Maps to the Stars

Maps to the Stars es la mejor película de David Cronenberg desde A History of Violence.
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Una joven llega a Los Ángeles movida por un sueño.

Este principio de cuento de hadas se ha vuelto icónico en la mitología cinematográfica. Así empiezan historias pesadillescas como Mulholland Drive (Lynch, 2001), hasta fábulas fracturadas como Nace una estrella (Cukor, 1954, con Judy Garland herself). Sólo que esta vez el sueño a alcanzar es más truculento. La joven, desfigurada por una telaraña de cicatrices, se llama Agatha —Mia Wasikowska —, atravesóel país en autobús, y aborda una limosina conducida medio tiempo por otro soñador de los que abundan en los márgenes de “la industria”—Robert Pattinson —, y pide ir a un sitio específico: las ruinas de una mansión quemada al pie del letrero de Hollywood. Ella viene a completar un ritual y éste va a ser el escenario.

Maps to the Stars es la primera colaboración entre dos artistas tan subversivos en sus temáticas como idiosincrásicos en sus ejecuciones; Cronenberg es célebre por ingeniárselas para romper el status quo y partirle la madre al espectador cuando menos lo espera —como muestra de ello hay clásicos en su filmografía como The Brood, Scanners, Videodrome, Dead Ringers (siniestro melodrama sobre ginecólogos gemelos que deja al espectador con una desazón que perdura por días) o la premiada y vilipendiada Crash (la escena en que James Spader abre y luego penetra la herida de Rosanna Arquette es probablemente una de las escenas eróticas más fascinantes y repelentes de la historia del cine) —y Wagner tiene una reputación como novelista de culto. A principios de los 90, escribió y produjo, junto con Oliver Stone, Wild Palms, teleserie que fue mezcla de ciencia-ficción futurista, thriller político, saga familiar y telenovela satírica. Constó de seis capítulos —dirigidos por Kathryn Bigelow, Keith Gordon, Phil Joanou y Peter Hewitt —y es una  curiosidad notable de su década que aún hoy se considera modelo de la producción extravagante y avant-garde para el medio.

Tomando referentes de ese proyecto y del universo creado por Cronenberg, Wagner establece con detalle un mundo extraño, con una atmósfera tan rutilante como macabra. Al centro se encuentra la familia Weiss, una dinastía al estilo de los Kardashian: Stafford, el padre —John Cusack —es un psicólogo pop que se especializa en tratar los traumas y múltiples complejos de las celebridades, algo que intercala con su exitosa carrera como gurú de autoayuda y superación personal; Cristina, la madre —Olivia Williams —, una mujer de aspecto dulce que no obstante se ha erigido como poderosa agente que lleva con mano de hierro la carrera de su hijo Benjie —Evan Bird —ídolo adolescente con serios problemas de personalidad borderline; por otra parte, se encuentra la glamorosa Havana Segrand, una actriz cuya fama comienza a desvanecerse después de los cuarenta y que hará literalmente cualquier cosa por regresar a ser el centro de atención, incluso buscar el rol protagónico en un remake de la cinta que hiciera una estrella de su madre, Clarice Taggart —Sarah Gadon —, que murió calcinada en un incendio en 1976 y ahora se aparece como espectro implacable a su propia hija, llevándola por el tortuoso sendero de la locura, a encarar su destino.

Wagner toma elementos de tragedia griega, como la Oresteia, y de literatura gótica (Rebecca de Daphne DuMaurier, por citar un ejemplo), del teatro del absurdo de Pinter y Ionesco (hay ecos de Viejos tiempos y La cantante calva), así como alusiones a cintas como la mítica Sunset Boulevard (Wilder, 1950) y Mommie Dearest (Perry, 1981); incorpora como elemento narrativo indispensable el poema Liberté,de Paul Éluard, e incluso se permite aludir con sorna a algunos muy populares shows de TV como Beverly Hills, 90210. De este modo confecciona, sin que se noten las costuras, una sátira feroz e inmisericorde de la industria de la celebridad en Hollywood: en su universo, nadie se toca el corazón para obtener lo que desea y no hay precio demasiado alto para lograrlo. Havana no puede evitar ponerse a bailar y cantar de alegría cuando se entera de que la dulce y sensible Azita Wachtel (Jayne Heitmeyer), actriz rival que le había “ganado”el rol soñado en la cinta Stolen Waters, ha sufrido una irreparable pérdida personal y ahora ella será quien actúe en el filme, o Stafford busca una posible aparición en el show de Oprah Winfrey en caso de que tenga que hacer “control de daños” ante la inminente revelación de un escándalo. Wagner conoce bien el negocio; el personaje encarnado por Pattinson funciona como su alter ego (en su juventud, mientras buscaba éxito como guionista, fue extra en Star Trek: The Next Generation y también condujo limosinas) y es el único personaje literalmente humano en una galería de hermosas atrocidades que se exhiben con la bestial elegancia de Cronenberg, que al principio parece engañarnos con un retrato naturalista/nihilista de la situación, para después incurrir en la brutal violencia que es su rúbrica: un personaje es reducido a pulpa sanguinolenta mediante golpes propinados con su propio Oscar, mientras otro trata de purificarse al estilo bonzo prendiéndose fuego, sólo para ser arrojado a una piscina en una escena tan crispante que acaba por arrancar carcajadas histéricas al espectador.

La selección de elenco es muy esmerada; Mia Wasikowska es el nudo gordiano que une las hebras del entramado y hace de Agatha una adolescente perturbada y perturbadora y es totalmente propositivo que Cusack y Williams encarnen un matrimonio tan perfecto que hasta físicamente sean similares. Todo obedece a una lógica retorcida para conectarnos con la familia Weiss, si bien la verdadera estrella aquíes Julianne Moore, cuya interpretación —mezcla de Candice Bergen y Gwyneth Paltrow con Shirley Temple y Tatum O’Neal —es espectacular: Havana Segrand pertenece a ese pedestal de sus grandes roles como Amber Waves, Lynda Partridge, Laura Brown o Barbara Daly Baekeland —en Boogie Nights, Magnolia, The Hours y la criminalmente infravalorada Savage Grace, de Tom Kalin—, una mujer manoseada por el mundo al que se aferra con desesperación porque no sabe ser otra cosa que una de esas estrellas que brillan y brillan en pantalla hasta ser supernova y explotar, dejando un abismo negro tras de sí.  La cinematografía de Peter Suschitzky —colaborador de cabecera del canadiense, que también fotografióThe Empire Strikes Back—es complemento ideal para este guión pervertido: sus tomas de un L.A. soleado, extremadamente chic y aséptico, contrastan con las alucinaciones elementales de los personajes: agua y fuego son los medios de los que se valen los fantasmas hambrientos para perseguir a los vivos, amenazando con arrasar sus estilos de vida ricos y desvergonzados. La amoralidad presentada por Cronenberg y Wagner impide cualquier juicio; es casi como verse en un espejo distorsionado.

¿Qué es Maps to the Stars? ¿Una comedia satírica de humor ácido y amargo? ¿Fábula de horror gótico a plena luz del día, con fantasmas y monstruos? ¿Retrato psicológico de la descomposición de una familia de beautiful people? —en realidad es todo eso y mucho más. Es el mejor filme de Cronenberg desde A History of Violence (2005) y la culminación de la obra de vida de Bruce Wagner. Es una cinta que no podría existir más que como está: hecha de modo subrepticio e independiente, a la zaga del bullshit sacarino que hoy día manufacturan los estudios y está aquí para recordarnos que las estrellas no son bonitas: también pueden ser espeluznantes.

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Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".


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