más bien cuadros casi abstractos, pero llenos de una vida que se desborda. Ceder ante la tentación cultural de interpretar moralmente los fenómenos que tienen que ver con aspectos problemáticos de la sociedad es, en este caso, limitar su alcance y su enorme capacidad metonímica.
La otra ausencia es la de ironía, una de las características más persistentes en el teatro contemporáneo. Pollito está casi completamente desprovista de ella. La forma del cuento infantil con el que juega la obra permite que esa posibilidad se desplace más bien a una estilización que, paradójicamente, resulta mucho más vigorosa que la visión irónica.
El texto, así, propone un ritual sobre una mujer –sería difícil argumentar que trata, grandilocuentemente, sobre las mujeres– que enarbola una experiencia vital y erótica, muy lejos de la mirada masculina. Hay una secuencia que juega con ello: lo que en el texto era una cámara, en el montaje se vuelve un ojo: el ojo del padre.
Como este detalle hay cientos en la obra. El aspecto más emocionante de la puesta en escena coproducida por el Centro Cultural Helénico es que el texto encontró en Micaela Gramajo una directora a su medida, tanto técnica como espiritualmente. Son en verdad sorprendentes varios aspectos de su trabajo: la escultura, laboriosa y atenta, de las actoralidades del elenco estable; la atención a los detalles y el trabajo de collage en un escenario hermosamente diseñado por Natalia Sedano; el ritmo y el juego en todos los momentos. Sobre todo, la comprensión humana de lo que contiene la obra. En una pieza tan compleja como esta, solo una creadora tan arriesgada y llena de talento podría haber llevado la nave a buen puerto.
Y lo hace con creces. A pesar de algunas decisiones ambivalentes –alejarse de la forma del cuento infantil; terminar en una nota más bien patética, en oposición al final casi cruel del texto; algunas actoralidades aún ancladas en el histrionismo– el resultado es una muestra de lo que la Compañía Nacional de Teatro puede hacer para acercarse a actoralidades contemporáneas que, a su vez, dialoguen con mayor fuerza con el público.
El mayor problema de la Compañía Nacional de Teatro ha sido, además de los presupuestos y los tejemanejes burocráticos, la falta de diálogo con el público. Ha sido en muchos sentidos lo que es un museo en su peor acepción: la acumulación reverencial de material históricamente relevante. Los nuevos trabajos escénicos, que incluyen la interdisciplina, el performance, el ámbito virtual, las textualidades posdramáticas y otros fenómenos contemporáneos de la escena, y que están casi siempre encarnados por los creadores jóvenes, representan para la vieja guardia un riesgo, un problema a resolver en los escenarios independientes. Como han comprobado varios teatros del mundo, pero sobre todo como empieza a verse en la escena actual, las nuevas formas de lo teatral deben estar también en los teatros oficiales y en las agendas de producción de iniciativas de tan largo alcance como la Compañía Nacional. Pollito es la muestra de ello.
Y además, el teatro presencial ha vuelto y es un espacio seguro.
Pollito, de Talia Yael, bajo la dirección de Micaela Gramajo, con el elenco estable de la Compañía Nacional de Teatro, tiene funciones los viernes (20 hrs.), sábados (19 hrs.) y domingos (18 hrs.) en el Teatro Helénico (Av. Revolución 1500, Guadalupe Inn, Ciudad de México). La obra está publicada en el volumen Teatro de la Gruta XIX, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro.
(Ciudad de México, 1989) es escritor, director de escena y traductor. Actualmente es becario del programa Jóvenes Creadores del exFonca.